Creación (38 page)

Read Creación Online

Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

BOOK: Creación
7.38Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Este día verá la reunión de los arios de la lejana Persia y los arios de Magadha.

—Reflejas, señor, como el Gran Rey Darío, la verdadera luz de los arios; me siento feliz de ser el humilde puente entre los dos brillantes señores de todo el mundo.

Yo había estudiado de antemano este disparate, y muchos más que podemos ignorar sin gran desperdicio. Lo único que importaba era dar la nota justa, es decir, pretender que Persia y Magadha estaban ahora unidas contra la federación de repúblicas y, si era necesario, contra Koshala.

Flanqueado por Bimbisara y Ajatashatru, entré en la tienda. Ardían en el interior lámparas de plata. Las flores eran un millar de millares. Observa, Demócrito, que estoy pensando en este momento en ese florido dialecto indio y traduciendo mis pensamientos al pétreo griego. Los estilos de ambas lenguas son totalmente diferentes, aunque muchas palabras se asemejen. Había una cantidad de guirnaldas de flores, y el aire encerrado olía a sándalo y a jazmín.

El suelo estaba cubierto con tapices de Catay. Uno era notablemente hermoso: un dragón azul sobre un cielo blanco. Más tarde, cuando Ajatashatru preguntó a su hija qué objeto deseaba más, ella respondió que ese tapiz. Él lloró de alegría. Nada, declaró, le haría más feliz que ver el tapiz del dragón en la casa de su hija favorita. Pero jamás tuvimos el tapiz. Se trataba de una felicidad de la que tendía a privarse.

La tienda estaba dividida en dos partes por una cortina rosada. En nuestro sector, los brahmanes canturreaban pasajes de los textos védicos. Evocaban, con infinita extensión, el amor perfecto de Rama y Sita. Me divertía observar que los nobles ni siquiera fingían escuchar. Estaban demasiado ocupados en examinar las vestiduras y pinturas de los demás.

Finalmente, el gran sacerdote de Magadha encendió un brasero. Tres brahmanes se acercaron. Uno traía un cuenco de arroz, otro uno de ghee, el tercero uno de agua.

Hacía tanto calor en la tienda que yo alcanzaba a percibir cómo el árbol pintado en mi pecho perdía sus hojas. Sudaba como Ciro decía siempre que debía sudar un soldado persa antes de que se le permitiera probar su única comida del día.

Oíamos las voces de las mujeres cantando mantras al otro lado de la cortina. Luego, el rey Bimbisara susurró algo al gran sacerdote. Un momento después, se alzó la cortina y las damas de la familia real aparecieron ante los hombres.

Mi primera impresión fue que sus tocados eran casi tan altos como ellas mismas. Mi esposa me dijo más tarde que, como a veces lleva un día y una noche hacerlos, la mujer así adornada debe dormir sobre una mesa inclinada para no echar a perder la obra de arte creada para ella.

Entre la vieja reina y la esposa principal de Ajatashatru había una jovencita bella y pequeña. Podía tener tanto seis como veintiséis años. Tenía pintado entre las cejas el punto rojo que encanta a las mujeres de la India. Estaba vestida con sencillez, como una virgen.

Durante un momento, los hombres miraron a las mujeres, que simulaban no mirarlos. Observé, complacido, que ambos sexos llevaban el pecho cubierto, un homenaje a la modestia aria original, tan eficazmente socavada por el lánguido clima de la llanura del Ganges.

Finalmente, el gran sacerdote se movió. Cogió de manos de una criada un cesto de arroz sin cocer y dejó caer siete montoncillos sobre el tapiz. Mientras tanto, Ajatashatru atravesaba la línea divisoria entre los hombres y las mujeres. Cuando cogió a su hija de la mano, Varshakara me empujó suavemente.

—Ve a su lado —murmuro.

Me reuní con el padre y la hija junto al fuego sagrado. Había aprendido las respuestas que debía dar. Afortunadamente, eran pocas.

—Ciro Espitama —dijo Ajatashatru—, guerrero ario, embajador del rey de Persia, recibe a mi hija, Ambalika, y promete que observarás los votos arios, que le darás riqueza y placer.

Dije que lo haría tan bien como pudiera. Luego Ajatashatru ató el extremo de mi prenda superior al chal de Ambalika. Así unidos, Ambalika y yo alimentamos el fuego con arroz y ghee. Hallé agradable esta parte de la ceremonia, porque estábamos con el hijo del Sabio Señor en un lugar sin sol. Cogí de la mano a la muchacha y giramos en torno del fuego hasta que alguien colocó, delante de ella, una pequeña piedra de molino. Ambalika se paró sobre la piedra un instante. Ignoro todavía qué significaba esa piedra de molino.

Con nuestras ropas incómodamente anudadas, dimos siete pasos, cuidando de que los pies de ambos descansaran un momento en cada uno de los siete montones de arroz. Sé qué representaban: las siete diosas madres de la India pre-aria. Esas mujeres son eternas y ubicuas.

Cuando terminamos de saltar sobre el tapiz del dragón, el sumo sacerdote nos salpicó con agua. Estaba lo bastante fresca como para que yo recordara cuánto calor tenía. Y eso fue todo. Ya estábamos casados.

El matrimonio no debía consumarse hasta que hubiésemos dormido juntos tres noches. Me explicaron entonces el origen de esa estricta abstinencia, pero lo he olvidado. También debíamos, la primera noche en nuestra casa, contemplar juntos la estrella del norte; así recuerda la reciente pareja aria que las tribus llegaron del norte… y quizás que al norte han de volver un día.

Me gustó Ambalika. Estaba preparado para que no me gustara. Después de todo, me he preocupado siempre por esperar lo peor en la vida; y el hecho de que alguna vez se frustre esa expectativa es una fuente de oscura satisfacción.

Era casi medianoche cuando se marcharon los últimos asistentes a la boda. Mi suegro estaba muy embriagado.

—Querido —lloriqueó—, estas lágrimas se deben a un dolor incomparable: el de saber que nunca, nunca más en mi vida tendré una alegría tan perfecta.

Mientras parpadeaba, la pintura negra de sus pestañas penetró en sus ojos, ocasionando verdaderas lágrimas de dolor. Ajatashatru frunció el ceño y frotó sus ojos con el dorso de una mano resplandeciente de diamantes.

—Oh, mi querido más querido: trata bien al loto de mi corazón, a la favorita entre todos mis hijos. —Con un revoloteo de ropas perfumadas y joyas centelleantes, la familia real se marchó y me dejó solo con mi primera mujer.

La miré, preguntándome qué decir. Pero no tenía por qué preocuparme. Ambalika había sido exquisitamente educada en las habitaciones de las mujeres. Era como una dama mundana que hubiese pasado medio siglo en la corte.

—Creo —dijo ella— que, cuando hayas encendido el fuego sagrado, deberíamos subir al terrado a mirar la estrella del norte.

—Por supuesto. El fuego es sagrado también para nosotros —respondí.

—Ah. —Ambalika jamás mostraría el menor interés por Zoroastro o por el Sabio Señor. Pero le fascinaban los cuentos de la corte de Persia.

Encendí el fuego en un brasero. La media docena de criados que se había presentado a trabajar más temprano había dejado todo preparado. Eran, ostensiblemente, el regalo de la vieja reina. En realidad, eran todos miembros del servicio secreto. ¿Cómo lo sabia? Cuando un sirviente es, en Magadha, eficaz y obediente, es un agente secreto. Los demás son perezosos, deshonestos y alegres.

Juntos trepamos al terrado por una temblorosa escalera.

—Termitas —dijo suavemente Ambalika—. Mi amo y señor, tendremos que matarlas con humo.

—¿Cómo sabes que son termitas?

—Es una de las cosas que debemos saber —respondió con cierto orgullo—. La vieja reina, que realmente las conoce, me enseñó las sesenta y cuatro artes. Es de Koshala, donde se considera que las mujeres deben saber estas cosas. Magadha es diferente. Aquí sólo le enseñan las artes a las prostitutas. Y es una pena, porque más tarde o más temprano los maridos encuentran aburridas a sus mujeres, las encierran y se van a pasar los días y las noches a las casas de las prostitutas, que son absolutamente encantadoras. Una de mis criadas trabajó con una de ellas y me dijo: «Piensas que tus habitaciones son bonitas… pero espera a ver la casa de Tal». Naturalmente, tendría que esperar toda la vida, porque jamás podría visitar a una persona así. Pero los hombres pueden. Aunque, de todos modos, espero que no empieces a recorrer sus casas hasta que yo sea bastante vieja.

En el terrado de la casa habían colocado una tienda. A la luz de la luna creciente podíamos ver las cinco suaves colinas de la ciudad antigua.

—Allí está la estrella del norte. —Ambalika me cogió de la mano y juntos miramos eso que Anaxágoras cree una roca, y yo pensé, como hago con frecuencia, ¿de dónde hemos venido todos? ¿Dónde se reunieron primeramente los arios? ¿En los bosques, al norte del Volga? ¿En las grandes llanuras de Escitia? ¿Y por qué nos dirigimos al sur, a Grecia, a Persia, a la India? ¿Y quiénes eran esos pueblos de pelo negro que encontramos en las ciudades de Sumeria y de Harapa, y de dónde habían venido? ¿O acaso habían brotado simplemente de la tierra, como las flores de un loto en el momento de la floración?

Demócrito quiere saber por qué el loto es sagrado para los pueblos de oriente. Esta es la razón: cuando el loto se abre paso desde el fango hasta la superficie del agua, forma una cadena de capullos. Apenas un capullo pasa del agua al aire, se abre, florece, y muere, y es reemplazado por el siguiente capullo de una serie interminable. Sospecho que si alguien meditara acerca del loto durante el tiempo suficiente, se le ocurriría la idea de la muerte y el renacimiento simultáneos. Por supuesto, también puede haber ocurrido lo contrario; un creyente en la reencarnación bien podría haber pensado que el loto reflejaba la cadena del ser.

Después de contemplar debidamente la estrella del norte, entramos en nuestra tienda. Me quité el chal. El árbol de mi pecho apenas había sobrevivido al diluvio de mi sudor.

Ambalika miraba fascinada.

—Debe de haber sido un árbol hermoso.

—Lo era. ¿Tienes tú un árbol?

—No. —Se quitó el chal. Como yo no compartía la pasión de su padre por las niñas, me alivió descubrir que era una muchacha totalmente desarrollada. Alrededor de sus pequeños pechos habían dibujado hojas y flores. Más abajo, sobre su ombligo, un pájaro de rostro blanco extendía sus alas rojas—. Éste es Garuad —dijo, dándose una palmadita—. El ave sol. Vishnú cabalga en él. Trae buena suerte, excepto a las serpientes. Es enemigo de todas las serpientes.

—Mira —respondí, y le mostré mis piernas con serpientes.

Ambalika tenía una risa fresca y natural.

—Eso significa que, si no obedeces nuestras leyes, mi Garuda destruirá tus serpientes.

Yo estaba algo inquieto.

—¿Debemos acostarnos juntos tres días sin hacer el amor?

Ambalika asintió.

—Tres días. Pero no te parecerá largo. Sabes, conozco las sesenta y cuatro artes. Bueno, la mayor parte. Podré entretenerte. Mira que no soy una experta en ninguna. Quiero decir, no soy una prostituta. Puedo tocar el laúd e improvisar. Bailo muy bien. Canto, no tan bien. Puedo representar las obras antiguas, eso sí, muy bien, especialmente en el papel de dioses como Indra. Prefiero las partes de los semidioses. También sé escribir poesías que saco de mi cabeza, aunque no en el momento mismo, como hace la vieja reina. Y no puedo esgrimir con la espada o el bastón, aunque no tiro mal con el arco. Hago flores artificiales que tomarías por verdaderas. Y también guirnaldas de ceremonias, y sé arreglar las flores…

Ambalika describió los diversos grados de capacidad con que practicaba cada una de las sesenta y cuatro artes. He olvidado la lista completa hace mucho tiempo. Pero recuerdo que me pregunté entonces cómo un hombre, y menos aún una mujer, podía ser igualmente capaz de tantas cosas como decía, además de ser hechicera, carpintera, creadora de trabalenguas y maestra de pájaros, en particular esto último. Todas las mujeres de la India tienen al menos un ave de brillante plumaje a quien han enseñado a chillar «Rama» o «Sita». Cuando pienso en la India, pienso en pájaros que hablan, en ríos, en lluvias, en un dios como un sol.

Sin embargo, Ambalika cumplió su palabra. Me entretuvo y me turbó durante tres días y tres noches; y aunque dormimos juntos en la tienda sobre el terrado, logré respetar la ley védica.

Cuando le dije que Ajatashatru la había llamado su hija favorita, rió.

—No lo vi hasta que decidió que debía casarme contigo. En realidad, fue la vieja reina quien me eligió. Soy su nieta favorita. ¿No fue una maravilla el sacrificio del caballo? La reina estaba muy excitada. «Ahora puedo morir con mi tarea cumplida», nos dijo después. Se morirá pronto, ¿sabes? El último horóscopo no fue bueno. ¡Mira! Cae una estrella. Los dioses están de fiesta. Se arrojan cosas unos a otros. Pidamos un deseo.

Como aún no había conocido a Anaxágoras, no podía explicarle que tomaba por un puñado de luz pura lo que era en realidad un trozo de metal ardiente camino a la tierra.

—¿Tu padre tiene una esposa favorita?

—No. Le gustan las nuevas. No las nuevas esposas, por supuesto. Cuestan demasiado a la larga, y ya tiene tres. Podría casarse con otra más, o quizá dos más. Pero sólo cuando sea rey. Ahora no podría permitirse una nueva esposa. De todos modos, se acuesta con las prostitutas elegantes. ¿Has ido con él a sus casas?

—No. Cuando dices que no tiene dinero…

—Muchas veces, mis hermanas y yo hablamos de vestirnos de hombre y deslizarnos en la casa de una prostituta, durante una fiesta, para ver cómo practica las sesenta y cuatro artes. O tal vez disfrazadas de bailarinas, con velo, pero, por supuesto, si nos sorprendieran…

—Iré yo. Y te contaré cómo es.

—No deberías decir una cosa así a tu primerísima esposa, antes de hacer la prueba con ella.

—¿No seria peor que te lo contara después?

—Verdad. Y eso de que mi padre no tiene dinero… —Era rápida la niña. Me había oído. Trató de cambiar de tema. Y ahora se mostraba cándida y cautelosa. Se tocó una oreja, para indicar que nos espiaban. Luego frunció el ceño y rozó sus labios apretados con un índice pintado de rojo. Su mímica era excelente. Me advertía que no habláramos del asunto en nuestra casa, y ni siquiera en el terrado a medianoche—. Es demasiado generoso con todo el mundo —dijo en alta voz—. Quiere que la gente sea feliz. Les hace demasiados regalos. Y por eso no puede tener otras esposas, lo cual nos hace muy felices. Lo queremos para nosotras. No queremos compartirlo. —Ese discurso era una pequeña obra maestra del vigésimo octavo arte, la representación teatral.

Al día siguiente, mientras nos mecíamos en el centro de la hamaca del jardín, murmuró junto a mi oído:

Other books

Charles Darwin* by Kathleen Krull
Kill and Tell by Linda Howard
Secrets of the Heart by Jenny Lane
Top Me Maybe? by Jay Northcote
Rainbow's End - Wizard by Mitchell, Corrie
Torn by Nelson, S.
Perfectly Star Crossed by Victoria Rose