—Gracias, señor —dijo Bolitho con una sonrisa.
Pears asintió con un gesto.
—Vamos allá.
Bolitho descendió a grandes zancadas la escala y saltó a la lancha, donde esperaba erguido y en posición marcial el robusto Hogg, patrón privado del comandante, sosteniendo el sombrero en su mano como si asistiera a un entierro.
Sonaron las gaitas al mismo tiempo que el peso de Pears, al posarse sobre el costado de la chalupa, la hacía escorar. El comandante se sentó en los bancos de popa.
—¡Abran la proa! ¡Remos fuera! —Hogg parecía ser consciente de la mirada inquisidora del comandante, así como de otros ojos que, desde buques vecinos, le observaban a través de sus catalejos—. ¡Tiren con fuerza!
Bolitho se apoyaba en el banco, el torso erguido y el espadín entre las rodillas. Le resultaba imposible relajarse cuando se hallaba cerca de su comandante. En vez de ello, se dedicó a estudiar el casco del
Trojan
; su panza cambiaba de forma a medida que la lancha navegaba a su alrededor y alcanzaba su alta popa. Vio el rojo estandarte ondulando suavemente por encima del coronamiento de popa y, más abajo, el brillo del pan de oro y los latones cien veces frotados.
Las portas de ambos costados se hallaban abiertas en busca del aire marino. En cada una se adivinaba la correspondiente boca de cañón negra, reclinada hacia atrás cual fiera dormida: era la potente artillería del
Trojan
, tan limpia y reluciente como los botones de plata de la casaca de D'Esterre.
Bolitho dirigió su mirada al lúgubre perfil de Pears. Las noticias que llegaban respecto a la guerra no eran muy buenas. En el mejor de los casos, las fuerzas se hallaban igualadas. Pero a menudo había demasiadas bajas para que un militar estuviese contento. Cualquiera que fuese la opinión de Pears respecto a la situación y el futuro que les esperaba, de ninguna manera iba a permitir la decadencia de su navío autorizando una relajación de la disciplina.
Coronado por las vergas, en que resaltaban las velas aferradas, reluciente en su propio halo de pintura negra y pulimento, el
Trojan
producía una visión capaz de emocionar al más embargado por la duda.
—¿Ha tenido noticias de su padre? —preguntó súbitamente Pears.
—Últimamente no, señor —respondió Bolitho—. No es muy aficionado a escribir.
Pears le miró directamente a los ojos.
—Me dolió mucho la noticia de la muerte de su madre. Tuve el honor de encontrarme con ella en Weymouth. Creo que usted estaba entonces embarcado. Una gran dama. El solo recordarla me hace sentir más viejo.
Bolitho se volvió hacia atrás para mirar el
Trojan
. O sea, que ese era el motivo. O por lo menos uno de ellos. Por supuesto. Supongamos, pensó Bolitho, que el
Trojan
debía entrar en combate y luchar de veras contra otros navíos de su porte y su potencia artillera. Pensó en los oficiales con que Pears contaba para llevar adelante el combate. Probyn, cada día más vago y problemático; Dalyell, alegre pero muy joven, y falto de preparación para ocupar con responsabilidad el puesto de cuarto teniente. Y el pobre Quinn, con sus labios prietos, su constante dolor provocado por la herida, destinado únicamente a tareas suaves y bajo constante vigilancia del doctor. También había que contar con Libby, otro muchacho disfrazado de teniente. Pears tenía razón de sentirse preocupado, reflexionó. Prácticamente, era como si mandase un navío cargado de escolares.
—¿Cuántos hombres ha conseguido traer hoy?
Bolitho abrió los ojos. Pears estaba enterado de todo. Sabía incluso que había ido en misión a tierra.
—Cuatro, señor. —Dicho así en voz alta, el número aparecía aún más ridículo.
—¡Hem! Cuando llegue el próximo convoy quizá haya más suerte. —Pears se removió sobre el almohadón rojo—. Malditos bribones. Marinos de primera, pescadores, y les protege no sé qué tratado del gobierno, y la Compañía de Indias. ¡Por los dientes del diablo, ni que defender la propia bandera fuese un delito! Le juro que conseguiremos hacernos con un puñado de ellos, por más excusas que presenten. —Rió por lo bajo y explicó—: ¡Para cuando sus señorías reciban el pliego de quejas, ya les habremos transformado en servidores de Su Majestad!
Bolitho se volvió para admirar el navío insignia, que aparecía ahora tras el casco de otro buque de guerra fondeado.
Su nombre era
Resolute
; navío veterano en el servicio, pues llevaba veinticinco años en el agua, armaba más de noventa piezas de artillería y era considerado del segundo porte. Viendo el gran número de botes y chalupas que cabeceaban amarrados a sus botavaras, Bolitho dedujo que la recepción era importante. Alzó la mirada para admirar el pabellón, que colgaba perezoso de su mástil de mesana, y se preguntó cómo debía de ser el almirante que les recibía.
Se trataba del contraalmirante Graham Coutts. En cuanto oficial de mayor rango de la escuadra costera, era quien decidía el destino del
Trojan
desde que arribara a Nueva York. Bolitho no había logrado conocerlo y sentía cierta curiosidad. Probablemente, otro Pears, decidió. Duro como una roca, indestructible.
Desvió su atención y estudió con curiosidad profesional la maniobra de acostaje y su entrada en el navío: los infantes de marina que montaban guardia junto al portalón del buque, el brillo del metal, las oleadas de uniformes azules y las cortas y enérgicas voces de las órdenes.
Pears no se había movido de su banco, pero Bolitho advirtió que sus dedos se abrían y se cerraban en nervioso movimiento en torno al mango de su sable, forrado de exótica piel de tiburón; era el primer síntoma de nerviosismo que lograba detectar en su comandante.
El sable en cuestión era un arma de gran categoría; debía de haber costado una pequeña fortuna. Se trataba de un espadín de honor, recibido por Pears como reconocimiento de un acto de gran valor, o más probablemente por una victoria obtenida sobre los enemigos de Inglaterra.
—¡Listos para entrar los remos! —Hogg se ponía de puntillas. Con sus dedos acariciaba la caña del timón mientras su mirada calculaba la trayectoria del acostaje final—. ¡Remos adentro!
Las palas se alzaron al unísono y quedaron quietas en el aire, formando dos perfectas filas, mientras el agua del mar goteaba descuidadamente sobre las rodillas de los remeros.
Pears saludó a sus hombres antes de alzarse, tranquilo, por la escala del costado del navío. Allí se descubrió e hizo los honores a los penetrantes chillidos del saludo ceremonial con que se recibe a un comandante.
Bolitho dejó pasar unos segundos antes de seguirle. Le recibió un teniente de nariz afilada, erguido, con su catalejo sujeto bajo el brazo, que le miró como si acabase de surgir de una porción de queso podrido.
—Es hacia atrás, señor —dijo el teniente señalando con un gesto la toldilla, donde ya Pears buscaba la sombra de las lonas en compañía del capitán de navío encargado del protocolo en el
Resolute
.
Bolitho se detuvo un momento para estudiar el alcázar. Era muy similar al del
Trojan
. Las mismas hileras de cañones batiportados, con la cabuyería de sus aparejos perfectamente azocada en las bitas o adujada sobre las tablas de un blanco inmaculado. Los marineros imparables en sus tareas, un guardiamarina que observaba por su catalejo la llegada de un bergantín, los labios que se movían en silencio a medida que el joven leía una a una las cifras y letras de los gallardetes que servían para dar a conocer el nombre del buque y su comandante.
En el combés, pocos metros más abajo, un marinero reposaba junto a un cabo de infantería, mientras otro guardiamarina hablaba a toda velocidad con un teniente de navío. ¿Alguna falta de disciplina? ¿Se preparaban para azotar a algún hombre, como castigo ejemplar, durante la recepción? Acaso se trataba de una recompensa, un ascenso o una absolución. La escena, tan familiar, podía corresponder a una gran variedad de situaciones.
Suspiró. Muy similar al
Trojan
. Y, al mismo tiempo, por supuesto, completamente diferente.
Bolitho caminó lentamente por detrás de la toldilla; le desconcertó oír, de pronto, el ritmo de la música de una banda, así como risas amortiguadas de hombres y mujeres. Las mamparas que dividían las estancias del almirante habían sido desmontadas y dejaban a la vista un espléndido salón. Un grupo de violinistas tocaba, con muestras de grave concentración, junto a las cristaleras de la popa, abiertas para dejar correr el aire. Lacayos vestidos con casaca roja y cargados de bandejas repletas de copas se abrían paso entre la multitud de oficiales de marina, caballeros civiles y damas. Otros criados montaban guardia tras una mesa y servían vino en las copas tan aprisa como podían.
Pears se había sumergido entre esa masa de gente importante. Bolitho saludó a varios tenientes jóvenes que, como él, parecían estar allí sólo por obligación.
Una silueta alta se separó de la multitud y se acercó a Bolitho, quien reconoció al capitán de navío Lamb, comandante del buque insignia. Era un hombre de mirada firme cuyo semblante podía parecer a primera vista muy severo, incluso inclemente. Pero cuando sonreía, la impresión cambiaba.
—Usted es el señor Bolitho, ¿no es así? —preguntó alargando la mano—. Bienvenido a bordo. Tuve noticia de sus hazañas del mes de marzo pasado; quería conocerle personalmente. Andamos necesitados de hombres de su temple, que hayan vivido acciones de guerra y sepan lo que se cuece en ella. Vivimos tiempos difíciles, aunque por eso también llenos de oportunidades para jóvenes como usted. Si tiene usted la oportunidad, no la deje pasar de largo. Créame, Bolitho, la suerte no llama dos veces.
Bolitho recordó la graciosa goleta, así como el casco panzudo del Thrush. Su oportunidad se escurrió tan fugazmente como había llegado.
—Sígame, le presentaré al almirante —dijo el oficial, quien viendo la expresión de Bolitho enseguida soltó una carcajada—: ¡No se come a nadie!
Se abrieron paso a codazos entre la multitud. Caras encarnadas, voces sonoras. Costaba hacerse a la idea de que a pocas millas de distancia tenía lugar una guerra.
Se acercaron a un grupo de uniformes azules que se apiñaban alrededor de un collar de puntillas doradas. Bolitho gruñó en su interior. Presuntuoso. Lento y majestuoso en sus movimientos. Al fin y al cabo, una nueva decepción.
Pero el capitán de navío apartó con la mano al impresionante oficial y descubrió, tras él, la figura de un hombre que apenas llegaba a la altura de su hombro.
El vicealmirante Graham Coutts tenía más aspecto de teniente de navío que de oficial de alta graduación. Su pelo castaño oscuro colgaba tras la nuca, aferrado en una coleta de estilo muy natural. Sus facciones, más bien jóvenes y sin arrugas, estaban desprovistas de la máscara de autoridad que Bolitho había visto tantas veces en los altos mandos.
El hombre le ofreció la mano:
—Bolitho, ¿no es así? Bien. —Hizo un gesto con la cabeza y sonrió impetuoso—. Un orgullo para mí conocerle. —Llamó a un criado invisible hasta entonces—: ¡Vino, inmediatamente!
Su conversación era fácil.
—Lo sé todo sobre usted. Sospecho que si en vez de su oficial superior hubiese dirigido usted aquel ataque, habrían logrado recapturar el bergantín. —Hizo una pausa y sonrió—. ¡Qué se le va a hacer! Su acción demostró que es posible luchar contra ellos, si existe la voluntad.
El almirante señaló la elegante figura de un hombre vestido de terciopelo azul que, separándose de un grupo ruidoso, paseaba en solitario cerca de la galería de popa.
—¿Ve a ese hombre, Bolitho? —preguntó el almirante en un murmullo—. Sir George Helpman, de Londres. —Curvó el labio en una mueca—: Un «experto» en los problemas que sufrimos aquí. Una persona muy importante. Alguien a quien se escucha y respeta en cualquier circunstancia.
En un instante, el humor relajado desapareció; Coutts se convirtió de nuevo en almirante:
—Puede retirarse, Bolitho. Haga como si estuviese en casa. Hoy la comida es pasable.
Se volvió, y Bolitho le vio saludar con respeto al hombre de Londres. Daba la impresión de que el vicealmirante Coutts no le profesaba mucha simpatía. Su explicación había sonado como un aviso, por más que costase imaginar lo que un teniente de bajo rango pudiese hacer para disgustar a las altas esferas.
Reflexionó sobre Coutts. No se parecía en nada a lo que había esperado. Intentó combatir el sentimiento que surgía en su interior: admiración. Un extraño sentido de lealtad hacia el hombre que había conversado con él un par escaso de minutos. Pero ahí estaba. No cabía combatirla.
Oscurecía ya cuando los huéspedes empezaron a despedirse. Algunos iban tan bebidos que hubo que transportarlos hasta sus botes. Otros andaban sin ayuda pero dando bandazos, con mirada vidriosa, midiendo cada uno de los pasos para no a hacerse daño.
Bolitho esperó en el alcázar, dedicado a observar aquella variedad de civiles y marinos de guerra, damas y militares de infantería que la dotación del
Resolute
empujaba hacia la apiñada flotilla de botes y lanchas de su costado.
Un momento antes había pasado ante un camarote, probablemente el del teniente de protocolo del contraalmirante Coutts. La puerta se hallaba entreabierta, y Bolitho pudo atisbar una instantánea antes de que alguien la cerrase. Era el cuerpo de una mujer desnuda de cintura para arriba; abrazaba la cabeza de un oficial; éste se agarraba a las ropas de la dama como un loco furioso. Y ella reía, feliz, colmada de placer.
Su marido, o su acompañante, probablemente era uno de los que dormían la borrachera en los botes, se dijo Bolitho. Sonrió. ¿Se sentía escandalizado, o simplemente envidioso de nuevo?
Un segundo contramaestre, agobiado por sus numerosas obligaciones, le avisó:
—¡Ahí viene su comandante, señor!
—Entendido. Avisen a nuestra lancha —respondió Bolitho al tiempo que se ajustaba el espadín y enderezaba su sombrero.
Pears apareció acompañado del capitán de navío Lamb. Ambos oficiales se dieron la mano afectuosamente. Pears descendió a la lancha tras los pasos de Bolitho.
En cuanto su casco se hubo abierto paso y navegaba ya en la corriente impetuosa, Pears hizo un único comentario:
—Repugnante, ¿no le parece?
Enseguida se refugió en el silencio y se mantuvo quieto hasta que las portas de cañones del
Trojan
, iluminadas por los fanales de los entrepuentes, aparecieron ya cerca. Entonces añadió con brusquedad: