El teniente Raye, del destacamento de infantería de marina del
Trojan
, surgió en la oscuridad y exclamó con júbilo:
—¡Ah, está usted aquí, señor! El comandante ha ordenado que se una a la retaguardia, señor Bolitho. Debe vigilar que los hombres no tropiecen ni hagan ruido con las escalas y los demás útiles. —Rozó su sombrero con los dedos y se dirigió a Probyn—: También le manda sus respetos, señor, y le ruega que se reúna con él en la columna principal.
Probyn asintió gruñendo por lo bajo:
—¡Simples soldados, eso es lo que somos ahora!
Bolitho se apartó para dejar paso a los marinos que desfilaban cargados, unos con escalas y pesados aparejos, otros con los mosquetes, la pólvora y la munición. Los hombres restantes acarreaban víveres y agua dulce.
El teniente Quinn cerraba la fila, aunque tras él, y repartidas por los costados del camino, se adivinaban las siluetas borrosas de los batidores de infantería que, disimulados en la espesura, cubrían el avance.
Bolitho unió sus pasos a los del joven y preguntó con amabilidad:
—¿Cómo va su herida, James?
—Casi no la siento. —La voz de Quinn escondía un temblor—. Pero preferiría estar a bordo en vez de andar por aquí.
Bolitho recordó que el joven oficial había declarado algo parecido antes del último enfrentamiento. Pensaba en D'Esterre y Thorndike, que a la sazón jugaban su partida de naipes bajo la luz de un fanal mientras todo el navío dormía a su alrededor.
—Lo que más miedo me da —explicó Quinn— es ver cómo voy a reaccionar. —Su voz sonaba casi suplicante. Temo que, si me encuentro envuelto en otra lucha cuerpo a cuerpo, me hundiré.
—Tranquilo, hombre. No hay que imaginar los problemas antes de que se produzcan.
Entendía perfectamente el sentimiento de Quinn. A él le ocurrió exactamente lo mismo después de su herida. Aunque para Quinn era todavía peor, porque fue herido en su primera batalla, y nunca antes había luchado.
Quinn pareció no oír su frase de consuelo.
—No dejo de pensar en Sparke, y en cómo alardeaba y vociferaba fuera de sí. Aunque nunca me cayó bien, admiré su valor y arrojo, su… —se atragantó buscando una palabra que no encontraba— su estilo.
Bolitho se precipitó para ayudar a un marinero que, tras tropezar con la raíz de un arbusto, se tambaleaba bajo la pesada carga de mosquetes.
Estilo. Sí. Quizá ésa era la palabra que mejor describía al difunto Sparke.
—Yo no… —suspiró Quinn— sería capaz de hacer lo que él hizo. Ni ahora, ni dentro de mil años.
Se volvió alertado por el sordo choque que había oído hacia el costado y vio a un soldado abatiendo la culata de su mosquete contra la hierba que flanqueaba el camino.
—¡Una culebra! —se quejó el hombre secándose la frente con la manga—. Asco de misión. ¡Que me cuelguen si no se la ha inventado el almirante para tenernos ocupados!
Bolitho se acordó de pronto de la tierra de Cornualles durante el mes de julio. En aquel mismo momento echaba de menos las matas de helechos, los verdes prados y las ovejas y vacas que salpicaban las laderas de las colinas, como pequeñas flores. Tan intenso era el recuerdo, que podía oler el frescor de la hierba, oír el zumbido de las abejas y el roce de las azadas con que los campesinos arrancaban la maleza de un campo para plantar en él su cosecha. Para recoger alimentos, para dar de comer al país y al ejército.
El guardiamarina Couzens anunció jadeando y casi sin aliento:
—Empieza a clarear, señor.
—Ya deberíamos estar cerca —replicó Bolitho.
¿Qué ocurriría si, en el lugar elegido por el canadiense Macdonald para esconder el contingente, se encontraban con un campamento enemigo?
Vio que la retaguardia de la columna estaba alcanzando al cuerpo principal, de lo que dedujo que se acercaban al enclave elegido. Los sargentos y cabos de Paget, que vigilaban los movimientos de los hombres cual guardianes de una verja invisible, les dividían en secciones más reducidas guiándoles a empujones. Bolitho observó los cintos blancos cruzados sobre las camisas de cuadros: a medida que llegaban, desaparecían obedientes hacia los lugares ya seleccionados.
Los oficiales se habían agrupado en una pequeña hondonada rodeada de árboles a la espera de órdenes.
Bolitho se sentía extrañamente fatigado; le costaba reprimir los bostezos que le sobrevenían sin piedad. Su mente, por el contrario, actuaba con enorme claridad, lo cual le hizo sospechar que el deseo de bostezar provenía del miedo que sentía. Conocía el síntoma, ya lo había experimentado en otras ocasiones. Demasiadas, para su gusto.
El comandante Paget, tieso como un tronco y andando sin mostrar signos de fatiga, distribuía más órdenes:
—Quédense junto a sus hombres. Repartan las raciones. Sean cuidadosos: que nadie desaproveche un bocado; no quiero restos de comida en el lugar. —Dedicó a D'Esterre una mirada cargada de significado—: Usted sabe lo que hay que hacer. Tome el control del perímetro de nuestro campo. Doble los centinelas apostados, pero ordéneles mantenerse a cubierto e invisibles.
Luego se dirigió a Probyn:
—Usted, por supuesto, está al mando del campo. Dentro de un momento necesitaré un oficial que me acompañe. Nómbrelo usted.
Probyn suspiró.
—Vaya usted, Bolitho. Si destaco a Quinn, el comandante se lo comerá para desayunar.
Una vez que el resto de oficiales hubieron desaparecido en la penumbra, para reunirse con las respectivas columnas y patrullas, Bolitho se presentó ante Pagel. Decidió que le acompañaría Couzens. Tuvo que usar su firmeza para negar la súplica de Stockdale, que pretendía también acompañarlo:
—Ahórrese las fuerzas ahora y guárdelas para cuando hagan falta. ¡Y falta harán, se lo aseguro!
Stockdale era imbatible en un combate cuerpo a cuerpo, así como durante una tormenta furiosa en medio del mar. Aquel territorio desconocido, en cambio, no era su lugar ideal. En cualquier momento podían tropezar con una patrulla o un grupo de exploradores enemigos. El enorme corpachón del luchador y sus poderosos brazos eran incapaces de andar en silencio y habrían despertado a un ejército entero. Pero dolía dejarle atrás cuando se ofrecía.
Couzens, por su parte, bullía de excitación. Bolitho no había visto jamás cosa parecida. El joven oficial parecía borrar de su vista las imágenes del horror, anulándolas con aquella elasticidad tan típica de los jóvenes en situaciones de guerra.
El comandante Paget bebía de una petaca de plata mientras, cerca de él, un asistente se ocupaba de su par de pistolas.
Ofreció la bebida con un gesto:
—Tome. Beba un trago. —Se inclinó hacia adelante haciendo crujir sus botas relucientes—. ¡Ah, es usted, Bolitho! He oído muchas cosas sobre usted. —No aclaró a qué se refería.
Bolitho carraspeó, atragantado por el fuerte alcohol que descendía por su garganta. Paget señaló con un gesto al guardiamarina.
—Él también. Bebida de hombres para una tarea de hombres, ¿no les parece? —Su risa sorda sonó como el roce de dos maderos secos.
Couzens hizo chasquear sus labios:
—Gracias, señor. ¡Está delicioso!
—¿«Delicioso»? —exclamó Paget mirando a Bolitho—. ¡Por todos los infiernos! ¿Qué tipo de Armada tenemos hoy en día?
Se pusieron en marcha en dirección suroeste, mientras el asistente seguía sus pasos manteniendo una respetuosa distancia. Aunque el mar, que se hallaba a su izquierda, no fuera aún visible, reconfortaba sentir su cercanía.
Bolitho notó asimismo la presencia de algunos de los batidores de D'Esterre, que avanzaban escondidos como alimañas entre el matorral y los árboles, silenciosos en su misión de proteger de cualquier ataque a su mando.
Prosiguieron su marcha sin hacer ruido, atentos al cielo que clareaba a cada minuto que pasaba, mientras las estrellas, obedientes, morían poco a poco. Las sombras que constituían la costa empezaban lentamente a tomar forma.
Le pareció que trepaban por una suave pendiente y que de vez en cuando daban grandes rodeos para evitar matorrales y troncos de árboles caídos.
Una figura oscura surgió de entre las tinieblas. Paget, que debió de identificarla, exclamó:
—¡Ah, el caballero canadiense!
El explorador les saludó con gesto cansino.
—Hasta aquí y basta, comandante. ¡Si quiere avanzar más, tendrá que hacerlo a rastras!
Paget chasqueó sus dedos. Un instante después el asistente se acercó con el gesto amanerado de un camarero y presentó a su superior algo parecido a una capa de color verde.
Paget se liberó de su sombrero y su espada. A continuación se enfundó la prenda por la cabeza. Una vez cubierto con ella, su uniforme quedaba disimulado hasta más abajo de la cintura.
Bolitho adivinó que tanto el explorador como Couzens observaban la escena con asombro. Desvió su mirada hacia el asistente, que en cambio mostraba una expresión indiferente. Supuso que los hombres de Pagel, aleccionados por el tiempo, se cuidaban muy mucho de mostrar sus reacciones.
—Me la confeccionó el sastre el año pasado —explicó Paget en voz queda—. No tengo ganas de que un tirador apostado entre los árboles me abra la cabeza, ¿no les parece?
—Buena idea, señor —dijo Bolitho con una mueca—. Los cazadores furtivos de mi tierra usan prendas parecidas.
—¡Bah! —El comandante se agachó con cuidado hasta reposar sobre sus manos y rodillas—. Bien, sigamos con la exploración. En menos de una hora esto hervirá de mosquitos e insectos de un millón de especies distintas. Para entonces quiero estar de vuelta en el campamento.
Les llevó una buena media hora hallar un punto de observación aceptable. Mientras tanto, el cielo había ganado ya mucha luminosidad. Bolitho se incorporó sobre los codos y alcanzó a ver el mar, donde el horizonte brillaba como un finísimo hilo de oro. Avanzó arrastrándose, indiferente a las espinas de matojo que llenaban de rasguños su cara y sus manos. El terreno, plagado de minúsculos insectos, latía como un ser vivo. Faltaba todavía un buen rato para que el sol apareciese en el horizonte. La bahía cerrada y en forma de laguna permanecía aún en la oscuridad. Pero sobre la trémula superficie del agua, en la que desfilaba la eterna procesión del oleaje atlántico y las crestas blancas de espuma, le fue fácil divisar la forma amurallada del fuerte. Era una masa negra y desordenada que reposaba sobre un extremo de la llana mancha de la isla. Vio la luz de dos faroles y, fuera del recinto de la muralla, un resplandor que parecía un fuego protegido por una choza. La claridad no dejaba ver mucho más.
Oyó a su lado la pesada respiración de Paget, que, luchando por enfocar su catalejo entre los hierbajos y el áspero matorral, murmuraba lo que parecían ser pensamientos en voz alta:
—Desde este ángulo hay que ser cauteloso. Sólo faltaría que el sol saliera sin avisar y que algún granuja de esos cazara el reflejo de la maldita lente.
—¿Puede usted ver los cañones, señor? —siseó Couzens junto a Bolitho.
Bolitho asintió con la cabeza. Por un instante, imaginó las columnas de infantería de marina cargando por la calzada del parapeto y chocando contra la lluvia de balas y metralla enemigas.
—Todavía no. —Concentró de nuevo la mirada—. La fortaleza no es cuadrada, ni tan sólo rectangular. Tiene seis, quizá siete costados. Probablemente haya un cañón en cada uno.
El explorador culebreó hasta alcanzar su posición e informó:
—Se dice que disponen de un pontón o una barcaza, señor. —Alzó el brazo, repartiendo a su alrededor un hedor todavía más potente—. Para recibir los suministros que les mandan desde tierra firme, cargan las carretas y los caballos en la barcaza y cobran de ella mediante cabos.
Paget asintió con un gesto.
—Me lo suponía. Bien, así llegaremos nosotros. Mañana por la mañana, a esta misma hora. Mientras esos diablos duermen todavía.
—Con noche oscura sería mejor —replicó el canadiense aspirando saliva entre los dientes.
El comandante replicó con irritación:
—¡La maldita oscuridad no sirve para hacer nada, hombre! No, hoy vigilaremos. Mañana nos lanzaremos al ataque.
—Como usted diga, comandante.
Paget hizo voltear su pesado cuerpo por el terreno y señaló a Bolitho:
—Usted se encarga del primer turno, ¿eh? A la que aviste algo interesante, haga el favor de mandarme un aviso con el chico.
Luego, con un sigilo sorprendente dada su corpulencia, desapareció.
Couzens sonrió con expresión incómoda.
—¿Estamos solos, señor? —Por primera vez su voz sonaba inquieta.
—Diría que sí. —Bolitho sonrió a su vez, incómodo también él—. Pero se habrá fijado en dónde está el último centinela. Cuando tenga que volver al campamento para llevar algún mensaje, póngase completamente en sus manos. No quiero que se pierda dando vueltas por ahí.
Empuñó la pistola que sujetaba su cinto y la sopesó con cuidado. Luego desenfundó el sable y lo extendió a su lado, con la precaución de enterrar la hoja bajo la arena para esconder cualquier reflejo.
Pronto el calor del ambiente alcanzaría a ser insoportable. Bolitho se esforzó por no pensar en agua cristalina y fresca.
—Por lo menos —empezó Couzens— siento que estoy haciendo alguna cosa, señor. Una cosa útil, finalmente.
—Espero que así sea —respondió Bolitho con un suspiro.
Poco tiempo después, cuando por fin el arco del sol apareció por encima del horizonte y repartía sus rayos sobre el fortín y su rada protegida, Bolitho había aprendido más sobre la historia del guardiamarina. Couzens era el quinto en la lista de hijos de un pastor de la iglesia de Norfolk. Tenía una hermana, llamada Beth, que pretendía casarse con el heredero de su señor a poco que la suerte la ayudase. Su madre hacía la tarta de manzana más sabrosa de todo el condado.
Se quedaron mirando en silencio los detalles que la luz del nuevo día revelaba del fortín y sus inmediaciones. Bolitho había acertado respecto a su forma. Era una construcción hexagonal, cuyos muros, de doble espesor y construidos en sólida madera de palma, presentaban un relleno de rocas y tierra apretujada en sus secciones interiores. Un parapeto cubría tanto el muro interior como el exterior. Bolitho dedujo que ni siquiera una bala de pesado calibre lograría traspasar aquella barrera.
En el extremo de la fortaleza y orientado hacia el mar se divisaba una torre chata, coronada por un mástil de bandera. Un hilo de humo que el viento se llevaba sugería la presencia de una cocina escondida en algún rincón del patio central.