Creación (43 page)

Read Creación Online

Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

BOOK: Creación
7.52Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Espadas, lanzas, armaduras —dijo—. Trabajan de día y de noche.

La guerra, evidentemente, era lo primero.

Fue el príncipe Jeta quien me contó lo ocurrido en Rajagriha. En una reunión del consejo, Ajatashatru había pedido permiso para cruzar el Ganges y atacar a la federación de repúblicas. Aunque Bimbisara reconoció que la federación no podía resistir el empuje de los ejércitos de Magadha, objetó que la tarea posterior de gobernar esos belicosos estados no valía la pena de una guerra. Y además, ¿no era él, acaso, el monarca universal? Tomaba con seriedad el sacrificio del caballo. Con demasiada seriedad, como se comprobó. Unos pocos días más tarde, sin consultar a su padre, Ajatashatru exigió, en nombre de su madre, el dominio de Varanasi. Bimbisara se enfureció. Dijo que Varanasi formaba parte de Koshala, y despidió al consejo.

Al día siguiente, poco después de la puesta del sol, la guardia personal de Ajatashatru entró en el palacio real y arrestó al rey. El movimiento fue tan fulminante como inesperado, y no hubo resistencia.

—Bimbisara está ahora prisionero en el Pico del Buitre, una torre de la ciudad vieja. —El príncipe Jeta no demostraba sorpresa ni dolor. Conocía el mundo—. Se dice que nadie ha podido huir del Pico del Buitre.

—¿Qué ocurrirá?

—Mi yerno, tu suegro, es un hombre duro y determinado que al parecer quiere la guerra. Si eso quiere, habrá guerra.

Estábamos sentados en la galería interior, en la casa del príncipe Jeta. Justamente enfrente, una hilera de plátanos temblaba al viento con olor a lluvia.

—Nunca lo hubiera creído —respondí—. Ajatashatru siempre… lloraba con tanta facilidad…

—Representaba un papel. Ahora será él mismo.

—No. Simplemente representará otro papel, sin esas lágrimas, o incluso con ellas. En una corte, la mayor parte de la vida —agregué, con certidumbre brahmánica— se pasa en ponerse y quitarse máscaras.

El príncipe, divertido, dijo:

—Pareces uno de nosotros. Sólo que nosotros cambiamos de existencia, y no de máscara.

—Pero no tenéis memoria de las vidas anteriores, como los cortesanos.

—El Buda sí. Él puede recordar cada una de sus encarnaciones anteriores.

—Como Pitágoras.

Jeta ignoró esa mención incomprensible.

—Pero el Buda dijo en cierta oportunidad que si realmente tuviera que tomarse el trabajo de recordar todas sus reencarnaciones no le quedaría tiempo para vivir esta existencia, la más importante, puesto que es la última.

Sopló una brusca ráfaga. Se desgajaron algunos racimos de plátanos verdes ante nosotros. Llovía.

—Bimbisara me dijo que esperaba convertirse en monje antes de que pasara un año.

—Roguemos por que se lo permitan.

Durante un rato miramos la lluvia.

—Ajatashatru deseaba que yo pusiera en guardia a Pasenadi contra su propio hijo —dije finalmente—. Qué curioso.

—¡Pero qué sagaz! Mientras buscábamos una conspiración en Shravasti, él desarrollaba una en Rajagriha.

—¿Y por qué se tomó el trabajo de inducirme a error?

—Para que no pudieras seguirle el rastro. Más tarde o más temprano, tendrá que vérselas con Persia. —El príncipe Jeta me dirigió una mirada extraña—. Todos tendremos que hacerlo. Es evidente desde que tu rey se apoderó de uno de nuestros países más ricos.

—No se apoderó, príncipe. Los gobernantes del valle del Indo pidieron al Gran Rey que el territorio fuera incluido en su imperio.

—Perdón. No tengo el menor tacto. —El príncipe Jeta sonrió—. Además, Ajatashatru quiere sembrar la discordia en Koshala de todas las maneras posibles. Lo que no se puede capturar desde afuera, debe ser adquirido mediante la división en el interior. Por eso intenta volver al hijo contra el padre.

—¿Es posible?

—No es necesario. Pasenadi desea ser al mismo tiempo rey y arhat. Eso no es posible. Virudhaka no está… satisfecho. ¿Quién podría censurarlo?

Varios días más tarde, Caraka me trajo un mensaje personal de Ajatashatru. Estaba escrito en un pergamino con tinta roja, un color adecuado. Juntos desciframos la difícil escritura. Lo principal era esto: «Estás, como siempre, cerca de nuestro corazón. Te queremos como si fueras nuestro propio hijo. Por eso llorarás, como lo hago yo, la muerte de mi padre, el monarca universal Bimbisara, en el septuagésimo octavo año de su vida, y el quincuagésimo primero de su reinado. La corte estará de duelo hasta el fin de la estación de las lluvias. Esperamos que nuestro querido hijo, Ciro Espitama, asista entonces a nuestra coronación».

Ninguna referencia a la forma en que había muerto Bimbisara, como era natural. Algunos días después supimos que Ajatashatru había estrangulado personalmente a su padre con el cordón de seda que recomienda el protocolo indio para el caso de un soberano depuesto.

Pasé varias semanas de inquietud en los húmedos jardines del palacio de Pasenadi. Ni el rey ni el príncipe me llamaron. No se recibió ningún mensaje de Susa. Tampoco de Taxila, de la caravana. Finalmente, la llegada del príncipe Jeta y del monje Sariputra interrumpió mi aislamiento. Aparecieron, sin anuncio previo, en la galería. Les ayudé a retorcer sus ropas.

—Encontré por casualidad a Sariputra en el jardín —dijo el príncipe—, y le dije que te agradaría mucho conversar con él.

Excusé su mentira. Estaba desesperado por tener compañía, así fuera la de un arhat budista con las encías negras.

Mientras Caraka pedía vino, Sariputra se sentó en el suelo y el príncipe en un cojín. Yo me encaramé en un taburete.

El anciano me dirigió lo que yo interpreté como una sonrisa.

—Querido —dijo, y se interrumpió.

—Quizá te gustaría hacerle preguntas. —El príncipe Jeta me miró expectante.

—O quizá —dije insidiosamente, recordando mi propia misión espiritual— a él le agradaría interrogarme.

—Se sabe que el Buda hace a veces preguntas —dijo con cautela el príncipe—. Y también Sariputra.

—Sí. —En el aspecto infatigablemente bondadoso del anciano había algo que me recordaba a un bebé bien alimentado. Sin embargo, su mirada era tan firme y fría como la de una serpiente.

—¿Te gustan los juegos, hijo mío?

—No —respondí—. ¿Y a ti?

—Los juegos eternos, sí. —Sariputra se echó a reír, solo.

—¿Por qué razón no tienes interés en el Sabio Señor ni en su profeta Zoroastro? —pregunté.

—Todas las cosas tienen interés, hijo mío. Y como a ti te importa hablarme de tu Sabio Señor, debes hacerlo. Ahora mismo. La Verdad no puede esperar, como dicen. No sé por qué. Todo lo demás puede esperar. Pero habla.

Lo hice.

Cuando terminé, Sariputra le dijo al príncipe:

—Este Sabio Señor se parece mucho a Brahma tratando de disfrazarse de persa. ¡Ah, estos dioses! Cambian de nombre de un país a otro, creyendo que no vamos a caer en la cuenta. Y siempre los descubrimos. No nos pueden engañar, ¿no es verdad? Ni escapar de nosotros. ¡Pero Brahma! Es el más ambicioso de todos. Se considera el creador, imaginaos. Tendríais que haberlo escuchado la primera vez que se acercó al Buda. No, no fue la primera: la segunda. La primera le pidió al Buda que pusiera en marcha la rueda de la doctrina. Brahma es muy insistente, muy persuasivo. Él sabe que debe renacer como ser humano antes de llegar al nirvana; y cuando lo haga, sólo podrá alcanzar el nirvana por medio del Buda. No es ningún tonto, ¿sabéis? Aunque lo parece. De todos modos, el Buda se dejó convencer porque Brahma es el mejor de los dioses, lo que no es decir mucho, ¿verdad? De modo que el Buda aceptó —eso fue después de su primera visita— poner la rueda en movimiento, un gran sacrificio para el Buda, puesto que él ya ha llegado al nirvana y no está allí, ni aquí, ni en ninguna parte. Y el pobre Brahma sí.

»Luego, Brahma regresó por segunda vez. Fue en Rajagriha. Debemos preguntarle a Ananda exactamente cuándo y dónde: lo recuerda todo, por trivial que sea. Todo esto ocurrió antes de mi época. Entonces, Brahma le dijo al Buda: «Soy Brahma. Soy el gran Brahma, el rey de los dioses. No he sido creado. He creado el mundo. Soy el amo del mundo. Puedo crear, alterar y originar. Soy el padre de todas las cosas». Ahora bien: todos sabemos que eso era un disparate. Pero el Buda siempre es cortés. Y también sublime. «Si existes, Brahma», dijo muy amablemente, «has sido creado. Si has sido creado, evolucionarás. Si evolucionas, tu finalidad debe ser la liberación del fuego y el flujo de la creación. Por lo tanto, debes convertirte en lo que yo soy ahora. Debes dar el último paso del óctuple camino. Debes cesar de evolucionar y de ser».

—¿Y qué respondió Brahma? —Nunca, antes ni después, he oído una blasfemia semejante.

—Ah, se turbó muchísimo. ¿Acaso tú no te turbarías? Quiero decir, que estaba allí, exactamente como tu Sabio Señor, muy pagado de sí y de su poder. Pero si era todopoderoso, entonces era perfectamente capaz de no ser, un estado que anhela y no puede alcanzar. Y por eso pedía al Buda que pusiera en movimiento la rueda de la doctrina.

—¿Estás absolutamente seguro de que era el Sabio… quiero decir, Brahma, quien hablaba con el Buda?

—Naturalmente que no. Todo esto es un sueño, querido, y en los sueños algunas cosas tienen menos sentido que otras. Es decir, todo depende de lo que ocurre cuando sueñas, ¿no es verdad?

Confesaré que yo mismo tenía la sensación de estar soñando o volviéndome loco.

—Zoroastro oyó verdaderamente la voz del Sabio Señor —empecé—, así como Brahma oyó las respuestas del Buda.

Sariputra asintió de modo alentador, como si un escolar torpe hubiese logrado sumar uno más uno.

—Debo decir, por motivos de respeto, que Zoroastro oyó las respuestas del Sabio Señor, y no lo contrario.

—Y yo digo lo contrario, por respeto al Buda. Sólo hay un Buda en un momento dado.

—Y sólo un Sabio Señor.

—Excepto cuando llega furtivamente a la India y trata de pasar por Brahma. Y de todos modos, no es el único dios. Es el más engreído.

Mantuve mi rígida máscara de cortesano lo mejor que pude.

—¿Niegas que el Sabio Señor sea el único creador de todas las cosas?

—Por supuesto, querido. Y tú también. —Entonces, aquel hombre malévolo repitió lo que yo había canturreado; el más sagrado de nuestros textos—: «Ahura Mazda, antes del acto de la creación, no era el Sabio Señor. Después del acto de la creación, se convirtió en el Sabio Señor, sagaz, libre de toda adversidad, ansioso de todo crecimiento…» —He olvidado el resto de los atributos, que tan amablemente nos has recitado. Mi memoria ya no es como era antes.

Sombríamente, continué:

—… generoso, dispensador del orden, capaz de percibirlo todo.

—Sí, sí. «Y con su clara visión, Ahura Mazda vio que el espíritu destructivo no cesaría jamás en su agresión…» Y entonces hizo una trampa para el espíritu destructivo; inventó el tiempo del largo dominio dentro del tiempo infinito. Oh, querido, es tan complicado todo esto… Para comenzar, ¿por qué creó el espíritu destructivo? ¿Qué sentido tenía? Y una vez creado, ¿por qué debía preocuparse tanto por derrotar su propia obra? Eso no demuestra mucha sagacidad, ¿no es cierto? Y además, insistir en que la humanidad, otra de sus invenciones, combatiera constantemente contra su primera creación… Eso no tiene nada de amable.

—El mal no es amable, Sariputra. Y así como existe el bien, existe también el mal; y la batalla entre ambos continuará hasta que triunfe el bien, al final del tiempo del largo dominio.

—Pero si el bien debe triunfar, ¿para qué la batalla?

—Porque ésa es la voluntad del Sabio Señor. Él sacó de sí mismo, simultáneamente, todas las almas humanas. Y esos espíritus eternos están con él hasta que se ven obligados a adoptar la forma humana. Y entonces hacen una elección. Siguen a la Verdad o a la Mentira. Si siguen a la Verdad, ganarán méritos. Si es a la Mentira…

—Sí, hijo querido. Aunque mi cerebro es lento, ha captado el concepto. Pero ¿por qué hacer sufrir tanto a todos?

—¿De qué otro modo se podría derrotar el mal?

—Eliminando primero el mundo y después el yo. O, si lo prefieres, y puedes, primero el yo y después el mundo.

—El mundo existe. El yo existe. El mal existe. El bien existe. La lucha es inevitable. Ha sido ordenada.

—Entonces, es mejor no existir, ¿verdad? Eso se puede lograr si se sigue el óctuple camino.

El anciano era aún más irritante que el peor de nuestros sofistas locales.

—Todas las cosas luchan… —empecé.

—Excepto las que no luchan —terminó—. Pero tu Sabio Señor, exactamente como nuestro orgulloso, y más bien tramposo, Brahma, está tan en las tinieblas como el resto de sus criaturas. No tiene idea de a dónde va, así como ignora de dónde viene.

—El Sabio Señor sabe que atrapará y destruirá al malvado Arimán en el tiempo del largo dominio. Cuando lo haga, todas las almas se salvarán.

—Eso es lo que él dice. Pero también él evoluciona. Hubo un tiempo en que no existía. Después, existió. Ahora existe. Y más adelante, ¿existirá?

—Antes del Sabio Señor, existía el Sabio Señor.

—¿Y antes aún? Él dice, si lo has citado correctamente, «Antes de la obra de la creación, yo no era el señor». Y si él no, ¿quién lo era? ¿Y de dónde vino ese creador?

—El tiempo…

—Ah, el tiempo. ¿Y de dónde vino el tiempo?

—El tiempo era. Es. Será.

—Tal vez. Tal vez no. Te estoy hablando, hijo querido, de las primeras cosas porque te interesan. A nosotros no nos interesan. No tenemos curiosidad acerca del origen de las cosas, de la creación. No tenemos manera de saber qué estaba primero, o si hubo alguna vez una cosa que fuera la primera en el tiempo o en el espacio, o fuera del tiempo y del espacio. Todo es lo mismo. Los dioses, los hombres, los fantasmas, los animales, los peces… Todo es manifestación de una creación donde el dolor es constante, porque todo se agita y nada se mantiene igual. ¿No es verdad esto?

—Sólo hay una fuente…

Pero Sariputra no me escuchaba.

—Lo primero que hago con nuestros novicios es llevarlos al cementerio. Les muestro los cuerpos en descomposición. Estudiamos la vida nueva que brota de los muertos. Miramos los gusanos que ponen sus huevos en la carne putrefacta. Los huevos se abren y aparece una nueva generación de gusanos que se alimentan a su gusto hasta que en el tiempo de un dominio muy, muy corto, querido, sólo quedan los huesos. Entonces los pobres gusanos se quedan sin alimento y mueren. Y del polvo que dejan surgen plantas, insectos, invisibles núcleos de vida, y la cadena continúa y continúa… ¿Y quién no querría romper esa dolorosa cadena, si pudiera?

Other books

Before the Poison by Peter Robinson
Trail of Dead by Olson, Melissa F.
Drink for the Thirst to Come by Lawrence Santoro
Goblin Quest by Philip Reeve
Final Cut by T.S. Worthington
Short Stories 1927-1956 by Walter de la Mare