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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (52 page)

BOOK: Creación
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Mientras yo me excusaba, Mardonio insistía en que volviera a visitarlo.

—La próxima vez tendré un mapa de Europa para ti, de esos que alegran los ojos de un rey. —Rió. Los conspiradores griegos no lo acompañaron.

El sol ardía mientras trepaba los escalones que llevaban del embarcadero a la baja puerta que marca el fin de la avenida de Bel-Marduk, donde me esperaban mis guardias y el heraldo. Ya casi me había olvidado: aún no estaba acostumbrado a los placeres y molestias del rango. Una cosa es recibir honores en un país extraño como Magadha, donde uno no sabe nada de la gente y se preocupa aún menos, y otra andar o cabalgar por la principal avenida de Babilonia rodeado de guardias con las espadas desenvainadas mientras la clara voz de un heraldo ordena «¡Paso al ojo del rey!». Y el paso se abre. La gente se aparta como si un ojo de rey fuera fuego que pudiera quemarla, cosa que es.

Cuando la corte está en Babilonia, la ciudad está atestada. Los templos no se ocupan solamente de los servicios rituales y de la prostitución ritual, sino además de otras cosas más importantes, como el préstamo y el cambio de moneda. Se dice que la banca fue inventada por los babilonios. Quizá sea verdad. Pero también lo es que en otros lugares, y en forma independiente, los indios y los habitantes de Catay han descubierto sus propios sistemas. Siempre me sorprendió el hecho de que las tasas de interés fuesen por lo general las mismas en todas partes del mundo. Y sin embargo, ha habido poco o ningún contacto regular entre las tres tierras. Esto me parece francamente misterioso.

Continué mi camino a pie por las estrechas y retorcidas callejuelas laterales. Gracias al heraldo y a los guardias, logré llegar al despacho principal de Egibi e hijos sin demasiados codazos ni escupidas. Los cabezas negras se vengan de sus amos persas escupiéndoles cada vez que una multitud lo bastante grande les proporciona suficiente cobertura.

La fachada del establecimiento de banca más importante del mundo es un desnudo muro de barro donde hay una sencilla puerta de cedro con una ventanilla. Apenas me acerqué, la puerta se abrió. Esclavos negros con cicatrices rituales en la cara me llevaron hasta un pequeño patio donde fui recibido por el cabeza de la familia, un hombrecillo sonriente llamado Shirik. Cuando mi heraldo proclamó la presencia del ojo del rey, cayó de rodillas. Con un gesto respetuoso, le ayudé a incorporarse.

Shirik era amistoso, observador, y no estaba en modo alguno asustado. Me condujo a una habitación alta y larga cuyas paredes estaban cubiertas de estantes en que se alineaban miles de tabletas de arcilla.

—Algunos de estos registros tienen más de un siglo —dijo—. Datan de los tiempos en que nuestra familia llegó a Babilonia. —Sonrió—. No, no éramos esclavos. Una leyenda dice que éramos prisioneros judíos traídos aquí después de la caída de Jerusalén. Pero nunca fuimos esclavos. Estábamos establecidos en Babel mucho antes de que llegaran.

Aparecieron Fan Ch'ih y el hombre de Catay que atendía a Shirik. Nos sentamos ante una mesa redonda, rodeada de tabletas de arcilla que representaban millones de ovejas, toneladas de cebada, lingotes de hierro, y casi todos los arqueros que se habían acuñado.

Creo que no hubiera sido un mal banquero si no hubiese sido tan cuidadosamente educado para no ser un sacerdote ni un guerrero. Aunque poseo el noble desdén persa por el comercio, me falta la pasión persa por la guerra, la caza y el exceso de vino. Aunque poseo un profundo conocimiento de la religión de los sacerdotes, no sé con certeza qué es verdad. Aunque una vez oí la voz del Sabio Señor, confieso ahora, en mi edad anciana, que oír y escuchar son dos cosas muy distintas. Estoy desconcertado por la creación.

Shirik fue inmediatamente al asunto.

—Estoy dispuesto a financiar una caravana a Catay. Me ha causado gran impresión Fan Ch'ih. Y también a mi colega, del ducado vecino de Wei. —Shirik señaló a su asistente amarillo, una criatura poco atractiva, con un ojo ciego y la palidez de una piedra lunar. Shirik era un hombre muy preciso. Sabía que Wei no era un reino, sino un ducado. En la medida en que podía obtener la información que necesitaba —o mejor, ansiaba—, conocía las cosas con exactitud. Con excepción de Darío, jamás he conocido a un hombre con tan apasionado interés por los detalles. —Naturalmente, hay dificultades —dijo Shirik, empezando por poner al prestatario a la defensiva.

—Numerosas, pero solubles, señor Shirik.

Fan Ch'ih estaba empezando a hablar una especie de persa que complementaba adecuadamente el de Shirik, perfectamente fluido pero de extraño acento. Shirik era babilonio, y hasta el día de hoy las gentes de Babel tratan de no aprender el persa, por el motivo, jamás admitido, de que tarde o temprano los persas se irán o serán absorbidos por la antigua y superior cultura de Babilonia.

Durante un rato, hablamos de los accesos a Catay. Aparentemente, lo más seguro era ir por tierra desde Shravasti hasta los pasos de la montaña. Todos concordábamos en que el viaje por mar era interminable, y que la huella que va desde Bactria hacia el este era peligrosa a causa de las tribus escitas. Mientras hablábamos, Shirik movía los discos de marfil de un ábaco con tal rapidez que se veían confusamente, como las alas de un colibrí.

—Por supuesto, una sola caravana no vale la pena. —Shirik nos ofreció vino en copas de oro macizo, cuya brillante riqueza contrastaba con las polvorientas tabletas que cubrían los muros, comparables a ladrillos de una ciudad muerta. Sin embargo, esas tabletas, enteramente vivas a pesar de su aspecto, habían hecho posibles las copas de oro.

—Digamos que la caravana llega a Lu o a Wei. Y que otra caravana retorna a Babilonia con mercancías que superan el valor de las transportadas por la primera. Si esto ocurre, las probabilidades de que la primera caravana no llegue son de siete a uno; y de once a uno las de que, si lo hace, la segunda caravana no logre retornar a Babilonia.

Supuse que, de algún modo, había calculado estas probabilidades por medio del ábaco.

—Pero estoy dispuesto a correr el riesgo. Durante cinco generaciones nuestra familia ha deseado abrir una ruta entre Babilonia, es decir, Persia, y Catay. Siempre hemos mantenido conexiones con los reinos de la India. —Shirik se volvió hacia mí—. El mercader y banquero con quien has hecho arreglos en Varanasi es un valioso colega. Por supuesto, jamás nos conoceremos en esta vida, pero logramos mantener correspondencia una o dos veces por año, y hacer algunos negocios.

Antes de que pasara una hora, Shirik formuló una propuesta concreta.

—Creo que esta empresa sería un gran éxito si acompañaras la caravana como embajador del Gran Rey al Reino Medio. Como sabes, los habitantes de Catay aún pretenden que su imperio existe.

—Existe —dijo Fan Ch'ih— y no existe.

—Una observación digna del Buda —respondió Shirik.

Me asombró oír el nombre del Buda en boca de un banquero babilonio, a dos mil millas de las costas del Ganges. Había muy pocas cosas que Shirik ignorase acerca del mundo con el que negociaba.

—Y sugeriría con toda humildad que partieras antes del comienzo de la campaña de primavera.

—No habrá campaña de primavera —dije.

En el rostro de Shirik apareció una sonrisa amable y secreta.

—¡No puedo contradecir al ojo del rey! Soy demasiado humilde. Pero si, por alguna razón extraña, hubiese un ataque combinado por mar y tierra contra Eretria y Atenas, su coste sería inmenso. Si esa campaña se llevara a cabo, Egibi e hijos deberían contribuir de alguna manera, lo cual harían de muy buena gana. Pero, a la luz de esos gastos militares, sugeriría al ojo del rey que hoy nos honra con su presencia que murmurara al oído del glorioso monarca, cuyo ojo es, una palabra sobre la conveniencia de enviar una embajada a Catay antes de que la flota persa abandone Samos.

—Este año no habrá una guerra griega —repetí, insistiendo firmemente en mi ignorancia—. He hablado… —Casi llegué a cometer el error que un cortesano más debe temer: repetir en público una conversación privada con el Gran Rey.

—Con el almirante Mardonio, quizás. —Hábilmente, Shirik me salvaba de la indiscreción—. Tu querido amigo, el más amado después de tu preferido, el príncipe de la corona, el señor Jerjes, virrey de Babel… Sí, sí, sí. —Me trataba, en realidad, como un filósofo griego que, siendo además un esclavo, se dirige al hijo del amo. Era a la vez humilde e imponente; cortés y desdeñoso.

—Sí —respondí—. Acabo de hablar con Mardonio. No habrá guerra. Él no está físicamente capacitado para conducir la expedición.

—La segunda parte es desgraciadamente cierta. El señor Mardonio no conducirá las fuerzas del Gran Rey. Pero habrá guerra. La decisión ya está tomada. El mando quedará dividido. No te he contado un secreto de estado; porque si fuera un gran secreto, ¿cómo lo conocería el pobre Shirik, de la casa de Egibi? Uno de los dos comandantes será Artafrenes, el hijo del sátrapa de Lidia. El otro será Datis, el medo. Seiscientas trirremes se congregarán en Samos, y luego partirán hacia Rodas, Naxos, Eretria y Atenas. Pero ya sabes todo esto, señor. Te complaces en permitir que un hombre humilde como yo repita lo que saben todos los asistentes a los consejos del Gran Rey.

Hice lo posible por simular que yo era, verdaderamente, un depósito de secretos de estado. Pero aquello me cogía totalmente por sorpresa. No me asombraba que el banquero supiera más cosas que yo; pero estaba convencido de que Mardonio nada sabía acerca de la campaña de primavera, y de que Jerjes ignoraba los planes de su padre. Si Shirik estaba en lo cierto, la facción griega había persuadido una vez más al Gran Rey, por razones desconocidas, a comprometerse en una guerra en el oeste.

Concordé con Shirik en que la embajada y la caravana debían viajar unidas. Le dije que propondría esa embajada al Gran Rey. Pero mientras trazábamos nuestro plan sólo podía pensar en la duplicidad de Darío. Había prometido una invasión de la India. Naturalmente, los Grandes Reyes no están obligados a cumplir las promesas formuladas a sus esclavos. Según sus propias palabras, el interés de Persia estaba en el este. ¿Por qué había cambiado de idea?

En aquellos días, a Jerjes le placía vagabundear, disfrazado, por Babilonia. Llevaba un manto caldeo y cubría con la capucha su reveladora barba cuadrada. Con la cara cubierta, parecía un comerciante no muy opulento de algún pueblo ribereño. Cuando Atosa le reprochaba esas aventuras, solía responder:

—Si me quieren matar, me matarán. Cuando esto deba suceder, sucederá. —Y así fue, en efecto.

En nuestra juventud, debido a los cuidados de Atosa, Jerjes nunca estaba solo. Los guardias lo seguían de cerca a todas partes. Aun así, esas escapadas siempre me preocupaban un poco.

—¿Por qué te expones así?

—Me divierte. Y además, como nadie sabe anticipadamente, ni siquiera yo mismo, a dónde pienso ir, no es posible una emboscada, ¿no te parece?

Jerjes y yo nos fugamos, de incógnito, al día siguiente al de mi conversación con Shirik. Despedí a mi heraldo y a mis guardias. Los guardias personales de Jerjes estaban vestidos como granjeros que se dirigen al mercado. Jerjes me llevó al barrio de los burdeles privados, muy superiores a los establecimientos del templo. En una buena casa privada se podía cenar bien, escuchar música y entretenerse con muchachas procedentes de todas partes del mundo. Eran siempre limpias y, con frecuencia, encantadoras.

La casa favorita de Jerjes se encontraba en un callejón, entre el muro posterior del templo de Ishtar y el mercado de camellos. La propietaria era una mujerona de bigotes, que ignoraba quiénes éramos, pero recordaba con fingido afecto al bello joven persa de ojos grises que le pagaba bien y nunca creaba dificultades. En la puerta nos saludó con la frase acostumbrada:

—Jóvenes príncipes, sois como el sol en un sitio oscuro. ¡Entrad, entrad!

Hablaba la lengua de la antigua corte de Babilonia, lo cual resultaba algo desconcertante. Había pasado en ella su infancia y había sido, según afirmaba, concubina del rey Nabonides. Pero las otras propietarias de prostíbulos del distrito sostenían que no había sido concubina del rey, sino su cocinera. La malicia babilónica es siempre ingeniosa y divertida, cuando no se refiere a uno mismo.

—Esa vieja loca —decía una competidora de su misma edad— cree realmente que ha sido la reina de Babilonia. Era apenas la última de las últimas, y no comprendo cómo personas de calidad pueden acercarse a su casa. Sufre todas las enfermedades, y en verdad no es una mujer sino un eunuco. ¿No lo sabían? ¿No han advertido su barbita?

Como siempre, pagamos por adelantado. Como siempre, pagué yo por ambos: el príncipe de la corona no puede llevar dinero. A Jerjes le encantaba hacerse pasar por un mortal ordinario. Nos condujeron luego a una gran habitación en el piso superior de la casa, donde nos echamos en divanes bajos.

Conociendo la preferencia de Jerjes por el vino de Helbon, la patrona nos envió una docena de jarros, servido cada uno por una muchacha diferente, lo cual era una agradable manera de mostrar la mercancía de la casa. En otra habitación, alguien tocaba música frigia. Cuando la última muchacha se marchó, relaté a Jerjes mi conversación con Shirik.

Jerjes se reclinó sobre un cojín, con la copa en la mano. Cerró los ojos y murmuró:

—No.

—¿No te lo ha dicho el Gran Rey? —pregunté. En la cálida habitación, el incienso lo impregnaba todo, aun el vino. No comprendo por qué esa empalagosa fragancia agrada tanto a la gente. Porque es rara, supongo. El sátrapa de Arabia entrega al Gran Rey más de sesenta mil libras anuales como tributo.

—Mi padre jamás me dice nada. Hablamos de construcciones. Hablamos de todo esto —Jerjes hizo un gesto amplio con el que intentaba abarcar la satrapía de Babilonia— y de cómo debería ser gobernado, que no es como yo lo hago. Él no está de acuerdo conmigo. —Jerjes suspiró—. Datis no es ninguna amenaza. Pero mi primo Artafrenes…

—Esperemos que haya heredado las dotes militares de su padre. Yo estaba en Sardis cuando fue incendiada, gracias a la negligencia del viejo.

—Pero Gobryas nunca sirvió para la guerra, y mira a sus hijos. —Jerjes sonrió por primera vez desde el momento en que yo le había comunicado las noticias—. Al menos, Mardonio no estará al frente del ejército. —Jerjes dio una palmada, y apareció una joven en la puerta, que era muy baja—. Quiero música de Lidia, y comida de Lidia.

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