Creación (42 page)

Read Creación Online

Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

BOOK: Creación
6.3Mb size Format: txt, pdf, ePub

Virudhaka se apresuró a pedir, con un gesto elegante, que nos sentáramos en el diván.

—Mañana nos veremos oficialmente, señor embajador. Pero he pensado que podía ser más agradable encontrarnos así, con nuestro noble amigo.

Asentí, en nombre del Gran Rey. Con el rabillo del ojo estudié al príncipe. Yo tenía tres interrogantes en la mente. ¿Se proponía cometer un parricidio? En ese caso, ¿tendría éxito? Y si así era, ¿qué significaría ello para Persia?

Sin advertir mis oscuros pensamientos, Virudhaka formuló una cantidad de preguntas inteligentes acerca de Persia. Era el primer indio de alto rango —aparte de Bimbisara— que reconocía la dimensión del poder del Gran Rey.

—En cierto sentido —dijo—, Darío parece aproximarse a ese monarca universal de las antiguas predicciones.

—Pensamos, príncipe, que es el monarca universal. —Todo el color se había retirado del cielo. Las aves nocturnas descendían y se elevaban. El aire olía a lluvia.

—Y ese universo, ¿no debería incluir a Koshala? ¿Y a las repúblicas? ¿Y a Magadha? ¿Y al sur de la India? Y detrás de esas montanas —señaló la alta y oscura cordillera del Himalaya— está Catay, un mundo mucho mayor que Persia y todas las tierras occidentales reunidas. ¿No debería estar también Catay bajo el dominio del monarca universal?

—Se dice que ellos creen tener su propio monarca universal —respondí, con tacto.

Virudhaka movió la cabeza.

—Hay muchos reinos en Catay. Y no hay un monarca capaz de unirlos.

—¿Un monarca o un dios? —preguntó el príncipe Jeta—. Pienso que un monarca verdaderamente universal se parecería mucho a un dios.

—Creí que los budistas erais ateos. —Virudhaka rió, para expresar que hablaba seriamente.

—No, aceptamos a todos los dioses. Son una parte necesaria del paisaje cósmico. —El príncipe Jeta hablaba con serenidad—. Naturalmente, el Buda los ignora. Y naturalmente, los dioses lo veneran.

—No pretendo intervenir en esas cuestiones —dijo Virudhaka—. Sólo tengo un interés. Es Koshala. —Se volvió hacia mí—. Tenemos algunos problemas.

—¿Qué reino no los tiene, príncipe?

—Algunos menos que otros. Ahora Bimbisara se dice monarca universal. Tú has asistido al sacrificio del caballo. Has visto. Has oído.

—Pero no puedo decir que haya comprendido. Después de todo, el territorio íntegro de Bimbisara no es mayor ni más rico que la satrapía de Lidia del Gran Rey.

Desde el comienzo, había optado por la política de imponer respeto a los indios, sin alarmarlos. No creo haber tenido mucho éxito.

—Y Lidia —agregué— es sólo una de las veinte satrapías.

—Puede que así sea —respondió Virudhaka—. Pero en esta parte del mundo, sólo el valle del Indo pertenece a Persia; y esa… satrapía está muy lejos de Koshala. Y tu rey no ignora, sin duda, que nunca hemos sido derrotados en la guerra. Lo que nos preocupa es esto: Bimbisara se proclama monarca universal. Sin embargo, el sacrificio del caballo no sale bien. Él espera apoderarse de Varanasi. No lo consigue. Y ahora, mi primo Ajatashatru está preparando un ejército. Eso significa que, cuando termine la estación de las lluvias, cruzará el Ganges y estaremos en guerra.

—Según creo comprender —dije, avanzando como un nadador debajo del agua—, el príncipe Ajatashatru sólo teme a las repúblicas.

—Le inspiran tanto temor como a nosotros; es decir, ninguno. No —dijo vivamente Virudhaka—, la guerra no será con las repúblicas sino con nosotros. Venceremos, naturalmente.

—Por supuesto, príncipe. —Aguardé la inevitable petición.

—Persia controla el valle del Indo.

—Pero, como acabas de decir, la satrapía de la India está muy lejos de Koshala.

Dejé que sus propias palabras se burlaran de él. Pero prosiguió sin el menor rubor:

—En la estación seca —dijo—, quinientas millas no son el otro extremo del mundo.

Mientras hablábamos nos sumergimos en una noche sin luna, en que nuestras voces, incorpóreas, se mezclaban con las que llegaban desde la orilla del río, abajo. En cierto momento hubo un silencio en la conversación e imaginé, bruscamente, que nos habíamos extinguido. ¿Es esto el nirvana?, pensé.

Virudhaka me llevó nuevamente al mundo real. Era muy directo, considerando que era un príncipe indio. Dijo que deseaba una alianza con Persia, contra Magadha. Cuando le pregunté qué ganaría Persia con un arreglo semejante, me abrumó con las ventajas.

—Controlamos la ruta terrestre a Catay. Tenemos el monopolio del comercio de la seda. Estamos en el centro de todas las rutas importantes hacia el este. Importamos rubíes y jade de Birmania. A través de Koshala se podrá llegar al sur de la India, no sólo por tierra, sino también por el río, apenas recuperemos el puerto de Champa. —Agregó bastante más en este mismo sentido. Y luego me dijo exactamente qué cantidad de soldados necesitaba, y dónde y cuándo. El discurso de Virudhaka había sido cuidadosamente preparado.

Mientras el príncipe hablaba, imaginé la expresión del rostro de Darío cuando le hablara de la riqueza que había visto reunida en la plaza de las caravanas de Shravasti. También imaginé lo que pasaría por su cabeza cuando supiera que el príncipe deseaba una alianza con Persia. Era el pretexto ideal para conquistar toda la India. Koshala daría la bienvenida al ejército persa. Magadha sería aplastada y Koshala absorbida sin dificultad.

Darío era un maestro en el delicado arte de atraer a sus manos los reinos ajenos. No era extraño: todos los escolares de Persia sabían de memoria el famoso discurso de Ciro a los medos: «Mediante la sumisión habéis preservado vuestras vidas. Si en el futuro os comportáis del mismo modo, ningún mal caerá sobre vosotros, aparte de que no os gobernará la misma persona que antes os gobernaba. Pero en vuestras mismas casas, y cultivaréis las mismas tierras…»

Ese discurso definía la política permanente de los aqueménidas. Sólo cambiaba el soberano del pueblo conquistado. Y como los aqueménidas eran siempre soberanos justos, solían ser aceptados con satisfacción, como fue aceptado Ciro por los medos. Y además, si era posible, se trataba de lograr que las viejas clases gobernantes mantuvieran al menos la apariencia del poder. Ninguna razón se oponía a que Ajatashatru y Virudhaka permanecieran en el gobierno como sátrapas… excepto una. Un aqueménida que confiara en cualquiera de esos dos sutiles personajes sería un tonto.

—Haré lo que pueda, príncipe. —Me mostré a la vez enigmático y alentador, en el mejor estilo de Susa.

—No queda demasiado tiempo. Las lluvias están a punto de comenzar. Cuando empiecen, la ruta marítima será imposible y la terrestre… ¿Dónde permanecerá tu caravana durante los monzones?

—En Taxila. Hay un plazo de tres meses para completar las negociaciones.

—¿Podrás regresar a Persia cuando terminen las lluvias?

—Sí. Pero si… hay prisa, podría enviar al sátrapa de la India un proyecto de tratado. Él lo enviaría a Susa, y tendríamos una respuesta antes de que se inicie la estación seca. —No es necesario aclarar que no pensaba hacerlo. Trataba de ganar tiempo. Primero, la caravana debía llegar a su destino. Luego, yo debía informar a Darío. Y después… ¿quién podía saberlo?

Virudhaka se puso en pie. Nosotros también. Parecíamos, los tres, más sombríos que el cielo nocturno. Virudhaka me dio el abrazo ritual.

—El consejo privado preparará el tratado —dijo—. Espero que trabajes con él. Y también que traduzcas personalmente el tratado al persa. Esto es importantísimo.

—El rey… el príncipe Jeta se limitó a iniciar la frase.

—El rey estará de acuerdo —respondió Virudhaka—. Aún no se ha desligado por completo del reino.

Luego se marchó.

El príncipe Jeta y yo avanzamos hasta el parapeto y miramos hacia abajo. Mil pequeñas hogueras ardían en la oscuridad, como otras tantas estrellas atrapadas en la tierra. Las gentes del río preparaban su cena. Mientras mirábamos, susurré al oído del príncipe lo que me habían dicho en Magadha.

El príncipe Jeta hizo un extraño gesto, dejando caer las manos.

—Querían que tú me lo dijeras.

—Sin duda. Pero ¿es verdad?

El príncipe Jeta movió la cabeza.

—El hijo es leal a su padre. ¿Por qué no había de serlo? Es libre. Pasenadi rara vez interfiere. Él… —El príncipe se interrumpió. Luego, agregó—: Nos han enviado un mensaje. Pero ¿de qué se trata? ¿Qué es lo que realmente quieren?

—Una guerra con las repúblicas.

—Y también con Koshala. Pero no pueden enfrentarse a la vez con Koshala y con las repúblicas. Por lo tanto, si pudieran dividir Koshala sembrando discordias entre el padre y el hijo… —No era necesario que el príncipe Jeta continuara.

—Es inteligente —dije.

—Pero si no se lo dijéramos a nadie… —El príncipe me miró como si realmente pudiera discernir mi expresión en la oscuridad—. No habría ninguna posibilidad de división, ¿verdad?

Acordamos no informar a nadie de la advertencia de Ajatashatru a Pasenadi. Pero, naturalmente, ambos nos proponíamos utilizar esa información para lograr nuestros propios fines, porque así se manejan las cortes y el mundo. Sin embargo, me asombró que el príncipe Jeta se hubiese asombrado. ¿Me había mentido Ajatashatru? Y si así era, ¿por qué?

10

A la mañana siguiente, mientras me vestían a la manera persa para mi presentación al rey, cayó sobre los techos de Shravasti el primer chubasco. Pocos minutos más tarde, un empapado y despeinado Caraka se reunía conmigo.

—Algo marcha mal —anunció, sin preocuparse por el atento barbero—. El rey ha estado toda la mañana en el consejo. El príncipe se encuentra en las murallas, con los arqueros… —Caraka se interrumpió, por fin consciente del barbero.

—¿No podría ser que…? —No terminé la frase, que Caraka entendió.

—No sé —respondió—. No lo creo.

El barbero sonreía mientras pintaba mis labios con lac. Como era un miembro de alto rango del servicio secreto de Koshala, sabía qué era lo que nosotros pensábamos.

A mediodía fui escoltado hasta el atestado salón de recepción. Aunque los dones del Gran Rey habían sido colocados al pie del trono de plata, éste se encontraba vacío. Los nobles de Koshala, por lo general serenos y más bien fríos, parecían ansiosos; y sus voces se mezclaban con el ruido de la lluvia que caía sobre el tejado. Permanecí en la puerta, sin que nadie advirtiera mis esplendorosos bordados.

Finalmente, el chambelán me vio. Se acercó deprisa, y dejó caer su vara ceremonial. La recogió después de buscarla donde no estaba, me saludó de modo poco formal y balbuceó:

—Lo siento, embajador. Debes de creer que somos salvajes. Pero es que ha ocurrido algo que… Por favor. Ven conmigo. Llama también a tu comitiva.

Fuimos conducidos a una pequeña habitación situada justamente al lado de la antecámara. No cerraron la puerta; dieron un portazo. Caraka y yo nos miramos. La lluvia sobre el techado era tan violenta que apenas oímos lo que seguramente habían sido mil voces gritando al unísono:

—¡Larga vida al rey!

Caraka susurró:

—¿Qué rey?

Abrí las manos. Estaba preparado para negociar con Pasenadi o con Virudhaka. Mi único temor era que estallara la guerra entre Magadha y Koshala antes de que Darío pudiera aprovechar la situación.

De repente, un caracol resonó tres veces. Como ésta es la llamada tradicional al combate, me alarmé por primera vez. ¿Había sido derrocada la casa real? ¿Había soldados enemigos en palacio? El chambelán apareció sin aliento, como si hubiese estado corriendo.

—El rey está en el trono —dijo—. Por aquí, embajador.

Nos empujaron a la cámara de audiencias, donde una figura rutilante estaba sentada sobre el trono de plata. En una mano tenía una espada; en la otra, un cetro de marfil.

El chambelán anunció la llegada de la embajada del Gran Rey de Persia. Escoltado por los ujieres, me dirigí hacia el trono, cuyo ocupante, lleno de brillo, en nada se parecía al tenue monje que había encontrado al llegar a Shravasti. Sólo después de saludar al soberano comprendí que ese duro y enjoyado monarca era verdaderamente Pasenadi. Su cara estaba tan cuidadosamente pintada y carente de expresión como la de cualquier dios védico. No había la menor huella del sonriente sacerdote que había visto junto a Sariputra.

Con fría formalidad, el rey dijo:

—Esperamos tener buenas relaciones con nuestro hermano de Persia. —La voz era vigorosa, clara, sin emoción—. Nos esforzaremos por conseguirlo. Le enviamos nuestra bendición fraternal. Nosotros…

Pasenadi se interrumpió. Parecía haber olvidado lo que quería decir. Hubo un largo momento de confusión mientras mirábamos al rey, que miraba, por encima de nosotros, hacia la puerta. Aunque oí pasos detrás de mí, no me atreví a volverle la espalda al rey. Luego Virudhaka avanzó hasta más allá de donde yo me encontraba; chorreaba lluvia. Al pie del trono hizo un saludo filial, y dijo, en voz que sólo el rey y yo pudimos escuchar:

—Es verdad.

Pasenadi depositó el cetro en el suelo. Se puso de pie. Alzó la espada con las dos manos, como si fuera la antorcha que iluminaba un sangriento camino.

—Acabamos de saber que nuestro querido hermano, el rey Bimbisara, ha sido depuesto por su hijo, el príncipe Ajatashatru, quien solicita nuestra bendición. No se la concedemos. Maldito es el hijo que alza su mano contra quien lo engendró. Maldita sea la tierra cuyo soberano usurpa el lugar de su padre. Maldito sea Ajatashatru.

Con notable agilidad, el anciano descendió los escalones hasta el suelo, y el rey, el príncipe y los consejeros del estado abandonaron la habitación entre el revuelo de sus vestiduras. Luego el chambelán nos hizo salir a toda prisa. Era evidente que las ceremonias formales de la corte de Shravasti no se cumplían debidamente. Nadie recibió los presentes del Gran Rey. Caraka se sentía particularmente frustrado; después de todo, habíamos atravesado medio mundo con aquellos cofres y tapices.

—Es lamentable —dijo— que los regalos del Gran Rey sean menospreciados.

—La guerra es lo primero —respondí, con la sagacidad del estadista—. Pero como no se puede pelear hasta que llegue la estación seca, seguramente veremos pronto al rey.

Sin embargo, no vimos al rey ni al príncipe durante dos meses. A pesar de las lluvias, todos los días llegaban a la corte delegaciones de todos los puntos del reino. El consejo privado estaba constantemente reunido. La calle de los herreros estaba cerrada para todo el mundo, excepto los espías, y fue en calidad de espía que Caraka penetró en ella.

Other books

The Weimar Triangle by Eric Koch
Too Hard to Break by Missy Jane
Domestic Soldiers by Jennifer Purcell
Second Street Station by Lawrence H. Levy
Exposure by Susan Andersen
Professor Gargoyle by Charles Gilman
Pale Stars in Her Eyes by Annabel Wolfe
Valentine's Day Is Killing Me by Leslie Esdaile, Mary Janice Davidson, Susanna Carr