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Authors: Christopher Moore

Cordero (62 page)

BOOK: Cordero
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—Al palacio del sumo sacerdote. Eso es todo lo que sé, Colleja. Te lo prometo.

Se sentó, casi desplomándose, en plena calle, y se echó a llorar en silencio. Marta se acercó a él y le acunó la cabeza en el pecho.

Magda me miró.

—Sabía que tú intentarías impedirlo. Por eso te envió aquí. —El plan sigue adelante —dije yo—. Tenemos que conseguir recuperarlo, para poder administrarle el veneno.

Juan, que seguía abrazado a Marta, alzó la vista. —¿Habéis cambiado de bando en mi ausencia?

Miércoles

Con las primeras luces del día, Magda y yo nos fuimos a casa de José, y aporreamos la puerta. Un criado nos dejó entrar. Cuando el de Arimatea salió de su alcoba, tuve que sujetar a Magda para impedir que le pegara.

—¡Lo has traicionado!

—No, no lo he traicionado —se defendió José.

—Juan nos ha contado que estabas con los sacerdotes —intervine yo.

—Y lo estaba. Los seguí para impedir que mataran a Joshua por intentar escapar, o en defensa propia, ahí mismo, en Getsemaní.

—¿Por qué dices en defensa propia?

—Lo quieren muerto, Magda —dijo José—. Lo quieren muerto, pero carecen de autoridad para ordenar su ejecución, ¿es que no lo comprendes? Si yo no hubiera estado ahí, podrían haberlo asesinado y haber dicho que él los había agredido primero. Los romanos son los únicos con autoridad para matar a alguien.

—Herodes ordenó que mataran a Juan el Bautista —repliqué yo—. Ahí no hubo implicado ningún romano.

—Y Jakan y sus matones lapidan a la gente constantemente —me secundó Magda—. Sin la aprobación de Roma.

—Pensad un poco, los dos. Estamos en la semana de la Pascua. La ciudad está atestada de romanos en busca de judíos rebeldes. La Legión Sexta al completo se encuentra aquí, además de una guardia personal de Pilatos llegada desde Cesárea. En otro momento habría solo un puñado de ellos. Los sumos sacerdotes, el sanedrín, el consejo de los fariseos, incluso Herodes se lo pensará dos veces antes de hacer cualquier cosa que suponga quebrantar la ley romana. No os preocupéis tanto, que ni siquiera se ha celebrado todavía un juicio en el sanedrín.

—¿Y cuándo va a celebrarse?

—Esta tarde, seguramente. Tienen que convocar a todo el mundo. La acusación está reuniendo a testigos en contra de Joshua.

—¿Y qué hay de los testigos a favor? —pregunté yo.

—Las cosas no funcionan así —respondió José—. Yo intervendré en su favor, como lo hará mi amigo Nicodemo, pero, descontándonos a nosotros, Joshua tendrá que defenderse solo.

—Genial —declaró Magda.

—¿Y quién lo acusa?

—Creía que ya lo sabíais —dijo José, torciendo un poco el gesto—. El que también inició los procesos del sanedrín en su contra las otras dos veces: Jakan hijo de Iban.

Magda se volvió y me miró con furia.

—Deberías haberlo matado.

—¿Yo? Tú has tenido diecisiete años para tirar a ese tipo escaleras abajo, o algo así.

—Todavía hay tiempo —sostuvo ella.

—Me temo que eso no ayudaría mucho a Joshua a estas alturas —terció José—. Esperemos que no sean los romanos los que juzguen el caso.

—Por como hablas, se diría que ya lo han sentenciado —dije yo.

—Yo haré lo que pueda —replicó él, sin demasiado convencimiento.

—Vámonos a verlo.

—¿Y que os detengan a los dos también? No creo que sea buena idea. Vosotros os quedáis aquí. Podéis instalaros en los aposentos de arriba. Yo regresaré, o enviaré a alguien para que os informe tan pronto como suceda algo.

José abrazó a Magda y le besó la cabeza antes de abandonar la estancia para ir a vestirse.

—¿Tú te fías de él? —me preguntó Magda.

—Antes, cuando ya querían matar a Joshua, él se lo advirtió.

—Pues yo no me fío.

Magda y yo esperamos todo el día en las habitaciones de la planta superior. El corazón nos daba un vuelco cada vez que oíamos pasos en la calle, hasta que la preocupación hizo mella en nosotros y nos dejó exhaustos. Le pedí a una de las criadas que se trasladara al palacio del sumo sacerdote a ver qué ocurría, y ella volvió poco después y nos informó de que el juicio todavía no había terminado.

Magda y yo hicimos un nido con los almohadones, bajo el gran ventanal semicircular, para oír el menor ruido que llegara de la calle, pero cuando empezó a anochecer, los pasos se espaciaron cada vez más, los cánticos lejanos que llegaban de templo se difuminaron, y los dos nos tendimos, abrazados, unidos por nuestra pena y nuestra agonía. Aquella noche, no sé cuando, hicimos el amor por primera vez desde la noche anterior a que Joshua y yo partiéramos rumbo a Oriente. A pesar de los muchos años transcurridos, la sensación de familiaridad se impuso. Aquella primera vez, hacía ya siglos, hacer el amor había sido un modo desesperado de compartir la pena que sentíamos por estar a punto de perder a alguien a quien queríamos. Esa segunda vez, estábamos perdiendo a la misma persona. Y esa segunda vez, a diferencia de la primera, sí nos quedamos dormidos juntos, después.

José de Arimatea no regresó a casa.

Jueves

Fueron Simón y Andrés los que subieron la escalera a toda prisa para despertarnos el jueves por la mañana. Yo cubrí a Magda con mi túnica y me puse en pie solo con el calzón puesto. Apenas vi a Simón, sentí que la indignación me ardía en las mejillas.

—¡Traidor cabrón! —Estaba tan enfadado que no podía ni pegarle, y me quedé ahí plantado, gritándole—. ¡Cobarde!

—No ha sido él —me susurró Andrés al oído.

—No he sido yo —corroboró Simón—. Intenté forcejear con los guardias cuando vinieron a llevarse a Joshua. Pedro también lo intentó.

—¡Judas era amigo tuyo! Vosotros y vuestras gilipolleces de zelotes.

—También era amigo tuyo.

Andrés me apartó de un empujón.

—Ya basta. Simón no ha sido. Yo mismo lo vi enfrentarse a dos guardias armados con lanzas. No hay tiempo para tus pataletas, Colleja. A Joshua lo están azotando en el palacio del sumo sacerdote.

—¿Dónde está José? —preguntó Magda, que se había vestido mientras yo acusaba a Simón.

—Se ha ido al pretorio que Pilatos ha establecido en la torre de Antonio, junto al templo.

—¿Y qué demonios está haciendo ahí cuando están azotando a Joshua en esta parte de la ciudad?

—Ahí es donde van a llevarse a Joshua después. Ha sido condenado por blasfemia, Colleja. Quieren una sentencia de muerte. Poncio Pilatos es la autoridad que gobierna en Judea. José lo conoce, y ha ido a pedir que lo absuelvan.

—¿Y qué hacemos nosotros? ¿Qué hacemos? —Empezaba a ponerme histérico. Desde que tenía memoria, mi amistad con Joshua había sido mi ancla, mi razón de ser, mi vida entera. Y ahora mi amistad, mi amigo, se encaminaban hacia la destrucción con la velocidad de un barco embestido por la tormenta que estuviera a punto de chocar contra unos escollos. Y a mí no se me ocurría más que sucumbir al pánico—. ¿Qué hacemos? —repetía una y otra vez, jadeando, casi sin aire en los pulmones.

Magda me agarró por los hombros y me zarandeó.

—Tú tenías un plan, ¿no te acuerdas? —me dijo, tirando del amuleto que llevaba al cuello.

—Sí, sí, claro —repliqué, y aspiré hondo—. El plan. Claro.

Recogí la túnica y me la puse por la cabeza. Magda me ayudó con el fajín.

—Lo siento, Simón —dije.

Él agitó la mano para indicarme que me perdonaba.

—¿Qué hacemos?

—Si van a llevar a Joshua al pretorio, ahí es donde tenemos que ir. Si Pilatos lo deja en libertad, tendremos que sacarlo de allí. No hay modo de saber qué es capaz de hacer Josh para conseguir que lo maten.

Ya esperábamos en el exterior de la Torre de Antonio, en compañía de una inmensa multitud, cuando los guardias trajeron a Joshua hasta las puertas principales del edificio. Caifás, el sumo sacerdote, ataviado con sus túnicas azules, y cubierto con un peto cuajado de piedras preciosas, encabezaba la procesión. Anás, su padre y anterior sumo sacerdote, iba tras él. Dos columnas de guardias rodeaban a Joshua, que iba en el centro, por lo que solo pudimos verlo entre soldados. Aun así, constaté que alguien le había prestado una túnica nueva, que de todos modos, en la espalda, se había impregnado de la sangre que supuraba de los verdugones causados por los azotes. Parecía hallarse en trance.

Los guardias del templo gritaron y gesticularon bastante, hasta que de algún lugar de la procesión apareció Jakan y se puso a discutir con los soldados. Era evidente que los romanos no pensaban permitir la entrada de los guardias del templo en el pretorio, por lo que la entrega del prisionero tendría que hacerse allí mismo, ante la puerta, o no hacerse. Yo valoraba la posibilidad de colarme entre la gente, partirle el cuello a Jakan y regresar sin poner en peligro nuestro plan cuando noté una mano en mi hombro. Al volverme vi que era José de Arimatea.

—Por lo menos no lo han azotado con un látigo romano. Ha soportado treinta y nueve azotes, pero el látigo era solo de cuero, y no de esos con plomo en las puntas que usan los romanos. De haberlo sido, ya estaría muerto.

—¿Dónde estabas? ¿Por qué has tardado tanto?

—La acusación no terminaba nunca. Jakan ha tardado casi toda la noche en escuchar las declaraciones de unos testigos que sin duda no habían oído hablar de Joshua en su vida, y que mucho menos aún le habían visto cometer ningún delito.

—¿Y la defensa? —preguntó Magda.

—Bueno, yo he expuesto sus buenas obras como defensa, pero estaba tan abrumado por las acusaciones que me he sentido desorientado. Joshua no ha dicho ni una sola palabra en su propia defensa. Le han preguntado si era el Hijo de Dios, y él ha dicho que sí. Eso ha servido para confirmar la acusación de blasfemia. La verdad es que ya no les hacía falta nada más.

—¿Y qué va a suceder ahora? ¿Has hablado con Pilatos?

—Sí.

—¿Y?

José se frotó el puente de la nariz, como si quisiera librarse de un dolor de cabeza.

—Me ha dicho que vería qué podía hacer.

Vimos que los soldados romanos introducían a Joshua en el edificio, y que los sacerdotes los seguían. Los fariseos, plebeyos a ojos de los romanos, no fueron autorizados a entrar. Un legionario estuvo a punto de golpear a Jakan en la cara con la puerta cuando la cerró en sus narices.

Vi movimiento por el rabillo del ojo, y alcé la vista para concentrarme en un balcón alto, ancho, que se distinguía por encima de las murallas del palacio. Se trataba de un anexo diseñado, sin duda, por los arquitectos de Herodes el Grande para que el rey pudiera dirigirse a las masas del templo sin necesidad de poner en riesgo su seguridad. Un romano alto, vestido con fastuosa túnica roja, estaba de pie en el balcón, desde donde observaba a la multitud, y no parecía complacerle demasiado su presencia.

—¿Ése es Pilatos? —le pregunté a José, señalando al romano.

José asintió.

—Ahora bajará a celebrar el juicio de Joshua.

Pero a mí, a aquellas alturas, no me interesaba adonde fuera Pilatos. Lo que me interesaba era el centurión plantado tras él, tocado con el casco de cepillo y cubierto con la loriga de comandante de la legión.

No había transcurrido ni media hora cuando las puertas se abrieron de nuevo y un escuadrón de soldados romanos sacaron a Joshua del palacio, con las manos atadas a una cuerda de la que tiraba un centurión de baja graduación. Los sacerdotes iban detrás, y los fariseos, que habían tenido que aguardar fuera, los acribillaban a preguntas.

—Ve a averiguar qué sucede —le pedí a José.

Nos abrimos paso entre la gente que los seguía. La mayoría increpaba a Joshua, intentaba escupirle. A algunos de los congregados los reconocí: eran seguidores de Joshua, pero avanzaban en silencio, cabizbajos, desviando la mirada, como si de un momento a otro ellos pudieran ser los siguientes.

Simón, Andrés y yo los seguíamos a una distancia prudencial, mientras que Magda se abría paso a codazos, entre la multitud, para acercarse a Joshua. Vi que se abalanzaba sobre quien había sido su esposo, Jakan, que iba tras los sacerdotes, pero José de Arimatea la interceptó en pleno vuelo y, tirándole del pelo, la inmovilizó. Había alguien más que también ayudaba a refrenarla, pero llevaba un manto en la cabeza, y no veía de quién se trataba. Tal vez fuera Pedro.

José nos trajo a Magda a rastras, y nos la entregó a Simón y a mí.

—Va a conseguir que la maten.

Magda me miró con una expresión indómita en los ojos, una expresión que no supe leer, pues no sabía si era ira, o locura. La rodeé con mis brazos, apretando fuerte para que ella no pudiera mover los suyos mientras avanzábamos. El hombre del manto se puso a mi lado, sin soltar el hombro de Magda. Y cuando me miró constaté que, en efecto, se trataba de Pedro. El pescador flaco parecía haber envejecido veinte años desde la última vez que lo había visto, el martes por la noche.

—Se lo llevan a ver a Antipas —me dijo—. Apenas Pilatos ha sabido que Joshua era de Galilea, ha dicho que el caso no pertenecía a su jurisdicción, y se lo envía a Herodes.

—Magda —le susurré al oído—. Te pido que dejes de actuar como una demente. Mi plan acaba de irse al garete, y no me vendrían nada mal tus observaciones críticas.

Tuvimos que esperar de nuevo en el exterior del complejo palaciego construido por Herodes el Grande, pero en esa ocasión, por tratarse de un rey judío, los fariseos fueron autorizados a entrar, y José de Arimatea lo hizo con ellos. Minutos después ya volvía a encontrarse fuera.

—Pretende que Joshua obre un milagro —nos contó—. Lo dejará en libertad si obra un milagro en su presencia.

—¿Y si no lo hace?

—No lo hará —dijo Magda.

—Si no lo hace —aclaró José—, volvemos a estar como al principio. Será Pilatos quien tendrá que decidir si se ejecuta la sentencia de muerte del sanedrín, o si se libera a Joshua.

—Magda, ven conmigo —dije, tirando de su vestido mientras retrocedía.

—¿Por qué? ¿Adónde?

—El plan vuelve a estar en marcha.

Regresé corriendo al pretorio, en compañía de Magda, que venía detrás de mí. Me detuve al llegar junto a una de las columnas de la Torre de Antonio.

—Magda, ¿es verdad que Pedro sabe sanar? ¿Que cura de verdad?

—Sí, ya te lo he dicho.

—¿Heridas? ¿Huesos rotos?

—Heridas, sí. Huesos no lo sé.

—Pues espero que también los cure.

La dejé allí y me acerqué al centurión de mayor rango que vi apostado ante las puertas.

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