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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (15 page)

BOOK: Creación
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Aunque me alegro de no haber nacido babilonio, debo decir que ningún lugar de la tierra es tan agradable para los jóvenes, y en particular los educados al austero modo persa.

Al ocaso atravesamos la puerta de Ishtar, así llamada en honor de una diosa no muy distinta de Anahita o Afrodita, excepto porque es tanto hombre como mujer. En ambas formas, Ishtar es sexualmente insaciable y su culto dicta el carácter de toda la ciudad. La puerta de Ishtar consta en realidad de dos puertas, una en el muro exterior y otra en el interior. Las enormes puertas están cubiertas de losas de cerámica de color azul, negro y amarillo, que representan toda clase de bestias extrañas y terribles, incluso dragones. El efecto es más alarmante que hermoso. De las nueve puertas de la ciudad, cada una de las cuales lleva el nombre de un dios, la de Ishtar es la más importante porque conduce directamente al corazón del sector izquierdo de Babilonia, donde se encuentran los templos, los palacios y los tesoros.

Justamente después de la primera puerta, Mardonio fue recibido por el verdadero gobernador de la ciudad y su comitiva. Por razones obvias, mi identidad y la de Jerjes fueron mantenidas en secreto. Éramos simplemente los acompañantes del gobernador del tercer mes.

Después de la ofrenda ritual de pan y agua, fuimos escoltados por el camino de las procesiones. Esa impresionante avenida está pavimentada con bien ajustadas losas de piedra caliza. Los muros laterales están cubiertos de leones de cerámica.

A la izquierda se encuentra el templo de algún dios diabólico; a la derecha, el así llamado palacio nuevo, construido por el rey Nabucodonosor en quince días, según afirman los pobladores. Nabucodonosor, el último héroe babilonio, expulsó de Asia a los egipcios; conquistó también Tiro y Jerusalén. Infortunadamente, como tantos babilonios, estaba enloquecido por la religión. Supongo que no tenía opción: los sacerdotes de Bel-Marduk controlan la ciudad, y ningún rey de Babilonia reina verdaderamente hasta que se viste de sacerdote y coge las manos de Bel. Esto significa literalmente que debe coger las manos de la estatua dorada de Bel-Marduk en el gran templo. Ciro, Cambises, Darío y Jerjes se apoderaron, cada uno a su turno, de las manos de Bel.

Nabucodonosor dedicó casi por entero sus últimos días a ceremonias religiosas en las que pretendía, con frecuencia, ser el macho cabrío del sacrificio. En una oportunidad se puso a cuatro patas y comió la hierba de los jardines colgantes. Sin embargo, nunca fue sacrificado como los machos cabrios habituales. Había muerto unos cincuenta años antes de nuestra visita a Babilonia, completamente loco. Jamás conocí a un babilonio a quien no le agradara hablar de él. Fue su último verdadero rey. Dicho sea de paso, era de antiguo linaje caldeo, como —estoy todo lo seguro que se puede estar cuando se carece por completo de pruebas— la familia Espitama.

Treinta años después de la muerte de Nabucodonosor, Ciro fue acogido en Babilonia por el partido de la oposición a los sacerdotes, un conjunto de mercaderes y cambistas internacionales que había depuesto al último rey, Nabonid, una poco lúcida figura. Aquel extraño soberano solamente se interesaba en la arqueología y casi siempre se encontraba, no en Babilonia, sino desenterrando las ciudades perdidas de Sumeria en el desierto. A causa de su abstracción total en el pasado, los sacerdotes se ocuparon del presente. Gobernaron el estado y lo dejaron ir a la ruina o, más exactamente, a la gloria, puesto que cayó en manos de Ciro.

Nos asignaron espléndidas habitaciones en el palacio nuevo. Justamente debajo se hallaba el puente de piedra que une el lado izquierdo de la ciudad con el derecho. Cada noche se levanta una parte de madera del puente para que los ladrones no puedan pasar de un lado a otro.

Debajo del río, Nabucodonosor construyó un túnel. Esta notable obra de ingeniería tenía unos veinte pies de ancho, y casi otros tantos de alto. A causa de la constante infiltración de agua del Éufrates, el suelo y las paredes están siempre peligrosamente barrosos; y el aire apesta, no sólo por los bueyes que arrastran los carros, sino a causa de las teas de humeante brea que cada viajero es alentado a alquilar en la entrada. Yo estaba sin aliento cuando llegamos al lado opuesto, y Jerjes dijo que se sentía como si hubiera sido enterrado vivo. Sin embargo, el túnel está en uso desde hace medio siglo sin que haya ocurrido ningún incidente.

Nuestras habitaciones estaban en lo alto del palacio nuevo, unos cuatro pisos sobre la ciudad. Desde una galería central teníamos una hermosa vista de lo que en Babilonia se llama un zigurat, o torre elevada. Aquel zigurat en particular era conocido como la Casa de los Cimientos del Cielo y la Tierra. Es el edificio más grande del mundo, y a su lado son pequeñas aun las más altas pirámides egipcias, según sostienen los babilonios. Jamás he estado en Egipto. Se han colocado unos sobre otros siete enormes cubos de ladrillo; el mayor es la base; el menor, la cúspide. Una escalera rodea toda la construcción. Como cada nivel está consagrado a una divinidad diferente, cada uno tiene un color. Aun a la luz de la luna podríamos distinguir el brillo fantasmal de los rojos, azules y verdes de diversos dioses solares, lunares, estelares.

Cerca del zigurat está el templo de Bel-Marduk, un conjunto de enormes edificios de color de barro y patios polvorientos. El templo no es de una especial belleza exterior, aparte de las altas puertas de bronce del salón de la deidad. En verdad, el templo sólo tiene una característica notable: no es en modo alguno diferente, según se supone, de como era hace tres mil años. El verdadero dios o espíritu de esta ciudad es la inmutabilidad. Jamás se permite que algo cambie.

Es una pena que tan pocos atenienses visiten Babilonia. Podrían aprender humildad ante la idea de la larga duración del tiempo, y la brevedad de nuestros insignificantes días —por no hablar de las obras—. En presencia de tanta historia, no es extraño que el pueblo de pelo negro viva tan exclusivamente para el placer, en el aquí y ahora. En general, Babilonia es un lugar calculado para deprimir a los ambiciosos. Ciertamente, a ninguno de nuestros Grandes Reyes le ha gustado nunca reunir allí su corte. Fue Jerjes quien finalmente interrumpió esa costumbre anual inaugurada por Ciro.

El gobernador de la ciudad había dispuesto un banquete para nosotros en los jardines, en el terrado del palacio nuevo. Esos celebrados jardines fueron creados para Nabucodonosor. Primero los ingenieros construyeron una serie de columnatas, suficientes para sostener seis pies de tierra. Luego se plantaron árboles y flores para alegrar a una reina que padecía nostalgia —¡entre todas las ciudades!— de Ecbatana. Finalmente, se instalaron bombas mecánicas. De día y de noche, incesantemente, cubos de agua del Éufrates alimentan los altos jardines. El resultado es que, aun en el calor del corazón del verano, los jardines están siempre verdes y frescos. Debo decir que hallarse entre pinos, en el terrado de un palacio, es un placer incomparable.

Por primera vez en nuestras vidas éramos hombres libres, y recuerdo esa noche como una de las más mágicas que he vivido. Estábamos reclinados en divanes, bajo lo que parecía, a la luz de la luna, una glicina de plata maciza. Hasta hoy no puedo aspirar la fragancia de una glicina sin recordar Babilonia… y la juventud. No, Demócrito: la visión o el tacto de la plata no estimulan mi memoria. No soy un mercader ni un banquero.

El gobernador de la ciudad usaba un turbante dorado y traía un bastón de marfil. Aunque sabía quién era Jerjes, logró reprimir el terror que el Gran Rey y sus hijos inspiraban con tanta frecuencia. Huésped solícito, nos entregó una docena de muchachas bien instruidas en las artes de Ishtar.

—El sátrapa Zopiro se encuentra en su casa, río arriba, jóvenes señores —dijo el gobernador—. Lleva un tiempo enfermo.

—Envíale nuestros saludos. —Mardonio representaba con satisfacción el papel de gobernador, mientras Jerjes y yo simulábamos atenderlo según la mejor tradición de la corte. Posteriormente concordamos en lo afortunado de que el sátrapa no nos recibiera, porque se hubiese visto obligado a besar a los enviados del Gran Rey, y Zopiro, por supuesto, no tenía labios. Y tampoco nariz, ni orejas.

Cuando Darío sitió Babilonia por segunda vez, la ciudad resistió casi dos años. Zopiro era hijo de uno de Los Seis, y oficial del ejército persa. Finalmente, Zopiro preguntó al Gran Rey qué significaba para él la posesión de Babilonia. Una pregunta algo tonta, se podría pensar, después de diecinueve meses de sitio. Cuando Darío reconoció que la ciudad le importaba decisivamente, Zopiro dijo que le regalaría Babilonia al Gran Rey.

Entonces llamó al carnicero y le ordenó que le cortara las orejas, la nariz y los labios. Luego, Zopiro desertó y se pasó a los babilonios. Señalando su rostro mutilado, dijo:

—Mirad lo que me ha hecho el Gran Rey.

Le creyeron. ¿Quién no le hubiese creído?

Por último, Zopiro fue conducido ante el consejo de sacerdotes que gobernaban la ciudad. Cuando los alimentos empezaron a escasear, aconsejó que se matara la mayor parte de las mujeres, de modo que los soldados tuviesen comida suficiente. Cincuenta mil mujeres fueron masacradas. Y una noche, cuando los babilonios celebraban una de sus ceremonias religiosas, Zopiro abrió la puerta de Nanar y Babilonia cayó una vez más. La justicia de Darío fue expeditiva. Tres mil hombres fueron crucificados fuera de las murallas. Se derribaron varias puertas y parte del muro exterior. Para repoblar la ciudad, Darío importó varios miles de mujeres de diversas partes del mundo. En el momento de nuestra visita, las extranjeras ya habían cumplido su tarea, y la mayor parte de la población de la ciudad estaba por debajo de los dieciséis años de edad.

Como exigía la costumbre, Darío cogió una vez más las manos de Bel y volvió a ser —una vez más— el legítimo rey de Babel, como se llamaba la nación. Y luego designó a Zopiro sátrapa vitalicio. Es curioso: hace pocos días encontré a su nieto en el ágora. Es mercader, y «ya no más un persa», me dijo. Le respondí que siempre sería el nieto del hombre a quien Darío llamó el más grande de los persas después de Ciro. Pero está bien; no somos responsables de nuestros descendientes. Irónicamente, el nieto se llama Zopiro. Es hijo de Megabizo, hasta hace poco el mejor general de Persia.

—¿Dónde está el tesoro de la reina Nitocris?

—Mardonio tenía ánimo juguetón.

—Juro que no está en su tumba, señor. —La respuesta del gobernador fue tan seria que no pudimos dejar de reír.

—Como descubrió el Gran Rey. —Jerjes bebía cerveza, un vaso tras otro. Podía beber más que cualquier otro hombre que yo haya conocido, y demostrarlo menos. Y debería señalar que era notablemente bello a sus diecinueve años, y que esa noche, a la luz de la luna, sus ojos claros parecían piedras lunares y su barba era como la piel del zorro de Escitia.

—¿Cómo fue posible —pregunté— que una mujer gobernara este país?

—Porque, señor, algunas de nuestras reinas pretendían ser hombres, a la manera egipcia. Y, por supuesto, la diosa Ishtar es tanto hombre como mujer.

—Querríamos ver su templo —dijo Jerjes.

—Quizás el famoso tesoro esté escondido allí —agregó Mardonio.

Al recordar, ahora, comprendo qué bien había entendido Darío al joven Mardonio. La broma de Darío acerca de la posible adquisición de una fortuna en un mes tenía un sentido preciso. EI Gran Rey sabía ya entonces lo que a mí me llevó años aprender: que mi amigo Mardonio era un hombre avaro.

Jerjes deseaba ver la tumba de la reina, situada encima de una de las puertas de la ciudad. En el muro, en la parte interior de la puerta, está grabada en piedra la sentencia: «Si un futuro gobernante de mi país necesita oro, que abra mi tumba».

Como Darío siempre necesitaba oro, ordenó que la tumba de la reina fuera abierta. Y, además del cuerpo de la reina, conservado en miel, sólo había en el sepulcro una tableta de piedra donde ella había escrito: «Si hubieses sido menos porfiado y codicioso, no te habrías convertido en ladrón de tumbas». Darío en persona arrojó al Eufrates el cuerpo de la reina. No demostró tacto; pero es que estaba muy furioso.

El gobernador nos aseguró que el tesoro de Nitocris era sólo una leyenda. Por otra parte, aunque no hizo mención del hecho, se podía ver en el templo de Bel-Marduk lo que parecía ser la mayor parte de todo el oro del mundo.

Años más tarde, Jerjes se llevó del templo todos los objetos de oro, incluyendo la estatua de Bel-Marduk. Los fundió todos para hacer dáricos —monedas de oro— con que sostener las guerras griegas. Como era de prever, los babilonios de hoy se complacen en afirmar que los problemas posteriores de Jerjes se debieron a este sacrilegio, lo cual no tiene sentido. En verdad, Ciro, Darío y el joven Jerjes hicieron demasiadas concesiones a los numerosos dioses locales del imperio. Nuestros Grandes Reyes, con sagacidad, permitían a la gente adorar a sus dioses locales; pero ellos mismos no debían haber reconocido jamás a otro dios que el Sabio Señor. Una Verdad a medias es igual a toda la Mentira, decía Zoroastro.

Zopiro demostró ser un huésped perfecto. Se quedó en su casa, situada río arriba, y nunca lo vimos. Disfrazados de medos comunes, éramos libres de explorar la ciudad. No es necesario decir que los guardias nunca se alejaban de Jerjes. La reina Atosa se había ocupado de ello. En verdad, hasta había pedido a Darío que retuviera a Jerjes en su casa. Pero como una promesa hecha por el Gran Rey no puede deshacerse, Atosa insistió en que se le permitiera, al menos, elegir a los guardias de Jerjes. Me hizo jurar también que yo vigilaría a Mardonio. Lo creía capaz de matar a Jerjes, y nada de lo que dije pudo convencerla de lo contrario.

—Su padre es Gobryas. Y Artobazanes es su sobrino. Me basta con eso. Es una conspiración. Apenas mi hijo esté solo en Babilonia…

Por una vez, Atosa se equivocaba. Mardonio quería a Jerjes. O, más exactamente, le disgustaba su padre y nada sentía hacia su sobrino Artobazanes.

Como todo visitante de Babilonia, fuimos directamente al templo de Ishtar, donde las mujeres se prostituyen. Según una antigua ley del país, toda mujer babilonia debe ir, una vez en su vida, al templo de Ishtar, y aguardar en el atrio a que un hombre le ofrezca plata por hacer el amor. El primero que le ofrece dinero se queda con ella. En otros templos de la diosa, muchachas y hombres jóvenes reemplazan a las prostitutas; y se considera que el hombre que se acuesta con un homosexual del templo gana la bendición especial de la diosa. Afortunadamente para ellos, los varones babilonios no están obligados a prostituirse en el templo una vez en la vida. Sólo las damas tienen este honor.

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