Con los ojos muy abiertos, los tres nos quedamos al borde del atrio. Quizás hubiese allí, sentadas en el suelo bajo el sol ardiente, unas mil mujeres de todo tamaño, forma, edad y clase. No había toldos. El pórtico situado en el extremo opuesto estaba reservado para los lánguidos eunucos del templo, quienes se ocupaban de impedir que los visitantes se apartaran de las líneas trazadas en el suelo. Todo hombre debe seguir la línea. De otro modo, la confusión sería tremenda. Las mujeres están sentadas entre las líneas.
Es curioso, pero los babilonios rara vez visitan el templo. Supongo que estarán acostumbrados. O quizá sientan algún embarazo al ver a sus esposas, hermanas o hijas sirviendo a la diosa. Afortunadamente, llega de todos los rincones del mundo una cantidad de extranjeros suficiente para ayudar a las mujeres a obtener la bendición de Ishtar.
En fila, Jerjes, Mardonio y yo seguimos una línea que pasaba por entre las mujeres. Nos habían advertido que aquellas que daban la impresión de pasarlo bien eran verdaderas prostitutas, que simulaban servir nuevamente a Ishtar. Aunque a veces son atractivas, conviene evitarlas. Son preferibles las mujeres a las que se ve graves y turbadas, como si de algún modo estuvieran apartadas del cuerpo que ofrendan a la deidad.
La mayoría de los hombres que acuden al recinto sagrado son singularmente poco atractivos; me figuro la alegría que debe representar para, digamos, un panadero contrahecho, el recibir, a cambio de una pieza de plata, la hermosa hija de algún hombre distinguido. Aun para un trío de bellos príncipes persas (estoy aumentando mi rango), la situación era sumamente placentera. Y como además éramos jóvenes, atraíamos muchas miradas suplicantes.
Según la costumbre, para elegir basta con arrojar una pieza de plata al regazo de la mujer. Ella se levanta, coge del brazo al hombre y lo conduce al templo, donde hay cientos de tabiques de madera que crean una serie de celdillas sin puerta. Si encuentran una celdilla libre, se acuestan en el suelo. Si bien los eunucos no alientan a los espectadores, los hombres y mujeres hermosos suelen atraer, aunque durante poco tiempo, considerable público. En tales circunstancias, la precipitación tiende a ser la norma del servicio de Ishtar. Y hay otro motivo: para disimular el omnipresente olor de la sexualidad, es tanto el incienso quemado en los braseros que no sólo el aire estancado es azul opaco, sino que uno mismo puede tornarse azul si se demora excesivamente en la celebración de la diosa.
Mientras la mayoría de los extranjeros se desnudaban por completo, nosotros, decorosos jóvenes persas, nada nos quitábamos, lo que parecía divertir particularmente a los griegos. En un instante, santificamos tres muchachas a las que supusimos de alto rango. No parecían sentirse a disgusto con nosotros. Pero cuando Mardonio le preguntó a la suya si estaría dispuesta a volver a verle, ella replicó gravemente que, en ese caso, sufriría la eterna maldición de Ishtar. Y además, estaba casada. Luego le agradeció cortésmente por lo que había hecho.
La muchacha que yo elegí parecía muy turbada por la situación. Me dijo que se había casado recientemente. En un principio, había pensado en servir a Ishtar cuando aún era virgen, pero su madre la había disuadido. Demasiadas vírgenes babilonias habían padecido experiencias infortunadas a manos de extranjeros brutales. Por eso había aguardado hasta hoy. Y, en suma, estaba contenta. Compusimos nuestras ropas después del breve acto sexual que tanto había divertido a dos rubios hombres del norte que repetían en mal griego:
—¿Cómo pueden hacer nada con toda esa ropa?
Los ignoramos.
—Lo terrible —dijo ella mientras salíamos— es coger alguna enfermedad. Realmente, no hay forma de saber quién te toca. Mi madre me dijo que si se me acercaba un hombre de aspecto sucio, debía hacer muecas y babear como una idiota. Y si veía a alguien agradable, debía sonreír. Y por cierto que me alegro de haberlo hecho.
Me sentí halagado, como ella se proponía. Y afuera, mientras limpiábamos nuestros pulmones del humo aromático que habíamos respirado, me dijo:
—Las mujeres realmente feas deben venir aquí un día tras otro y, a veces, un mes tras otro, esperando que un hombre las compre. He oído contar que alguna familia ha tenido que pagar a un extranjero para que aceptara a la mujer. Eso está mal, por supuesto, y es un acto impío. Pero no tan impío, a los ojos de la diosa, como no hacerlo.
Nos separamos amistosamente. La experiencia fue totalmente dichosa pero, una semana más tarde, advertí que me había contagiado ladillas. Me afeité el vello púbico, algo que siempre he hecho desde entonces.
En los alrededores del templo de Ishtar hay casas de prostitución de carácter secular y no religioso. Habitualmente, estos establecimientos se encuentran encima de las tiendas de vino o cerveza. Casi todos pertenecen a mujeres. En verdad, las mujeres de clase baja de Babilonia son más libres que todas las demás mujeres del mundo. Pueden tener propiedades. Hacen gran parte de la compra y venta en el mercado. Hasta las he visto trabajar junto a los hombres en los hornos de ladrillo y extrayendo fango de los canales.
Después de abandonar el templo de Ishtar, encontramos a un edecán del sátrapa Zopiro. Fue nuestro guía mientras, a una distancia discreta, los guardias de Jerjes vigilaban.
En Babilonia, las avenidas principales son paralelas. Las calles más pequeñas las cortan en ángulo recto. He visto ciudades semejantes en la India y en Catay, pero en ningún otro lugar. El efecto es espléndido, particularmente cuando uno se detiene a la sombra del zigurat, y mira la larga y bulliciosa avenida hasta donde finaliza, en una baja puerta de hierro que señala la ribera del río.
Una de las avenidas estaba llena de enfermos. Apenas nos vieron, empezaron a gritar sus síntomas. El guía explicó:
—Los babilonios no confían en los médicos. Las personas enfermas vienen aquí. Cuando ven a alguien que les parece sabio, le cuentan su enfermedad. Y si él sabe de algo que pueda curarla, lo discute con ellos.
Mientras mirábamos, una buena cantidad de personas se detuvo a conversar con los enfermos, a hablarles de hierbas o raíces que podrían resultar eficaces.
—Demócedes se escandalizaría —observó Jerjes—. Piensa que la medicina es un arte.
—De hechicería, probablemente.
Mardonio hizo una señal para ahuyentar el mal.
Al pie de la ancha escalera que lleva hasta la cumbre de la Casa de los Cimientos del Cielo y la Tierra nos recibió el gran sacerdote de Bel-Marduk. Era un hombre de mal genio a quien los príncipes persas no impresionaban. Los Grandes Reyes van y vienen; los sacerdotes de Bel-Marduk son eternos.
—En el nombre de Bel-Marduk, acercaos.
El anciano extendió las manos hacia nosotros. Cuando Mardonio se dispuso a cogerlas, fueron retiradas de inmediato. Nuestro guía no nos explicó qué se esperaba que hiciéramos. No creo que lo supiera. El gran sacerdote pronunció un incomprensible discurso en la antigua lengua de los babilonios. Luego, bruscamente, en el primer nivel del zigurat, nos abandonó.
Mil escalones llevan hasta la cima de la Casa de los Cimientos del Cielo y la Tierra. En la mitad nos detuvimos, sudando como caballos. Debajo estaba la ciudad, exactamente encuadrada por las altas murallas, y dividida en dos por el oscuro río que penetra en ella por entre orillas fortificadas. Como un espejismo, la verde nube de los jardines colgantes flota sobre el polvoriento castaño oscuro del ladrillo.
El guía nos explicó el intrincado sistema de canales que no sólo irriga las tierras más ricas del imperio persa, sino que facilita el transporte. El agua que va hacia donde uno desea constituye la forma más barata de viajar, aunque sea en una barca circular babilonia. A propósito: ningún babilonio me ha podido explicar nunca por qué las barcas son no sólo redondas, sino también notablemente ineficientes.
Respirando hondo, continuamos hasta la parte superior del zigurat, donde dos centinelas montaban guardia ante la puerta de un pequeño templo de ladrillo amarillo brillante.
—¿Qué es esto? —preguntó Mardonio.
—El altar de Bel-Marduk. —El guardia parecía poco dispuesto a decir más.
En mi carácter de autoridad religiosa, pregunté qué había en el interior.
—Después de todo —dije, sin la menor ingenuidad—, si hay alguna clase de imagen de dios, debemos honrarla apropiadamente. —Zoroastro se hubiese horrorizado al oír a su nieto hablar con tanto respeto de un deva. Por otra parte, hubiera aprobado mi insinceridad. Siempre decía que no vivimos en un mundo hecho por nosotros.
—No hay ninguna clase de imagen. Ya habéis visto la única imagen verdadera de Bel-Marduk.
Por la mañana, el guía nos había llevado hasta el gran templo, donde había una enorme estatua de un hombre, de oro macizo, junto a una mesa, también de oro macizo, donde pusimos flores como estaba prescrito. La mano derecha de la estatua era más suave y brillante que el resto, porque ésa era la mano que los reyes de Babilonia habían cogido obligadamente con las propias durante no se sabe cuántos siglos. En voz baja, dije una plegaria al Sabio Señor, pidiendo que el ídolo fuera derribado. Veinte años más tarde, la plegaria fue atendida.
Las evasivas del guía acerca del altar situado en lo más alto del zigurat excitaron a tal punto nuestra curiosidad que Jerjes dijo finalmente:
—Entraremos.
Como no cabe discutir con el heredero del Gran Rey, nuestro guía habló con los guardias. Sombríamente, abrieron la puerta del altar y penetramos en una habitación sin ventanas, agradablemente fresca después de la larga ascensión. Una sola lámpara suspendida revelaba el único mueble de la habitación: una gran cama.
—¿Quién duerme aquí? —preguntó Jerjes.
—El dios Bel-Marduk. —El guía parecía disgustado.
—¿Lo has visto alguna vez? —pregunté.
—No. Por supuesto que no.
—\1\2lo ven los sacerdotes?
Preguntas así siempre me interesan.
—No lo sé.
—Y entonces —dijo Mardonio—, ¿cómo sabéis que el dios duerme verdaderamente en esta cama?
—Nos lo han dicho.
—¿Quiénes? —Jerjes miró fijamente al hombre con todo el gris de su mirada aqueménida. El efecto es muy intranquilizador.
—Las mujeres, señor —susurró el guía—. Todas las noches, al ocaso, traen aquí una mujer distinta, elegida por Ishtar, la esposa de Bel-Marduk. A medianoche, el dios se presenta ante la mujer en esta habitación y la posee.
—¿Qué apariencia tiene el dios?
Yo tenía auténtica curiosidad.
—Las mujeres no lo pueden decir. No se atreven a hacerlo. Guardan eterno silencio. Ésa es la ley.
—Una ley excelente —observó Jerjes.
Cuando regresamos al palacio nuevo, Mardonio ordenó al gobernador de la ciudad que hiciese comparecer a los dos sacerdotes que atendían el altar superior en la Casa de los Cimientos del Cielo y la Tierra.
Cuando los sacerdotes vinieron, Jerjes preguntó:
—¿Quién se presenta realmente ante la mujer del altar?
—El mismo Bel-Marduk, señor —contestaron los sacerdotes al unísono.
Repitieron esto tres veces, y Mardonio pidió una cuerda de arco de las que sirven para estrangular a una persona en un instante. Al preguntarlo por cuarta vez, supimos que cada noche de la semana Bel-Marduk era representado por un sacerdote diferente.
—Exactamente lo que pensé. —Jerjes estaba contento—. Esta noche —agregó con generosidad— aliviaré de su tarea a un sacerdote. Yo seré Bel-Marduk.
—Pero no eres sacerdote.
Los guardianes del zigurat estaban horrorizados.
—Puedo representar a Bel-Marduk tan bien como cualquier sacerdote. Es una mera cuestión de disfraz, ¿no es verdad?
—Pero el sacerdote es Bel-Marduk. Se convierte en el dios. El dios entra en él.
—Y él, a su vez, entra en la muchacha. Sí. Ya comprendo. Se crea un circuito de absoluta santidad. —Jerjes era muy competente para este tipo de cosas—. No dudéis que el dios entrará también en mí. Después de todo, y os lo digo en confianza, para que os sintáis seguros, mi padre ha cogido las manos de Bel-Marduk.
—Aun así, sería un sacrilegio, señor príncipe.
—Aun así, es mi voluntad.
Jerjes dijo luego que Mardonio y yo le acompañaríamos al altar. Aunque los sacerdotes estaban espantados, nada podían hacer. Reptando sobre sus vientres, nos pidieron que al menos simuláramos ser dioses. Jerjes se vestiría de Bel-Marduk, el amo de todos los dioses; Mardonio aparecería como el dios del sol, Shamash, y yo me disfrazaría del dios de la luna, Nanar, un deva adorado en Ur. Luego, los sacerdotes nos imploraron que no habláramos con la mujer, sin duda porque Bel-Marduk nunca habla en persa con sus novias babilonias.
Éste es un momento tan bueno como cualquier otro para recordar que los babilonios adoran a sesenta y cinco mil dioses. Como sólo el gran sacerdote conoce los sesenta y cinco mil nombres, debe pasar gran parte de su tiempo enseñando los nombres a su sucesor.
Poco antes de medianoche subimos a lo alto del zigurat. Nuestros trajes nos esperaban. Los guardianes nos ayudaron a vestirlos. Debían haber sido especialmente seleccionados para el sacrilegio, porque tenían muy buen humor, no como los hoscos guardianes de la mañana.
Yo llevaba en la cabeza el disco de plata de la luna llena, y una vara que terminaba en una media luna creciente. Mardonio estaba coronado con el disco solar. Jerjes, cubierto de cadenas de oro, tenía una corta hacha dorada, indispensable para el jefe de sesenta y cinco mil dioses turbulentos.
Cuando estuvimos listos, los guardias abrieron la puerta del altar y entramos. En la cama había una muchacha más joven que nosotros. Era extremadamente hermosa, de pelo negro como la obsidiana y piel blanquísima, un estilo típicamente babilonio. Estaba desnuda debajo de una sábana de lino como las que se emplean para envolver los cadáveres. Después de una aturdida mirada a los tres dioses supremos de Babilonia vimos el blanco de sus ojos. Se desvaneció.
En voz baja discutimos qué hacer. Mardonio pensaba que la muchacha reviviría si Jerjes se acostaba a su lado. Jerjes estaba de acuerdo en honrarla con su cuerpo. Me encomendaron retirar la sábana, lo cual hice. La chica no sólo tenía bellas formas; además, se había desmayado, en la más atractiva de las poses.
Jerjes se acercó alegremente a la cama.
—Los babilonios hacen el amor sin ropas —dijo con picardía Mardonio.