Creación (67 page)

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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

BOOK: Creación
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Admiraba las cuatro nobles verdades y pensaba que el triunfo del Buda sobre sus sentidos estaba relacionado con el wu-wei.

—¿Pero cómo puede estar tan seguro —preguntaba el maestro Li— de que al morir se extinguirá?

—Porque ha alcanzado la iluminación perfecta.

Estábamos junto al altar de la tierra. El alto viento desprendía las hojas de los árboles. Se acercaba el invierno. Una docena de jóvenes de la clase de los caballeros se mantenía a respetuosa distancia.

—Si eso piensa, no la ha alcanzado. Porque aún está pensando. —Este banal juego de palabras encantó a los jóvenes, que sonrieron para expresar su aprobación.

El duque dijo:

—¡Qué sabiduría! ¡Qué sabiduría!

No defendí al Buda. Después de todo, ni el camino de Catay ni las nobles verdades budistas me atraen. Ambos exigen el abandono del mundo que conocemos. Comprendo que esto pueda ser muy deseable, pero no imagino cómo lograrlo. Sin embargo, me siento agradecido al maestro Li: inadvertidamente, lo que se dijo aquella tarde ante el altar de tierra inició la cadena de sucesos que tornó posible mi regreso a Persia.

El maestro Li estaba sentado en una roca. Los jóvenes formaban círculo alrededor. Uno preguntó:

—Maestro, cuando el espíritu Nube encontró el Caos, le preguntó cuál era el mejor medio para armonizar el cielo y la tierra, y el Caos repuso que no lo sabía.

—El Caos es sabio —respondió el maestro Li, asintiendo.

—Muy sabio —dijo el joven—. Pero el espíritu Nube afirmó: «Las personas me parecen un modelo de juguete. Debo hacer algo para restaurar el equilibrio de sus asuntos».

—Presunción —observó el maestro Li.

—Pura presunción —repitió el joven. Pero continuó—. El espíritu Nube preguntó: «¿Qué puedo hacer? Las cosas marchan muy mal en la tierra». El Caos concordó en que los principios básicos eran constantemente violados y la verdadera naturaleza de las cosas, constantemente subvertida. El Caos dijo que la razón de ello radicaba en…

—… el error de gobernar a los hombres. —El maestro Li completó la frase, evidentemente parte de un viejo diálogo—. Sí. Era ésa, y lo es todavía, una aguda observación.

—Pero —dijo el joven— el espíritu Nube no estaba satisfecho…

—Jamás lo está. —El manto del maestro Li flameaba al viento, y su fino pelo blanco se levantaba sobre su cabeza—. Pero debía haberse convencido cuando el Caos le dijo que la idea de hacer es la que ocasiona todas las dificultades en el mundo. ¡Desiste! —Bruscamente, la voz del maestro Li sonaba como una campana de bronce golpeada por un martillo un día ventoso.

—Pero, maestro Li, ¿debemos obedecer al Caos y no al espíritu Nube? —El joven parecía estar preguntando verdaderamente algo, en lugar de participar en una letanía.

—En este asunto, sí. Particularmente, porque el Caos ha dicho: «Nutre tu mente. No te apartes de la posición de no hacer nada, y las cosas se ocuparán de ellas mismas. No preguntes los nombres de las cosas; no intentes imaginar la obra secreta de la naturaleza. Todas las cosas florecen por sí mismas».

—Es hermoso —dijo el duque de Sheh.

—Para ti, la palabra Caos… —empecé.

—… es una de las palabras con que designamos el cielo —terminó el maestro Li.

—Comprendo —respondí, sin comprender. Como nada puede florecer sin orden, el cielo debe ser la antítesis del Caos. Pero no me sentía dispuesto a desafiar al viejo maestro a un debate. Tenía una ventaja. Conocía el significado de todas las palabras de su lenguaje. Y ése es el secreto del poder, Demócrito. No, no explicaré todavía por qué.

Uno de los jóvenes no parecía tan de acuerdo como los demás con el elogio de la inactividad del maestro Li. Se adelantó con la cabeza inclinada. Era delgado y todo su cuerpo temblaba, no sé si por el frío o por temor.

—Pero seguramente, maestro, el deseo del espíritu Nube de armonizar el cielo y la tierra no debe descartarse. Después de todo, ¿por qué elevamos aquí nuestra plegaria a la tierra? —El joven hizo una reverencia ante el altar.

—Ah, sí: debemos observar las normas correctas. —El maestro Li ajustó su manto y aspiró la aguda fragancia de la nieve en el aire.

—¿Desaprobaría el Caos esa observancia?

—No, no. El Caos la aceptaría tan naturalmente como… el transcurso del año. O el sueño invernal de las raíces en la tierra. No hagas nada que no sea natural, y los ritos son naturales, y todo ha de salir bien.

—Entonces, maestro, ¿aceptas que si un gobernante pudiera, solamente por un día, someterse al ritual, todos los que viven bajo el cielo responderían a su bondad?

El maestro Li miró al joven con el ceño fruncido. Los demás discípulos tenían los ojos muy abiertos. Aun el duque prestaba atención. Se había dicho una herejía. El joven se estremeció convulsivamente, como afiebrado.

—¿A qué bondad te refieres? —La voz de Li, normalmente seductora, era chillona.

—No lo sé. Sé únicamente que, por medio del ritual correcto, se puede alcanzar la bondad. Y para que el estado florezca, la bondad debe originarse en el gobernante mismo. No puede obtenerse de otros.

—El hijo del cielo refleja el cielo, que es todas las cosas, como sabemos. Pero esa bondad… ¿qué es si no el wu-ei?

—Es lo que se hace, tanto como lo que no se hace. Es no hacer a los demás lo que no nos gustaría que nos hiciesen. Si puedes conducirte de este modo, no habrá sentimientos de oposición a ti, ni tampoco…

El maestro Li dejó escapar una carcajada no muy ceremoniosa.

—Estás citando al maestro K'ung. Y, sin embargo, debes saber que él y yo somos tan diferentes como el lado iluminado y el oscuro de una colina.

—Pero sin duda, oscura o iluminada, es la misma colina —respondió humildemente el duque.

—Eso no se lo debemos al maestro K'ung. O Confucio, como lo llama el vulgo. Deberías ir a Wei, muchacho. —Dos discípulos ayudaron al maestro Li a ponerse de pie. El joven tembloroso permanecía en silencio, con los ojos clavados en el suelo—. O a donde esté en este momento Confucio. Nunca se queda mucho tiempo en un lugar. Siempre es recibido con deferencia. Y luego pronuncia arengas y fastidia a los funcionarios, y aun a los gobernantes. ¡Si una vez intentó dar una lección al mismo hijo del cielo! Fue lamentable. Pero es natural: es un hombre necio y vano, que sólo piensa en cargos públicos. Anhela distinciones y poder en el mundo. Hace años desempeñó algún pequeño puesto en el ministerio de policía de Lu. Como sólo es caballero, nunca podrá ser ministro, como desea. Ahora ha ido a Wei: el primer ministro considera, según sus propias palabras, que Confucio es un hombre «engreído, poco práctico, con muchas rarezas, como la preocupación obsesiva por los detalles de las ceremonias anticuadas». —El maestro Li se volvió hacia el duque de Sheh—. Creo que, más tarde, tu primo —el maestro Li sonrió en el viento helado—, el duque de Wei, cuando aún vivía, le ofreció un cargo menor.

El duque asintió.

—Mi primo, el incomparable, le concedió un cargo de alguna clase. Pero luego el incomparable murió. Su muerte fue muy similar —me dijo— a la que visitó al Compasivo en Ch'in. Ninguno de ambos podía dejar de beber vino de mijo. Pero el incomparable era tan encantador como aburrido el compasivo. —El duque se volvió hacia el maestro Li—. En realidad, Confucio se marchó de Wei antes de que muriera el incomparable…

—Hemos oído decir que hubo una disputa entre Confucio y el ministro del incomparable. —El maestro Li alzó el manto sobre su cabeza. Todos sentíamos frío.

—Si la hubo, se ha apaciguado. Ayer, el hijo del cielo me dijo que Confucio estaba nuevamente en Wei, donde goza de la alta estima de nuestro joven primo, el duque Chu.

—Los caminos del cielo son misteriosos —repuso el maestro Li.

Yo estaba congelado y aburrido por tanta charla acerca de un hombre de quien nada sabía. Fan Ch'ih solía citar a Confucio, pero casi no recordaba sus palabras. No es fácil conocer profundamente a un sabio, y menos de segunda mano.

—Confucio ha sido invitado por el duque Ai a retornar a Lu —dijo el joven tembloroso. Su cara tenía el mismo color ceniza de las nubes en el cielo invernal. La luz menguaba.

—¿Estás seguro? —El duque condescendió a mirar al joven.

—Sí, señor duque. Acabo de llegar de Lu. Quería quedarme y conocer a Confucio. Pero me vi obligado a regresar.

—Lo siento —susurró el maestro Li. La malicia daba un aire casi juvenil a su viejo rostro.

—También yo, maestro —respondió directamente el joven—. Admiro a Confucio por todas las cosas que no hace.

—Es célebre por lo que no hace. —El duque parecía muy serio, y me guardé cuidadosamente de reír.

El maestro Li advirtió mi expresión y me dedicó una sonrisa cómplice. Luego se volvió hacia el joven.

—Dinos cuáles son las cosas que él no hace y que tú más admiras.

—Cuatro cosas no hace que yo admiro. No da nada por sentado. Nunca está demasiado seguro. No es obstinado. Y no es egoísta.

El maestro Li respondió al desafío del joven.

—Aunque es verdad que Confucio no suele dar nada por sentado, es sin duda el hombre más seguro, obstinado y egoísta de los cuatro mares. Sólo una vez lo vi. Me pareció respetable hasta que empezó a adoctrinamos acerca del modo correcto de observar esta o aquella ceremonia. Mientras lo escuchaba, me dije: «¿Quién podría vivir bajo el mismo techo con este hombre, que muestra tal suficiencia? En su presencia, el blanco más puro parece manchado, y el más alto poder parece inadecuado». —Estas dos últimas frases rimaban, y fueron muy bien dichas, con el acompañamiento del viento norte. Los discípulos aplaudieron. El joven tembloroso no lo hizo. Luego, la luz abandonó el cielo, y se iniciaron la noche y el invierno.

En el camino de regreso, el duque habló con afecto de Confucio.

—Nunca fui un discípulo, por supuesto. Mi rango lo hacía imposible. Pero solía escucharlo cada vez que estaba en Lu. Y también lo vi varias veces en Wei. Y ahora que lo pienso, no lo vi en…

Mientras el duque divagaba, yo tenía un sólo pensamiento: «Debemos ir a Lu, donde podré encontrar a Fan Ch'ih. Si aún vive, me pondrá en libertad».

En los días siguientes demostré tal interés por Confucio que el duque se entusiasmó.

—Es en verdad el hombre más sabio que vive entre los cuatro mares. Y probablemente un dios, así como un íntimo amigo mío. Por supuesto, el maestro Li es maravilloso. Pero como habrás observado, no pertenece realmente a este mundo; ya es una parte del Camino, en tanto que Confucio es un guía que nos puede conducir al Camino.

Al duque le gustó tanto esta última afirmación que la repitió.

Yo respondí, arrebatado:

—Lo daría todo por estar a los pies de ese divino sabio. —Suspiré—. Pero Lu está tan lejos.

—No está nada lejos. Hay que seguir el río, hacia el este, unos diez días. Un viaje muy fácil. Pero tú y yo debemos ir hacia el sur, a través de la gran llanura, hasta el río Yang Tsé, y de allí al puerto de Kweichi, y luego… al país del oro.

Pero yo había plantado una semilla que alimentaba cotidianamente. El duque se tentó.

—Después de todo —decía—, Lu tiene varios puertos de mar. Son inferiores a Kweichi, pero pueden servir.

Al parecer, era posible encontrar en ellos un barco para ir a Champa. Aunque partir desde Lu tornaba más largo el viaje por mar, acortaba el viaje por tierra. El duque reconoció además que no le agradaba atravesar la gran llanura con un convoy de huesos de dragón. En la gran llanura pululaban los ladrones. Y también que Lu era un excelente mercado para los huesos de dragón.

Cada día el duque se sentía más tentado por la idea de ir a Lu.

—Soy tío carnal del duque Ai, un joven encantador que lleva ahora once años en el trono. Mi medio hermano, su padre, era un gran músico, aunque no mi otro medio hermano, su tío. Este tío fue duque hasta que los barones lo expulsaron, como sabrás. Aunque, naturalmente, no lo sabes. ¿Cómo podrías?

Caminábamos por un bosquecillo, cerca de la colina donde se abandonaba a los recién nacidos no deseados para que murieran. Los llantos felinos de los niñitos agonizantes se mezclaban con el parloteo de las aves que volaban hacia el sur. Los catayanos dejaban morir a todos los niños varones deformes y a la mayor parte de las niñas. Así mantenían el equilibrio de una población que no parecía crecer excesivamente. Nunca pude comprender cómo la costumbre del abandono de los niños era practicada con tal decisión en un país tan enorme, rico y despoblado.

Naturalmente, esta práctica es universal y necesaria. Ninguna sociedad desea demasiadas hembras fértiles, en particular si el suelo es pobre para sostener una gran población, como ocurre en los estados griegos. Sin embargo, tarde o temprano las ciudades griegas muestran exceso de población. Cuando esto ocurre, se envían grupos de personas a iniciar una nueva colonia en Sicilia o en África, o dondequiera que los lleven sus naves. El resultado es que actualmente las colonias griegas se extienden desde el Mar Negro hasta las columnas de Hércules, y esto se debe a la aspereza del terreno en el Ática y en la mayoría de las islas del Egeo. Los griegos afirman con orgullo que sus proezas en la guerra y los deportes se deben a la estricta selección y la decisión con que eliminan a los varones imperfectos y a las niñas no deseadas. Sólo permiten sobrevivir a los fuertes, y en especial a los hermosos, o eso aseguran. Demócrito cree, sin embargo, que los atenienses se han descuidado en estos últimos años. La mayor parte de la población masculina de esta ciudad —dice— es más bien fea y proclive a toda clase de enfermedades, en particular las de la piel. No lo sé. Soy ciego.

Cuando pregunté a Fan Ch'ih por qué los catayanos sostienen que hay demasiada gente en su hermoso mundo vacío, empleó las mismas frases usadas por el dictador Huan: «Cuando éramos pocos y había muchas cosas, existía la felicidad universal. Ahora que hay pocas cosas y muchos hombres…». Supongo que esto debe tener alguna raíz religiosa, que jamás logré descubrir. Cuando la gente de Catay decide no decir algo, es exquisita y tediosamente poco informativa.

El duque recordó a su medio hermano, el duque Chao, expulsado de Lu unos treinta años antes.

—Era un hombre de mal genio. Mucho mayor que yo. Aunque no era el favorito de nuestro padre, era el heredero. Todo el mundo lo reconocía, incluidos los ministros hereditarios. Chao siempre me respetó. En verdad, y es importantísimo recordarlo, reconocía en privado que yo tenía la prioridad, porque mi título, heredado de mi madre, la duquesa de Sheh, es el más antiguo del Reino Medio.

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