Creación (80 page)

Read Creación Online

Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

BOOK: Creación
3.2Mb size Format: txt, pdf, ePub

Los días siguientes fueron idílicos. Confucio mismo parecía satisfecho. Había un motivo: con gran pompa, el barón K'ang lo había designado ministro de estado. Al parecer, la calabaza amarga sería finalmente descolgada de la pared y utilizada.

O eso pensaban todos, menos Tzu-lu.

—Es el fin —me dijo éste—. El largo viaje ha terminado. El maestro jamás tendrá la oportunidad de gobernar.

—Pero es ministro de estado.

—El barón K'ang ha sido amable. E inteligente. Confucio ha sido honrado públicamente. Pero jamás será usado.

El último día que pasamos en la mansión del bosque, fui llamado a las habitaciones del barón K'ang.

—Nos has servido bien —dijo con notoria cordialidad. Durante un instante, la sonrisa se tornó realmente perceptible en su cara, lisa como un huevo—. Gracias, en parte, a tu habilidad, nuestro divino sabio no está ya alejado de nosotros. Y hay, además, paz en esta tierra: las fronteras están tan en calma como el sueño eterno del monte T'ai.

Como siempre, el estilo elíptico del dictador exigía una interpretación. Más tarde, Fan Ch'ih me dijo que aquella misma mañana la ciudadela sagrada de Chuan-yu había caído en poder de los ejércitos de Chi, y que sus fortificaciones habían sido desmanteladas. Y lo mejor —desde el punto de vista del dictador— era que no había habido respuesta en ningún otro punto de la frontera. El rebelde guardián de Pi era ya anciano. El rebelde Yang Huo, según se creía, había muerto. El nuevo duque de Key estaba preocupado por los asuntos internos. Por el momento, Lu y su dictador estaban en paz. Aunque no lo sabíamos, la recepción en la mansión del bosque era, para el barón K'ang, la celebración del éxito de una larga y tortuosa política, interior y exterior. La designación de Confucio como ministro del estado era un gesto simbólico, aunque vacío, calculado para complacer a los admiradores de Confucio y para poner fin al descontento de los caballeros que administraban el estado.

—Y también estamos en deuda contigo porque nos has enseñado el método occidental de trabajar el metal. Tu nombre, aunque es bárbaro, está ya registrado con honor en los anales de Lu. —El barón K'ang me miró como si yo acabara de recibir, de sus manos, un inmenso tesoro.

Con lágrimas en los ojos, agradecí esa extraordinaria demostración de estima. Escuchó un momento, mientras yo pronunciaba una frase de cortesía catayana tras otra, como un ceramista vidriando una fuente. Cuando finalmente me detuve para respirar, agregó:

—Deseo volver a establecer la ruta de la seda a la India.

—¿Volver, señor barón?

El barón asintió.

—Sí. En general se ignora, pero en los días de los Chou, cuando el hijo del cielo miraba hacia el sur desde Shensi, había un comercio regular, por tierra, entre nosotros y los bárbaros de la llanura del Ganges. Luego se inició un largo… interludio. Sin un verdadero hijo del cielo, muchas cosas no son lo que eran. Aunque la ruta de la seda nunca fue abandonada por completo, el comercio regular se interrumpió hace casi trescientos años. Pero yo siempre he mantenido, como mi inmaculado padre, buenas relaciones con Ch'u, la hermosa nación situada al sur. Quizá hayas visto con agrado los jardines al modo de Ch'u que aquí hemos hecho. Pues bien: no son nada en comparación con todo el país de Ch'u, que es un inmenso jardín regado por el río Yang Tsé.

El barón me contó, con cierta extensión, la historia de Ch'u. Con el corazón aleteando como un ave prisionera, fingí escuchar.

Finalmente, el dictador fue al meollo del asunto.

—Ahora que tenemos paz dentro y fuera del reino, y en parte gracias a ti, querido amigo, nuestro duque celebrará un tratado con el duque de Ch'u y, juntos, patrocinaremos una expedición por tierra a la India. Llevarás al rey de Magadha presentes de nuestro jefe.

En aquel mismo momento, como por arte de magia, la habitación se llenó de mercaderes. Dos eran indios. Uno procedía de Rajagriha, el otro de Varanasi. Me dijeron que habían llegado a Catay por mar. Al sur de Kweichi habían naufragado. Se hubieran ahogado, pero dos de las sirenas que abundaban en los mares del sur los habían salvado. Esas criaturas vivían tanto bajo el mar como en tierra, al menos en remotas islas rocallosas, y se vestían hermosamente de algas. Las sirenas aman a los hombres; y cuando lloran —por lo general cuando han sido abandonadas por un marino humano— sus lágrimas forman perlas perfectas.

Discutimos dilatadamente la expedición. Aunque el barón K'ang había manifestado que ese viaje era una mera recompensa por mis servicios a la familia Chi, eso no era más que una típica exageración catayana, como pronto descubrí. En realidad, una vez por año, al menos, una caravana partía de Key a Lu, y luego continuaba hasta Ch'u. En cada etapa se agregaban nuevas mercancías. Supe también, con cierta amargura, que habría podido dejar Lu años antes. Pero el dictador había querido que yo me ganara el pasaje. Cuando lo hice, me permitió partir. En síntesis, era un gobernante admirable. Eso era indudable.

No recuerdo gran cosa del resto del tiempo que permanecimos en la mansión del bosque. Recuerdo que, a diferencia de los jubilosos Jan Ch'iu y Fan Ch'ih, Confucio no parecía feliz con su alto cargo. También Tzu-lu estaba apagado. No comprendí el motivo hasta que llegamos a las puertas de la ciudad. Mientras nuestra carroza trasponía la puerta interior, un centinela preguntó a uno de nuestros guardias:

—¿Quién es ese ilustre anciano?

—Un ministro de estado —respondió el guardia—. El primer caballero Confucio.

—Ah, sí. —El centinela rió—. El que siempre dice que se debe continuar intentado siempre, aunque no sirva de nada.

El rostro de Confucio no cambió de expresión, pero todo su cuerpo se estremeció, como de fiebre. El sordo Tzu-lu no había oído al centinela, pero advirtió el estremecimiento.

—Debes cuidar tu salud, maestro. Es la mala estación.

—¿Qué estación es buena? —Como luego se vio, Confucio estaba realmente enfermo—. ¿Y qué importa?

Confucio no se había rendido tanto ante el primer ministro como ante el tiempo. En la mansión del bosque había aceptado el hecho de que nunca dirigiría el estado. Esperaba ser útil de alguna manera. Pero el sueño de devolver la legitimidad a su tierra natal había terminado.

7

Los preparativos de la partida ocuparon el resto del verano. Se indicó a los mercaderes de Lu deseosos de comerciar con la India que reunieran sus mercancías en el depósito central. Me entrevisté con todos ellos, procurando ser útil. Prometí obtener en Magadha los privilegios que pudiera para esta o aquella materia prima o manufactura. Aunque el comercio con la India no era habitual, los mercaderes de Catay habían comprendido cabalmente lo que era valioso para los indios. Siempre he pensado que cada raza tiene una memoria completamente distinta de sus tradiciones orales y escritas. Hay cierto tipo de información que se transmite de padres a hijos. A pesar de que habían pasado tres siglos desde la época en que se comerciaba regularmente entre el este y el oeste, en su mayoría, los mercaderes catayanos parecían saber desde el momento de su nacimiento que la seda, las pieles, las perlas, los biombos de plumas, el jade y los huesos de dragón eran muy apreciados en occidente, donde abundaban el oro, los rubíes y las especias que los orientales codiciaban.

El jefe de la expedición era un marqués de Key. Me visitó en el curso del verano. Me ocupé de causar profunda impresión en él por mi vinculación con Ajatashatru, que era en aquel momento, según las últimas noticias, amo de toda la llanura del Ganges con la sola excepción de la república de Licchavi. A instancias del marqués, acepté ser el enlace entre la expedición y el gobierno de Magadha. No me pareció conveniente agitar la cuestión de si yo gozaba o no del favor de mi tempestuoso suegro. Por lo que sabia, Ambalika y mis hijos podían haber muerto. Ajatashatru podía estar loco. Ciertamente, si así lo deseaba, podía también condenarme a muerte por deserción, o por diversión. Los catayanos prudentes hablaban de él en tono preocupado.

—Nunca ha habido un rey más sanguinario —dijo Fan Ch'ih—. En los últimos años, ha arrasado una docena de ciudades, masacrando a decenas de miles de hombres, mujeres y niños.

Yo no ignoraba que Ajatashatru era peor de lo que sospechaban los catayanos; traté, por lo tanto, de presentarlo menos malo de lo que temían. De todos modos, debíamos correr el riesgo. Y yo estaba razonablemente seguro de que desearía abrir la ruta de la seda al tráfico regular. Y, en consecuencia, de que no intentaría inhibir el comercio robando y matando a los mercaderes acreditados. Eso me dije, al menos, y le dije al nervioso marqués de Key.

Poco después de volver de la mansión del bosque, Confucio cayó en cama. Una semana más tarde empezó a correr por todo el Reino Medio el rumor de que el sabio divino se moría.

Apenas oímos las noticias, Fan Ch'ih y yo corrimos a casa del maestro. La calle, frente a la casa, estaba atestada de jóvenes silenciosos y tristes, a la expectativa. Me permitieron entrar sólo porque iba con Fan Ch'ih.

Había treinta discípulos reunidos en la habitación exterior. Vestían de luto. Podía oler el humo de las hierbas aromáticas que se quemaban en el dormitorio. Esa fragancia, agradable para los hombres, es insoportable para los malos espíritus; al menos, eso creen los catayanos.

En el dormitorio, alguien cantaba una endecha.

Cuando Fan Ch'ih la oyó, se echó a llorar.

—Eso significa que realmente va a morir. Sólo se canta cuando el espíritu abandona el cuerpo.

En Catay se cree que si no se implora al cielo y a la tierra que se ocupen del muerto, éste volverá y se apoderará de aquellos que no quisieron aplacar a ambas mitades del huevo original. Y también, que cada hombre posee dos espíritus. Uno, un espíritu de vida, que concluye cuando el cuerpo muere. El otro es el espíritu de la personalidad, que continúa existiendo mientras es recordado y honrado con sacrificios. Si el espíritu recordado no es debidamente honrado, la venganza del fantasma puede ser horrenda. Aun en aquel triste momento pensé, sin poder evitarlo, cuán confusas son todas las religiones. Confucio no creía en espíritus ni en fantasmas. Es presumible que tampoco sus discípulos creyeran. Sin embargo, en el momento de su muerte, Tzu-lu insistió en que se cumplieran todas las viejas ceremonias. Era como si mi abuelo, en el momento de su muerte, hubiese pedido a la diosa-diablesa Anahita que intercediera por él ante los guardianes del hogar ario de los padres.

Los discípulos del patio corearon la melodía. Me sentí incómodo y fuera de lugar. Y también auténticamente entristecido, porque había llegado a admirar a aquel anciano sabio e inflexible.

Luego la música se interrumpió. Tzu-lu apareció en la habitación exterior. Su aspecto era terrible, casi como si él fuera el agonizante. Jan Ch'iu estaba a su lado.

—El maestro está inconsciente. Está a punto de expirar. —La voz de Tzu-lu se quebró—. Pero si recupera el sentido, debemos honrarlo —Tzu-lu señaló el gran montón de ropas que sostenía con ambas manos un discípulo—. Estos son los trajes que debe usar el séquito de un gran ministro. Debemos ponérnoslos. ¡Deprisa!

Tzu-lu, Jan Ch'iu, Fan Ch'ih y otros cuatro discípulos vistieron esas ropas mal ajustadas. Luego entraron en el dormitorio, cantando alabanzas al ministro de estado. Como nadie me detuvo, los seguí.

Confucio estaba en una estera, con la cabeza hacia el norte, donde residen los muertos. Estaba muy pálido, y su respiración era irregular. En un brasero se consumían hierbas aromáticas.

Mientras Tzu-lu y otros empezaban a gemir, Confucio abrió los ojos. Parecía sorprendido, como un hombre a quien se despierta del sueño normal.

—¡Tzu-lu! —exclamó en voz sorprendentemente firme.

Los discípulos callaron, y Tzu-lu dijo:

—Gran ministro, estamos aquí para servirte en la vida como en la muerte. Hemos cumplido los ritos de la expiación. Hemos llamado a los espíritus del cielo, que se hallan arriba, y a los de la tierra, que moran abajo…

—Mi expiación ha comenzado hace largo tiempo. —El rostro pálido se oscurecía con el retorno de las fuerzas—. No necesito ritos. Lo que he hecho en vida es grato a los ojos del cielo, o no lo es. Todo esto es… superfluo. —El anciano parpadeó—. ¿Por qué estáis así?

—Somos el séquito de un gran ministro —dijo Tzu-lu entre lágrimas.

—Yo no soy un gran ministro.

—Eres el ministro de estado…

—Eso nada significa, como todos sabemos. Sólo el séquito de un gran ministro puede vestir esas ropas. —Confucio cerró los ojos—. Es un disfraz, Tzu-lu. —Luego volvió a abrir los ojos: parecían vivos y alerta.

La voz era también más fuerte—. Al fingir que soy algo que no soy, ¿a quién engañáis? ¿A la corte? Allí saben la verdad. ¿Al cielo? ¡No! —En las comisuras de sus labios apareció la huella de una sonrisa—. Prefiero morir conforme a mi humilde condición.

Tzu-lu no dijo nada. Jan Ch'iu rompió el incómodo silencio.

—Te he traído una medicina especial, maestro. —Jan Ch'iu tendió al anciano una pequeña botella con tapón—. Es un regalo del barón K'ang, que ruega por tu recuperación.

—Dile que le agradezco los ruegos. Y la medicina. —Con cierto esfuerzo, Confucio alzó la mano como para coger la botella. Pero cuando Jan Ch'iu intentó ponerla en su mano, Confucio apretó el puño y agregó—: Como no sé lo que hay en ella, no me atrevo a beber el líquido que contiene. Además —finalmente aparecieron los dientes delanteros y la sonrisa de conejo—, el primer ministro sabe, sin duda, que un caballero sólo puede aceptar medicinas de un médico cuyo padre y abuelo hayan servido ya a su familia.

Confucio no murió. A finales del verano pidió al barón K'ang un ministerio real. Se le dijo que no había ninguno vacante en aquel preciso momento, y el sabio comprendió que la calabaza amarga quedaría definitivamente colgada de la pared.

Con aparente buen ánimo, Confucio dividió su tiempo entre sus discípulos y el estudio de los textos Chou. Se dice que la escuela privada de Confucio era la primera del Reino Medio que no estaba vinculada a una familia noble. El mismo Confucio había sido educado en la escuela privada de la familia Meng. Y había llegado a ser el maestro de toda la clase de los caballeros, y también de muchos nobles. Y era además el creador de los gentilhombres. Antes de Confucio, nadie, por debajo del nivel de caballero, podía aspirar al rango —no, no el rango, sino la calidad— de gentilhombre. Confucio decía que cualquiera que siguiese el camino apropiado con diligencia podía convertirse en un gentilhombre. Los desposeídos y estudiosos Shang estaban complacidos; no así la nobleza Chou.

Other books

The Beginning by Lenox Hills
Hunted by Cheryl Rainfield
Reckless Eyeballing by Ishmael Reed
Virgin by Mary Elizabeth Murphy
Everybody Has Everything by Katrina Onstad
The Ice is Singing by Jane Rogers