Authors: Christopher Moore
La concubina debía comprar una serie de vituallas que Baltasar le había encargado, por lo que pasamos un rato adquiriendo grandes cestas de un mineral llamado cinabrio, del que extraeríamos el mercurio, así como algunas especias y pigmentos. Joshua nos seguía por todo el mercado como si estuviera hipnotizado, hasta que pasamos junto a un mercader que vendía las semillas negras con las que se preparaba la bebida que habíamos probado en Antioquía.
—Cómprame unas pocas —dijo Joshua—. Dicha, cómprame unas cuantas semillas.
Ella lo hizo, y Joshua no se separó de la bolsita durante todo el trayecto de regreso, hasta que llegamos a la fortaleza. Fuimos casi todo el camino en silencio, pero cuando el sol ya se había puesto y prácticamente habíamos llegado al sendero oculto que ascendía hasta la meseta, Dicha se acercó a mí al galope.
—¿Cómo lo ha hecho? —me preguntó.
—¿El qué?
—He visto que le devolvía la vista a ese hombre. ¿Cómo lo ha hecho? Conozco muchas clases de magia, pero no le he visto pronunciar ningún hechizo, ni mezclar pociones.
—Se trata de una magia muy poderosa. —Me giré para ver si Joshua nos oía, pero constaté que seguía acunando sus semillas de café, y murmurando algo para sus adentros, como había hecho durante todo el viaje. Rezando, supongo.
—Dime cómo se hace —me pidió Dicha—. Ya se lo he preguntado a él, pero no deja de canturrear, y parece ido.
—Bueno, sí, podría decirte cómo lo ha hecho, pero tú, a cambio, tienes que decirme a mí qué hay detrás de las puertas de hierro.
—Eso no puedo decírtelo, pero tal vez podamos negociar otras cosas. —Se retiró el extremo del turbante de la cara y me sonrió. Se veía hermosísima a la luz de la luna, incluso con ropa de hombre—. Conozco más de mil maneras de proporcionar placer a un hombre, y esas son solo las que conozco personalmente. Las otras muchachas saben muchos trucos que sin duda están dispuestas a compartir contigo.
—Sí, pero ¿eso a mí de qué me sirve? ¿Para qué quiero yo saber cómo se da placer a un hombre?
Dicha se quitó el turbante y me golpeó con él en la nuca, levantando una nubecilla de polvo en la noche.
—Eres tonto, y de color azul, y la próxima vez que te envenene me aseguraré de que no haya antídoto.
Supongo que incluso la sabia e inescrutable Dicha podía sucumbir a la provocación.
Sonreí.
—Aceptaré tu insignificante oferta —le dije, fingiendo toda la pomposidad de que un adolescente podía hacer gala—. Y, a cambio, te revelaré el mayor secreto de nuestra magia. Un secreto que he inventado yo. Lo llamamos sarcasmo.
—Preparemos café cuando lleguemos —dijo Joshua.
No me resultó fácil intentar reproducir el procedimiento por el que Joshua le había devuelto la vista a aquel guardia, entre otras cosas porque no tenía la menor idea de cómo lo había hecho, pero recurriendo a la depurada técnica del despiste, la ofuscación, el subterfugio, la astucia y el absurdo, logré que aquella ausencia de conocimiento redundara en meses de extraordinaria dedicación a mi herramienta por parte de la hermosa Dicha y sus bellas secuaces.
No sé bien por qué, pero la necesidad imperiosa de saber qué ocultaba aquella puerta de hierro, y las respuestas a otros enigmas relacionados con la fortaleza de Baltasar menguaron, y fui conformándome con el estudio de las lecciones que el mago me asignaba durante el día, así como el ejercicio límite de mi imaginación que me procuraban las combinaciones matemáticas de la noche. Corría el riesgo, claro está, de que Baltasar me asesinara si descubría que me estaba aprovechando de los encantos de sus concubinas, pero ¿acaso no nos parece más dulce la fruta robada? ¡Ah! ¡Ser joven y estar enamorado! (De ocho concubinas chinas.)
Entretanto, Joshua se tomaba los estudios con su fervor característico, alimentado no en poca medida por el café que consumía todas las mañanas, sin parar, hasta que, del mismo entusiasmo, casi hacía temblar el suelo que pisaba.
—¡Mira esto! ¿No lo ves, Colleja? Cuando se le pregunta, el maestro Confucio responde: «Recompensa la ofensa con justicia, y la bondad con bondad». ¿No lo ves?
Y se ponía a bailar de un lado a otro, los pergaminos extendidos tras él, esperando que yo, de algún modo, compartiera su pasión por los textos antiguos. Y yo lo intentaba. Lo intentaba de veras.
—No, no lo veo. La Tora dice: «Ojo por ojo, diente por diente».
—Exacto. A mí me parece que Lao Tzu tiene razón. La bondad precede a la justicia. Si se busca la justicia a través del castigo, solo se causa más sufrimiento. ¿Cómo va a estar bien eso? ¡Esto es una revelación!
—Pues yo hoy he aprendido a hervir orina de cabra para fabricar explosivos —comenté.
—Eso también está bien —dijo Joshua.
Y así podía ser siempre, a cualquier hora del día o de la noche. Joshua salía de la biblioteca como una exhalación, interrumpía mi ejecución de alguna postura lúbrica en compañía de Vainas de Guisante, Almohadas y Túneles —mientras Número Seis nos familiarizaba con quinientos dioses de jade de distintas profundidades y tamaños—, y apartaba la vista el tiempo imprescindible para que yo me cubriera con algo, antes de lanzarme algún códice para que leyera algún pasaje, mientras él se sumergía con entusiasmo en los pensamientos de algún sabio muerto hacía mucho tiempo.
—El Maestro dice que «El hombre superior puede resistir el deseo, pero que el hombre inferior, cuando experimenta el deseo, se entrega a excesos sin freno». Está hablando de ti, Colleja. Tú eres el hombre inferior.
—Qué orgulloso me siento —le dije, mientras observaba a Número Seis empaquetar sus dioses en la tibia caja de latón en la que residían—. Muchas gracias por venir a decírmelo.
También me encomendaron la tarea de aprender waidan, que es la alquimia de lo externo. Mi conocimiento nacería de la manipulación de elementos físicos. Joshua, por su parte, se adiestraba en el estudio del neidan, la alquimia de lo interno. Su conocimiento nacería del estudio de su propia naturaleza interior a través de la contemplación de los maestros. De modo que, mientras Joshua leía pergaminos y libros, yo me pasaba el rato mezclando mercurio y plomo, fósforo y azufre, carbón y piedra filosofal, intentando adivinar, de algún modo, la naturaleza del taoísmo. Joshua aprendía a ser Mesías, y yo a envenenar a la gente y a hacer explotar cosas. El mundo parecía estar en orden. Yo era feliz, Joshua era feliz, Baltasar era feliz, y las muchachas... bueno las muchachas estaban ocupadas. Aunque pasaba junto a las puertas de hierro todos los días —y seguía oyendo la vocecilla—, lo que hubiera tras ella no me parecía importante, como tampoco me lo parecían las respuestas a unas diez o doce preguntas que Joshua y yo deberíamos haber formulado a nuestro generoso señor.
Y así, casi sin darnos cuenta, transcurrió un año, y luego dos más, y nos vimos celebrando en la fortaleza que Joshua cumplía los diecisiete. Baltasar pidió a las muchachas que prepararan un banquete con exquisiteces chinas, y bebimos vino hasta bien entrada la noche. (Y mucho después, cuando ya habíamos regresado a Israel, siempre comíamos platos chinos para celebrar el cumpleaños de Joshua. Según me han contado, aquello se convirtió en una tradición no solo para quienes conocían a Joshua, sino para los judíos de todo el mundo.)
—¿Piensas en nuestro pueblo alguna vez? —me preguntó Joshua la noche de su cumpleaños.
—A veces —le respondí.
—¿Y en qué piensas?
—En Magda —dije—. A veces en mis hermanos. A veces en mis padres. Pero en Magda, siempre.
—¿A pesar de todas las experiencias que has tenido, sigues pensando en Magda?
Joshua se había ido mostrando cada vez menos curioso sobre la naturaleza del deseo carnal. Al principio atribuí aquella falta de interés a la profundidad de sus estudios, pero luego me di cuenta de que este menguaba a medida que lo hacía su recuerdo de Magda.
—Joshua, cuando pienso en Magda no es que recuerde lo que ocurrió la noche anterior a nuestra partida. Yo no fui a verla pensando en que haríamos el amor. Un beso habría sido más de lo que yo esperaba. Si pienso en Magda es porque le hice un sitio en mi corazón para que viviera en él, y ahora ese sitio está vacío. Siempre lo estará. Siempre lo estuvo. Ella te quería a ti.
—Lo siento, Colleja, ese dolor no sé curarlo. Si supiera, te lo curaría.
—Ya lo sé, Josh, ya lo sé. —Yo no quería volver a hablar de nuestra tierra, de nuestro pueblo, pero Josh se merecía sacarse del pecho todo lo que se lo oprimía y, si no lo hacía conmigo, ¿con quién iba a hacerlo?—. ¿Y tú? ¿Piensas alguna vez en nuestro pueblo?
—Sí, por eso te lo he preguntado. Hoy las muchachas estaban preparando algo con panceta, y eso me ha hecho pensar en nuestra casa.
—¿Por qué? No recuerdo que nadie allí cocinara panceta.
—Lo sé. Pero si tú y yo comiéramos un poco de panceta aquí, en casa nadie se enteraría.
Al oírle decir eso me levanté y me acerqué al tabique que separaba nuestros dormitorios. La luz de la luna se colaba por la ventana e iluminaba el rostro de Joshua, que brillaba con aquel brillo enervante que en ocasiones adquiría.
—Joshua, eres el Hijo de Dios. Eres el Mesías. Eso implica... bueno, no lo sé, que eres judío. No puedes comer panceta.
—A Dios le da lo mismo si la comemos o no. Lo presiento.
—¿En serio? ¿Y de lo de la fornicación sigue pensando lo mismo?
—Pues sí.
—¿Y de lo de la masturbación?
—También.
—¿Y con el asesinato, el robo, el levantar falsos testimonios, el desear a la mujer del prójimo, etcétera? ¿Sobre esas cosas no ha cambiado de opinión?
—No.
—Solo sobre la panceta. Interesante. Claro, era raro que no hubiera nada sobre la panceta en las profecías de Isaías, ¿no?
—Sí, raro.
—Josh, no te ofendas, pero te va a hacer falta algo más que eso para llevar a la gente al reino de Dios: «Hola, soy el Mesías, y Dios quería que comierais panceta».
—Ya lo sé. Todavía tenemos que aprender mucho más. Pero al menos los desayunos serán más interesantes.
—Duérmete, Josh.
A medida que transcurría el tiempo, veía cada vez menos a Joshua, salvo durante las comidas y antes de acostarnos. Yo empleaba casi todo mi tiempo en mis estudios, y en ayudar a las muchachas a mantener la fortaleza, mientras Joshua dedicaba casi todo el día a estar con Baltasar, lo que finalmente terminaría convirtiéndose en un problema.
—Esto no está bien, Colleja —me dijo Dicha en chino. Yo había aprendido su lengua lo bastante como para no tener que hablar en latín ni en griego casi nunca—. Baltasar se está haciendo demasiado íntimo de Joshua. Apenas viene ya a buscarnos a nosotras para llevarnos a su cama.
—Supongo que no estarás insinuando que Baltasar y Joshua están... esto... jugando a los pastores, porque me consta que no es cierto. A Joshua no le está permitido.
Cierto era que el ángel había dicho que nada de conocer mujeres, pero no había especificado nada de temibles brujos africanos.
—Bah, a mí no me importa lo más mínimo que se den tanto por detrás que se les salten los ojos —replicó Dicha—. Lo que no puede ocurrir es que Baltasar se enamore. ¿Por qué crees que somos ocho?
—Yo creía que era cuestión de presupuesto.
—¿No te has fijado en que ninguna de nosotras pasa dos noches seguidas con nuestro mago, y que no hablamos con él más allá de lo que es imprescindible en el ejercicio de nuestros deberes y lecciones?
Me había fijado, sí, pero no se me había ocurrido que se tratara de algo fuera de lo común. Todavía no habíamos llegado a la lección dedicada a la conducta brujo-concubina.
—¿Y?
—Pues que me temo que Baltasar se está enamorando de Joshua. Y eso no es bueno.
—En eso te doy la razón. La última vez que alguien se enamoró de él, yo lo pasé mal. Pero ¿qué importancia tiene eso aquí?
—No sé decírtelo. Pero ha habido más revuelo en la casa de la perdición —se limitó a responder—. Tienes que ayudarme. Si estoy en lo cierto, debemos disuadir a Baltasar. Mañana, mientras estemos ajustando el flujo de chi en la biblioteca, nos dedicaremos a observarlos.
—No, Dicha, por favor. El chi de la biblioteca es demasiado pesado. No soporto el chi de la biblioteca.
El chi, o el qi: el aliento del dragón, la energía eterna que fluye a través de todas las cosas; en equilibrio, que era como debía estar, era mitad yin y mitad yang, mitad luz y mitad oscuridad, mitad masculino y mitad femenino. El chi de la biblioteca siempre se desequilibraba, mientras que el de las habitaciones en las que solo había cojines, o muebles ligeros, parecía bien ajustado y equilibrado. No sé por qué, pero yo sospechaba que tenía que ver con la necesidad de Dicha de hacerme mover las cosas pesadas de un lugar a otro.
A la mañana siguiente, Dicha y yo nos metimos en la biblioteca para espiar a Joshua y a Baltasar mientras reequilibrábamos el chi de la estancia. Ella llevaba consigo un complejo instrumento de latón que llamaba «reloj de chi», y con el que, en teoría, podía detectarse el flujo de aquella energía. El mago se mostró claramente irritado apenas entramos en la estancia.
—¿Es necesario hacer eso ahora?
Dicha le dedicó una reverencia.
—Lo siento mucho, señor, pero se trata de una emergencia. —Se volvió y empezó a darme órdenes, como si yo fuera un centurión romano—. Mueve esa mesa de ahí, ¿es que no ves que reposa en los testículos del tigre? Y luego coloca esas sillas de manera que miren en dirección a la puerta; ahora ocupan el ombligo del dragón. Ha sido una suerte que nadie se haya roto una pierna.
—Sí, una suerte —la secundé yo, mientras me esforzaba por mover una enorme mesa tallada, y lamentándome de que Dicha no hubiera reclutado a otras dos muchachas para que me ayudaran. Llevaba ya más de tres años estudiando feng shui, y seguía sin detectar el menor atisbo de chi, ni de entrada ni de salida. Joshua había conciliado sus ideas con aquella energía esquiva asegurando que se trataba, sencillamente, de la manera oriental de expresar al Dios que nos rodeaba y estaba en todas las cosas. Tal vez aquello lo ayudara a él en el camino hacia cierta comprensión espiritual, pero, desde luego, en cuanto a reorganizar los muebles, a mí me resultaba tan útil como si hubiera hecho uso de un rebaño de ovejas adiestradas.
—¿Puedo ayudar? —preguntó Joshua.
—¡No! —gritó Baltasar poniéndose en pie—. Seguiremos en mis aposentos. —El viejo brujo se volvió hacia Dicha y hacia mí y nos miró con odio—. Y que nadie nos moleste bajo ninguna circunstancia.