Recordé las plácidas muchedumbres que acababa de ver en las calles de la capital. Evidentemente, el caos era un asunto muy relativo en el Reino Medio; como ya he observado, la palabra con que en Catay se designa el caos, sirve también para nombrar el cielo, y la creación.
—Nada hemos oído, chambelán. ¿Con quién es la guerra?
—Con Key.
Cada vez que se hablaba de la hegemonía, tema tan frecuente, se consideraba siempre que lo más probable era que esa nación, situada al norte del río Amarillo, recibiera el mandato del cielo. Los orígenes de la riqueza de Key se encontraban en la sal. Hoy, Key es sin duda el más rico y adelantado de los estados de Catay. A propósito: allí se acuñaron las primeras monedas catayanas, lo cual hace de Key una especie de Lidia del oriente.
—El ejército de Key está ante las puertas de piedra. —Esto es, la frontera entre Key y Lu—. Nuestras tropas están preparadas, por supuesto. Pero no obtendrán la victoria hasta que el duque concurra al templo de los antepasados y se dirija primero al Emperador Amarillo y luego a nuestro fundador, el duque Tan. Sólo después de que él informe, recibiremos sus bendiciones.
—¿Habéis consultado ya el caparazón de la tortuga vidente?
—El caparazón está preparado. Pero sólo el duque puede interpretar el mensaje del cielo.
En los momentos de crisis, en todos los reinos de Catay, se cubre de sangre la parte exterior de una concha de tortuga. El augur principal apoya luego contra la parte interior una vara de bronce al rojo, hasta que aparecen, en la superficie cubierta de sangre, figuras o dibujos. Teóricamente, sólo el gobernante puede interpretar estas señales del cielo pero, en realidad, es el augur principal quien sabe hacerlo. Es un proceso aún más complejo que el que supone la forma habitual de adivinación del Reino Medio, consistente en arrojar unos palillos. Cuando caen al suelo al azar, se examina la relación en que han caído, según un antiguo texto llamado el
Libro de las Mutaciones
. El comentario correspondiente no se distingue mucho de las expresiones de la pitonisa de Delfos. La única diferencia es que ese libro no pide oro a cambio de sus profecías.
El chambelán nos aseguró que, tan pronto como el duque Ai hubiese cumplido sus obligaciones ceremoniales, recibiría a su ducal primo. Aunque el ducal primo sugirió con bastante claridad que una invitación a permanecer en el palacio no sería rechazada de inmediato, el chambelán prefirió no comprenderlo. Ofendido, el duque se retiró.
Fuimos luego al mercado central, donde el mayordomo del duque estaba ya negociando con los vendedores de huesos de dragón. No sé por qué me divertía a tal punto en los mercados de Catay. Es obvio que por venir de tan lejos. Después de todo, hay mercados en todas partes. Pero los catayanos tienen más imaginación que otros pueblos. Su forma de exhibir los alimentos hace pensar en una exquisita pintura o escultura, y la variedad de cosas en venta es infinita: cestos de Ch´in, banderas de Cheng, cordones de seda de Key, diez mil cosas.
El duque era demasiado importante para conversar directamente con los revendedores de su mercancía, pero respondía a sus profundas inclinaciones con una serie de gestos hieráticos. Mientras tanto, en voz bajísima, me decía:
—Yo sabia que no debíamos venir al sur. Si hay una guerra, nos cogerá. Y lo que es peor: mi sobrino estará demasiado atareado para ocuparse debidamente de mí. No habrá recepción oficial, no se reconocerá mi rango, no tendremos un lugar de residencia. —Esto último era lo que más le molestaba. Odiaba pagar por su alojamiento, y también por cualquier otra cosa.
Advertí que la guerra no interesaba en absoluto a la gente del mercado.
—¿Por qué no están más inquietos? —Le pregunté al duque, mientras atravesábamos el gentío. Todo parecía maravillosamente vívido a la luz del cielo bajo. Por alguna razón, el cielo parece más próximo a la tierra en Catay que en ninguna otra parte. Quizá sea porque mira constantemente a los duques, tratando de decidir a quién otorgarle el mandato.
—¿Por qué habían de estar inquietos? Siempre hay alguna guerra entre Lu y Key. Es un fastidio para el duque y la corte, pero a la gente común verdaderamente no les preocupa.
—Pero podrían morir. La ciudad podría ser incendiada…
—Aquí no tenemos ese tipo de guerras. Esto no es Ch'in, donde la guerra es un asunto sangriento, porque los ch'inos son hombres lobos. No. Nosotros somos civilizados. Los dos ejércitos se encuentran en las puertas de piedra, como es tradicional. Hay una o dos escaramuzas. Algunos centenares de hombres mueren o son heridos. Se cogen prisioneros para el cambio o el rescate. Y luego se hace un tratado. Nuestros pueblos aman los tratados. En este momento, hay diez mil tratados celebrados entre las naciones del Reino Medio. Como cada uno de ellos será seguramente roto, se necesitarán nuevos tratados para reemplazar los viejos.
En realidad, los asuntos del Reino Medio no eran tan buenos ni tan malos como el duque me inducía a pensar. Sesenta años antes, el primer ministro del débil estado de Sung había organizado una conferencia de paz. Se declaró un armisticio y durante diez años hubo paz en el Reino Medio. Diez años es mucho tiempo en la historia humana. Aunque en épocas recientes ha habido muchas guerras menores, todo el mundo profesa los principios del armisticio de Sung. Así se explica por qué todavía ningún gobernante aislado considera llegado el momento de conquistar la hegemonía.
El duque propuso que fuéramos al templo principal.
—Estoy seguro de que encontraremos allí a la familia Chi, cometiendo sus blasfemias habituales. Sólo el heredero legítimo del duque Tan puede hablar con el cielo. Pero la familia Chi hace lo que se le antoja, y su jefe, el barón K'ang se complace en pretender que es el duque.
El gran templo del duque Tan es tan imponente como el de Loyang, y mucho más antiguo. El duque Tan fundó Lu hace seis siglos. Poco después de su muerte, se erigió el templo en su honor. Por supuesto, siempre se miente acerca de la verdadera edad de los edificios. Como los templos de Catay son en su mayor parte de madera, estoy bastante seguro de que aun el templo más antiguo es simplemente una recreación —como el renacimiento del fénix— de un original desaparecido mucho antes. Pero los catayanos sostienen, al igual que los babilonios, que como siempre ponen gran cuidado en copiar exactamente el original, nada cambia.
Frente al templo, había mil soldados de infantería en posición de combate. Llevaban túnicas de cuero. Arcos de madera de olmo pendían de sus hombros, y tenían largas espadas sujetas al cinto. Estas tropas estaban enteramente rodeadas por niños, mujeres y vendedores de comida. En el otro extremo de la plaza, se asaban los animales sacrificados sobre las hogueras del altar. El ánimo de la multitud era más festivo que guerrero.
El duque preguntó a uno de los guardias de la puerta del templo qué ocurría. El guardia dijo que en el interior se hallaba el barón K'ang, quien se dirigía al cielo. El duque parecía verdaderamente disgustado cuando se reunió conmigo.
—Es realmente horrible. Y sacrílego. Él no es el duque.
Yo sentía curiosidad por saber qué ocurría dentro del templo. Mi amo hizo todo lo posible por explicármelo.
—El falso duque dice a los antepasados, que no son sus antepasados, que el reino ha sufrido un ataque. Dice que si el cielo y los antepasados le sonríen, cortará el paso al enemigo en las puertas de la ciudad. Y mientras tanto, les ofrece los sacrificios, la música y las plegarias habituales. Más tarde, el comandante general se cortará las uñas y…
—¿Qué hará qué?
El duque parecía sorprendido.
—Los generales de ustedes, ¿no se cortan las uñas antes de la batalla?
—No. ¿Porqué?
—Porque cuando muere alguien conocido, nos cortamos las uñas en señal de respeto, antes del funeral. —Y como en la guerra mueren hombres, nuestro comandante general se prepara por anticipado para el funeral, vistiendo un traje de luto y cortando sus uñas. Luego conduce su ejército, a través de la puerta de los malos presagios, que aquí es la puerta baja del norte, y se dirige al campo de batalla.
—Hubiera creído que un general sólo querría asociarse con buenos presagios.
—Así es —respondió el duque, con cierta irritación. Como la mayoría de la gente que gusta de explicar cosas, odiaba contestar preguntas—. Nos movemos por caminos opuestos, como hace el cielo. Salimos por la puerta del infortunio y regresamos por la afortunada.
En mis viajes he aprendido que las normas religiosas, en general, carecen de sentido si no se penetra en los misterios profundos del culto.
—Luego, el comandante dirige trece oraciones al número trece.
—¿Por qué el trece?
El duque compró a un vendedor un pequeño lagarto frito. No me ofreció un trozo, lo cual interpreté como una mala señal. Sin duda, para él era buena.
—Trece —contestó, con la boca llena— es un número significativo porque el cuerpo tiene nueve aberturas —recordé la tremenda descripción que de estos orificios hacía Sariputra— y cuatro miembros. Nueve y cuatro da trece, es decir un hombre. Después de la celebración del número trece, que es el hombre mismo, el general reza para que sus hombres estén libres de puntos de muerte. Un punto de muerte —agregó rápidamente, antes de que yo pudiera preguntar nada— es la parte del cuerpo menos resguardada por el cielo y, por lo tanto, la más indefensa ante la muerte. Hace años me dijeron cuál era mi punto de muerte, y desde entonces he tenido gran cuidado de no exponerlo nunca. En verdad…
Pero yo no llegaría a saber nada más acerca del punto de muerte del duque. En aquel momento, las puertas de bronce del templo se abrieron de par en par. Los tambores fueron golpeados con varas de jade, y se oyeron campanas. Los soldados alzaron brillantes banderas de seda. Todos los ojos estaban ahora clavados en el vano de la puerta, donde se encontraba el dictador hereditario de Lu.
El barón K'ang era un hombre bajo y grueso, con el rostro tan liso como una cáscara de huevo; vestía una túnica de luto. Solemnemente, nos volvió la espalda y se inclinó tres veces ante los antepasados. Luego, un hombre alto y hermoso, vestido también de luto, salió del templo.
—Es Jan Ch'iu —dijo el duque—. El mayordomo de la familia Chi. Él conducirá el ejército de Chi a las puertas de piedra.
—¿No hay ejército en Lu?
—Sí. El ejército de Chi.
Como la mayoría de los catayanos, el duque no concebía la idea de un ejército nacional. En casi todos los países, cada clan posee sus propias tropas. Como el clan más poderoso es el que tiene más tropas, ejerce el mayor poder en el reino. La única excepción a esta regla es Ch'in, donde el barón Huan ha logrado reunir en un ejército único todas las tropas de sus amigos y, además, a todos los hombres aptos del país. El resultado es un estado militar espartano, y una anomalía en el Reino Medio.
Para asegurar la victoria, el dictador y su general cumplieron una serie de ritos misteriosos a plena vista del pueblo.
—¿Quién ganará la guerra? —pregunté.
—Key es un estado más rico y más poderoso que Lu. Pero Lu es particularmente antiguo y sagrado. Todo lo que a los ojos del pueblo del Reino Medio es bueno y sabio, está asociado con el fundador de esta ciudad, el duque Tan.
—Pero para ganar una guerra no basta con ser bueno, sabio ni antiguo.
—Por supuesto que sí. El cielo, y no los hombres, es quien decide estas cosas. Si sólo se tratara de hombres, los lobos de Ch'in nos esclavizarían a todos. Pero el cielo refrena a los lobos. Supongo que ésta será una guerra breve. Key jamás osaría socavar el equilibrio del mundo conquistando Lu, aunque pudiera, lo cual es dudoso. Jan Ch'iu es un excelente general. Y además, es devoto de Confucio. Hasta fue con él al exilio. Pero, hace siete años, Confucio le dijo que su tarea estaba aquí, y desde entonces es el mayordomo de los Chi. A mi juicio, tiene muchas buenas cualidades, aunque sea un hombre del común. Y por eso siempre he sido amable con él. —Era el máximo elogio del duque.
El dictador abrazó al general. Se ofreció a cada soldado la carne del sacrificio. Cuando todos hubieron comido, Jan Ch'iu gritó una orden, que no comprendí. Desde el lado opuesto de la plaza, avanzó hacia nosotros un carro con dos hombres.
Como de costumbre, el duque reconoció al oficial del carro. Siempre decía que le habían sido presentadas más personas que a cualquier otro habitante del Reino Medio.
—Es el segundo. También es discípulo de Confucio. En realidad, los protegidos de Confucio administran los asuntos de la familia Chi, y por esto el barón K'ang lo ha hecho llamar después de tantos años. —El duque miró al segundo, que saludaba ahora al dictador—. No puedo recordar su nombre. Pero es un ser peligroso. Le oí decir una vez que ninguno de nosotros debería vivir del trabajo ajeno. Me asombré. Y también se asombró Confucio, me alegra decirlo. Recuerdo su respuesta, que con frecuencia he citado: «Debes hacer lo que te corresponde por tu situación, así como el hombre común debe hacer lo que le corresponde. Si eres sabio y justo, él te mirará, con su hijo atado a la espalda. Así que no pierdas tiempo en cultivar tu propio alimento. Deja eso al campesino». Y Confucio también defendió otro punto importante…
Dejé de escuchar. Había reconocido al segundo. Era Fan Ch'ih. Pensé rápidamente. ¿Me acercaría a él de inmediato? ¿O debía esperar su regreso de la guerra? ¿Y si moría? Si así era, sabía que pasaría el resto de mi vida como un esclavo del duque loco del país inexistente. Durante nuestra permanencia en Loyang había terminado por comprender que el duque tenía una mente demasiado dispersa para emprender el largo y azaroso viaje a Magadha. Sería su esclavo durante el resto de mi vida; le seguiría de un lugar a otro como un mono amaestrado al que se muestra en todas partes, pellizcándole la mejilla para que los catayanos vieran cómo el color rojo aparecía y desaparecía. Entre una vida así, y la muerte, elegí entonces la muerte, o la libertad. Tomé esa decisión en la plaza atestada, ante el gran templo de Lu.
Me abrí paso por entre la muchedumbre, pasé por debajo del cordón de soldados y corrí hacia Fan Ch'ih. Cuando estaba a punto de hablarle, dos miembros de la guardia de Chi se apoderaron de mis brazos. Yo me encontraba a pocos metros del barón K'ang, cuyo rostro se mantenía imperturbable. Jan Ch'iu frunció el ceño. Fan Ch'ih parpadeó.
—¡Fan Ch'ih! —grité. Mi amigo me volvió la espalda. Sentí terror. Según las leyes de Catay, yo era en ese momento un esclavo fugitivo. Podía ser condenado a muerte.