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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (18 page)

BOOK: Creación
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Los griegos tenían gran fe en sus confusos y, a veces, corrompidos oráculos. Es posible que el rey espartano creyese en un oráculo que siempre había favorecido a la familia de Pisístrato. Pero me parece más probable que no congeniara con los terratenientes de Atenas, conducidos en aquel momento por uno de los alcmeónidas malditos, llamado Clístenes, cuyo fervor por la democracia ciertamente no haría feliz a un rey espartano muy convencional. En todo caso, Cleomenes reunió un congreso de representantes de todos los estados griegos, en Esparta. Cleomenes atacó a Clístenes. A propósito: he sabido que Cleomenes hubiese aceptado como tirano al aristócrata Iságoras; y, en verdad, a cualquiera, con excepción de Clístenes.

Hipias se defendió con elocuencia. Pero los demás griegos no se convencieron, y se negaron a constituir una liga contra Atenas, con un motivo sensato: como temían al ejército espartano, tampoco deseaban un gobierno proespartano en Atenas. Era tan sencillo como esto. Pero los griegos rara vez son directos. El representante de Corinto fue particularmente sutil. Denunció ante Hipias a todos los tiranos, los buenos y los malos. Derrotados en la votación, los espartanos se vieron obligados a jurar que no fomentarían la rebelión en Atenas.

—En ese punto, Gran Rey, dije al congreso que me sentía en el deber de advertir a los corintios, como estudioso de los oráculos durante toda mi vida, que su ciudad seria aplastada a su tiempo por la misma facción que sostenían en Atenas.

La profecía de Hipias se cumplió. Pero cualquiera que conozca el voluble carácter griego puede suponer que, más tarde o más temprano, dos ciudades vecinas disputarán entre sí, que la más fuerte derrotará a la más débil y que, aunque no desvíe un río sobre sus ruinas —como hizo Crotona con Síbaris—, ensombrecerá tanto la reputación de la ciudad derrotada que jamás se sabrá la verdad de la guerra. Con toda espontaneidad, los griegos siguen a la Mentira. Está en su naturaleza.

—Gran Rey, si apoyaras la restauración de nuestra casa, Esparta te ayudaría. Abjuraría de lo que ha dicho. Seguiría al rey Cleomenes. Y los usurpadores, que también son tus enemigos, serían arrojados de la ciudad que su impiedad ha manchado.

Hipias se interrumpió. Darío asintió. Hipias se sentó. Darío hizo un gesto a Datis. El comandante general estaba bien preparado. Habló rápidamente y, al mismo tiempo, Demócedes tradujo a Hipias las palabras vertidas en persa con acento medo.

—Tirano —dijo Datis—: según la ley espartana, hay ya dos reyes. Poseen igual rango. Uno de los reyes de Esparta favorece tu restauración. El otro no. Antes de una campaña militar, se echa a suertes quién conducirá el ejército. ¿Qué ocurriría si el comando espartano en la guerra contra Atenas no fuese entregado a tu aliado, el rey Cleomenes, sino a tu enemigo, el rey Demarato?

La respuesta de Hipias estaba igualmente bien preparada.

—Hay, general, dos reyes en Esparta, como has dicho. Uno me apoya y el otro no. El que no me apoya dejará de ser rey en breve plazo. Lo ha dicho el oráculo de Delfos.

Hipias miraba el suelo mientras esto se traducía. Darío mantenía su expresión pétrea. Como a todos nosotros, los oráculos griegos no le importaban mucho. Había creído en demasiados.

Hipias concretó.

—Demarato será depuesto en Esparta porque es ilegítimo. El mismo Cleomenes me ha dicho que posee las pruebas.

Cuando Darío escuchó la traducción, sonrió por primera vez.

—Me interesaría saber —dijo suavemente— cómo se puede probar o desmentir la legitimidad treinta años después de la concepción.

La versión de Demócedes fue algo menos ruda que la broma de Darío. Pero, es curioso, se demostró que Hipias estaba absolutamente en lo cierto. Se probó que Demarato era ilegítimo, y fue depuesto. Se dirigió inmediatamente a Susa, donde sirvió lealmente al Gran Rey, y a Lais. Cleomenes murió poco después, completamente loco. Incapaz de dejar de morderse a sí mismo, se desangró hasta la muerte. A Demarato le encantaba describir el extraño fin de su enemigo.

Darío dio una palmada, y el copero le llevó un jarro de plata que contenía agua, hervida, del río que pasa junto a Susa. Esté donde esté, el Gran Rey bebe agua del Choaspes, que jamás le ofrece a nadie. Y sólo vino de Helbon, y trigo de Assis, y sal del oasis de Ammón. No sé cómo comenzaron estas costumbres. Probablemente sean heredadas de los reyes de Media, a quienes los aqueménidas imitan en tantas cosas.

Mientras Darío bebía, observé que Demócedes estudiaba cuidadosamente a su paciente. Una sed constante es inicio de fiebres epidémicas. Darío siempre bebía cantidades de agua, y con frecuencia estaba afiebrado. Pero era un hombre robusto y podía soportar toda clase de duros trabajos en campaña. Sin embargo, en todas las cortes del mundo hay una pregunta constante, jamás expresada: ¿cuánto tiempo más vivirá el monarca? Aquel día de invierno, en el pabellón de caza del camino a Pasargada, a Darío le restaban trece años de vida, y no teníamos por qué atender particularmente a la cantidad de agua que bebía. Darío se secó la barba con el dorso de su mano gruesa, cuadrada, cubierta de cicatrices.

—Tirano de Atenas —empezó. Y se detuvo. Demócedes también empezó a traducir y se interrumpió. Darío había hablado en griego.

Darío alzó la vista hacia las vigas de cedro que sostenían el techado lleno de rendijas. Frías corrientes de aire silbaban. Aunque los nobles montañeses persas no debían inquietarse por las temperaturas extremas, todos los presentes se estremecían, excepto Darío, muy abrigado.

El Gran Rey improvisaba, algo que yo nunca le había visto hacer, puesto que únicamente había estado ante él en ocasiones ceremoniales, en que las preguntas y respuestas estaban tan ritualizadas como las antífonas sagradas de mi abuelo.

—Lo primero es el norte —dijo—. Allí está el peligro. Allí murió mi antepasado Ciro, combatiendo contra las tribus. Por eso fui hasta el Danubio, y hasta el Volga. Por eso maté a todos los escitas que encontré. Pero ni siquiera el Gran Rey puede encontrarlos a todos. Aún están allí. Las hordas están esperando. Esperan el momento de dirigirse al sur. Si esto ocurre durante mi época, volveré a matarlos, pero… —Darío se interrumpió. Tenía los ojos cerrados, como si examinara un campo de batalla. Quizá volviese a vivir su derrota— ahora se puede usar la palabra exacta— en los bosques de Escitia. Si Histieo no hubiera impedido que los jonios quemaran el puente entre Asia y Europa, el ejército persa habría perecido. Darío nunca dejaba de agradecer a Histieo. Y tampoco dejaba de desconfiar de él. Creía por eso que Histieo era menos peligroso como huésped que en un hogar de Mileto. Como se demostró posteriormente, estaba en un error.

Yo podía ver la ansiedad de Histieo por recordarnos su papel crucial en la guerra escita, pero no se atrevía a hablar mientras no le dieran permiso. En cambio, Artafrenes, el hermano del Gran Rey, tenía derecho a hablar en los consejos cuando lo deseara.

Todo ello era para mí muy revelador. Por lo pronto, comprendí que si bien había crecido en la corte, nada sabía sobre la forma en que realmente era gobernada Persia. Cuando Jerjes me hablaba de su padre, sólo decía frases convencionales. Hystaspes murmuraba a veces algo acerca de su hijo, y esto era todo.

Sólo en el consejo del pabellón empecé a comprender qué y quién era Darío, y aun en su ancianidad —ahora tengo edad suficiente para ser su padre en aquel momento— pude vislumbrar algo del joven osado e ingenioso que derribó al así llamado usurpador Mago y se convirtió en amo del mundo conservando la lealtad de los seis nobles que le ayudaron a conseguir el trono.

Darío indicó al copero que se retirara. Luego se volvió a Artafrenes. Los hermanos no se parecían en nada. Artafrenes era una versión algo más tosca de su padre Hystaspes.

—Hermano y Gran Rey. —Artafrenes inclinó la cabeza. Darío parpadeó: era suficiente. Cuando los jefes de los clanes persas se reúnen, la verdadera sustancia del debate es, con frecuencia, lo que no se expresa con palabras. Años más tarde, Jerjes me dijo que Darío disponía de una amplia variedad de gestos para comunicar su voluntad. Lamentablemente, no le vi lo suficiente para aprender ese código indispensable.

Artafrenes comenzó:

—Creo que Hipias es nuestro amigo, como lo fue su padre, a quien concedimos el mando de Sigeo. Creo que nos interesa la restauración de la casa de Pisístrato en Atenas.

La cara de Tesalo mostraba alegría. La de Hipias era tan impasible como el rostro de Darío. Era un hombre prudente, acostumbrado a las decepciones.

Artafrenes no escatimó una nueva, al cambiar bruscamente de tema.

—Hace dos semanas recibí en Sardis a Aristágoras de Mileto.

Histieo estaba sentado muy erguido. Sus pequeños ojos negros estudiaban cada gesto del sátrapa.

—Como bien sabe el Gran Rey —ésta era la frase empleada en la corte para referirse a algo que el Gran Rey ignoraba, había olvidado o no quería saber—, Aristágoras es el sobrino y yerno del leal amigo y aliado que hoy nos honra con su presencia. —Artafrenes indicó a Histieo con un gesto de la mano derecha—. El tirano de Mileto, que prefiere la compañía del Gran Rey a su país natal.

Creo que Darío sonrió en ese instante. Pero su barba era muy tupida y no puedo estar seguro.

—Aristágoras actúa en Mileto en nombre de su suegro —continuó el sátrapa—. Se declara tan leal a nosotros como el tirano mismo. Le creo. Después de todo, el Gran Rey jamás ha dejado de apoyar a los tiranos de las ciudades griegas que le pertenecen. —Artafrenes se interrumpió. Se volvió hacia Darío. Ambos cambiaron una mirada. ¿Un código de alguna clase?

Darío continuó:

—Aristágoras goza de nuestro afecto. —Sonrió a Histieo—. Porque goza del tuyo, y eres nuestro amigo.

Histieo interpretó que podía hablar. Se puso de pie.

—Gran Rey, mi sobrino es un guerrero de nacimiento. Es un comandante naval de probado valor.

La historia del mundo podría haber cambiado si, en aquel momento, alguien hubiese preguntado cómo y dónde y cuándo Aristágoras había demostrado alguna competencia como jefe militar.

Sé ahora que Histieo y Artafrenes se habían puesto de acuerdo. En aquel momento era sólo un joven inexperto con una borrosa idea de la situación de Atenas, Mileto y Sardis, por no hablar de su importancia. Sabia que la política persa consistía en apoyar a los tiranos griegos. Y también que nuestros tiranos favoritos eran constantemente arrojados al exilio por los nuevos mercaderes en combinación con la nobleza, si es posible usar esta palabra para describir alguna clase griega. En este país, para ser noble, basta con poseer dos caballos y una cabaña junto a un olivo.

—Aristágoras cree que la isla de Naxos es vulnerable —dijo el sátrapa—. Si el Gran Rey le concede una flota, jura que agregará Naxos a nuestro imperio.

Recordé súbitamente el día en que Demócedes e Histieo habían hablado de Naxos, años antes, en Ecbatana; y, pese a mi escasa experiencia, establecí de inmediato la conexión.

—Cuando nos apoderemos de Naxos, controlaremos toda la cadena de islas llamadas Cícladas. Y cuando esto ocurra, el Gran Rey será señor del mar, tanto como señor de todas las tierras.

—Soy señor del mar —repuso Darío—. Soy dueño de Samos. El mar es mío.

Artafrenes tomó una actitud servil.

—Me refería a las islas, Gran Rey. Ya eres todopoderoso. Pero necesitarás las islas si quieres aproximarte, paso a paso, al continente griego, para que nuestros amigos vuelvan a reinar en Atenas.

Delicadamente, Artafrenes había conectado la aspiración de Aristágoras, de conquistar Naxos, con la restauración de la casa de Pisístrato, razón ostensible del consejo.

Hubo un largo silencio. Pensativo, Darío arregló y volvió a arreglar su pesado manto de lana. Finalmente habló.

—El comercio con nuestras ciudades griegas no es bueno. Los astilleros están ociosos. La recaudación de impuestos disminuye. —Darío miró la disposición de las lanzas en la pared que tenía al frente—. Cuando Síbaris cayó, Mileto perdió el mercado italiano. Es un asunto serio. ¿A quién le venderá Mileto la lana que los italianos compraban? —Darío miró a Histieo.

El tirano respondió:

—No hay un mercado comparable en ninguna otra parte. Por eso afeité mi cabeza cuando Síbaris desapareció bajo las aguas.

Me sorprendió que Darío supiera algo sobre un tema tan prosaico como el comercio de lanas milesio. Descubriría más tarde que Darío pasaba la mayor parte de sus días ocupándose de rutas comerciales, mercados, negocios. Había cometido el error común de pensar que el Gran Rey era igual en público que en privado, que siempre era hierático, pomposo, espiritual. Lo cierto era lo contrario.

Por cierto, en esa fría habitación del pabellón de caza, Darío había hablado de un asunto inadvertido por todos sus consejeros. Ellos deseaban convertirlo en el señor del mar; él quería revitalizar las industrias, en ese momento poco activas, de las ciudades jonias de Asia Menor. Darío siempre prefirió el oro a la gloria, sin duda, por el excelente motivo de que siempre se puede comprar la segunda con el primero.

—¿Cuántos barcos se necesitan —preguntó— para la conquista de Naxos?

—Aristágoras estima que puede tomar Naxos con cien naves de guerra. —Artafrenes hablaba con precisión. Nunca le faltaban palabras. Parecía conocer siempre la respuesta correcta a cualquier pregunta. Era también absolutamente incompetente, como lo demostrarían los hechos por venir.

—Con doscientos barcos —agregó Darío— podrá convertirse en el señor del mar. En mi nombre, por supuesto. —Ahora, la sonrisa de Darío era claramente visible. Y encantadora.

—Juro que te servirá como yo lo he hecho y lo hago, Gran Rey. —Histieo decía la verdad, como lo demostrarían también los hechos por venir.

—Estoy seguro de ello. —Darío ordenó a continuación—: Se deben construir cien nuevas trirremes en los astilleros de nuestras ciudades jonias. Han de estar terminadas para el equinoccio de primavera. Irán a Mileto, donde se les unirán cien nuevas de nuestra flota samia. Nuestro hermano, el sátrapa de Lidia, velará por la ejecución de este plan.

—Serás obedecido en todo, Gran Rey. —Artafrenes pronunció la respuesta ceremonial. Tuvo cuidado de no demostrar que estaba encantado. Y por otra parte, Histieo resplandecía obviamente de placer. Sólo los atenienses parecían tristes: hay un largo camino de Naxos a Atenas.

—Pondremos la flota bajo el mando de nuestro más leal almirante…

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