Cuando la música y la danza cesaron, el duque de Chou pidió al Emperador Amarillo que el cielo bendijera al Reino Medio. El hijo del cielo, entonces, procedió a reintegrar su poder a todos los señores de Catay. Esta parte de la ceremonia era tan impresionante como carente de sentido.
Solemnemente, el duque de Chou indicó a los señores del Reino Medio que se acercaran. Quince hombres magníficamente vestidos se acercaron, agachados, al duque. Conviene mencionar aquí que, cuando una persona se presenta ante otra de rango superior, baja la cabeza, inclina el cuerpo y dobla las piernas para mostrarse lo más pequeña que puede.
Casi junto al duque, las quince figuras resplandecientes se detuvieron. Entonces los mariscales, el de la izquierda y el de la derecha, entregaron al duque quince tabletas de bronce con la hermosa y para mí definitivamente incomprensible escritura de Catay.
El duque cogió la primera tableta y se volvió a un anciano con hábito plateado.
—Acércate, querido primo.
El anciano avanzó como un cangrejo hacia el duque.
—Es la voluntad del cielo que continúes sirviendo como nuestro leal esclavo. Coge —puso en manos del anciano la tableta— este símbolo de la voluntad celeste de que continúes sirviendo, a nosotros y al cielo, como duque de Wei.
Esto me causó profunda impresión. En aquel polvoriento salón, cuyas oscuras vigas habían desaparecido parcialmente por obra de las termitas, estaban reunidos todos los duques de Catay para que el hijo del cielo confirmara su autoridad. Había once duques de los estados interiores, y cuatro de los llamados reinos exteriores. Cada vez que un duque recibía el emblema de la autoridad renovada, se oía música, los sacerdotes cantaban y el duque de Sheh reía muy suavemente. No osé preguntarle el motivo. Al comienzo pensé que sentía rencor por la inexistencia de Sheh. Pero cuando el duque de Ch'in recibió con avidez el símbolo de la soberanía, advertí sorprendido que no era el mismo hombre que aullaba como un lobo ante el túmulo funerario del emperador Wu.
—No es el duque —susurré.
—Por supuesto —respondió mi excéntrico amo.
—¿Quién es entonces?
—Un actor. Los quince duques son representados por actores. Año tras año, el hijo del cielo finge renovar la autoridad de los verdaderos duques. Es un gran escándalo. Pero ¿qué otra cosa puede hacer mi pobre amigo? Los verdaderos duques no vendrían jamás a Loyang.
—Creía que habías dicho que todos lo aceptan como hijo del cielo.
—Así es.
—¿Y por qué no le rinden honores?
—Porque no es el hijo del cielo.
—No comprendo.
—Tampoco él. Y sin embargo, no es difícil. Mientras fingen aceptar que él es hijo del cielo, ninguno de ellos puede reclamar el mandato. Por eso es tan necesaria esta representación. Como cada uno de los duques sueña con apoderarse del mandato, han acordado entre todos que, por ahora, lo mejor es actuar como si el duque de Chou fuera lo que afirma ser. Pero tarde o temprano algún duque conseguirá la hegemonía. En ese momento, Loyang se desvanecerá como un sueño y el río Amarillo se tornará rojo por la sangre.
Mientras los duques-actores se retiraban, el hijo del cielo proclamó:
—Aquí, al norte, se encuentra el solitario. ¡Aquí está el mandato del cielo!
Hubo entonces un tremendo estallido debido a los músicos, y cien hombres con fantásticas tocas de plumas y colas de animales iniciaron una serie de danzas tan extraordinarias como las que recuerdo haber visto en Babilonia, donde se puede ver absolutamente todo. En mitad de un remolino de vivos colores y extraños sonidos, el hijo del cielo desapareció.
—Es la música de los cuatro puntos cardinales —dijo el duque—. A los puristas no les agrada. Pero a los puristas no les agrada ninguna innovación. Yo, personalmente, prefiero la música moderna a la antigua. Es herética, por momentos; pero ésta es una época de herejías. ¿Una prueba? No hay un duque en Sheh.
No recuerdo cuánto tiempo permanecimos en Loyang. Pero sí que me sentía prácticamente libre, por primera vez desde mi captura. Fui a numerosas cenas con el duque, a quien le encantaba mostrarme. No es que yo inspirara gran interés. Los catayanos en general, y los cortesanos de Loyang en particular, se preocupan muy poco por el mundo situado más allá de lo que ellos llaman cuatro mares. Lo que es peor, tenía rasgos extraños y hablaba su lengua con acento desagradable, dos deficiencias que no suelen concitar popularidad. Para mi asombro, y para decepción del duque, a casi nadie le importaba el mundo occidental. Lo que no es el Reino Medio, no existe. A los ojos de los catayanos, los bárbaros somos nosotros, y ellos son los civilizados. He podido comprobar que, si uno viaja hasta llegar lo bastante lejos, la izquierda se convierte en la derecha, el arriba en abajo, y el norte en el sur.
Sin embargo, me resultaba muy atractivo el deterioro general de la corte de Loyang. Los cortesanos sólo querían divertirse. Se entretenían con juegos de palabras que yo no podía seguir. Decían maliciosos chismes unos de otros. Comían bien en sus platos astillados, bebían alegremente en sus copas desportilladas, llevaban con elegancia sus gastadas vestiduras.
Andando por Loyang, se percibía que alguna vez había sido una capital imponente, si bien algo primitiva. Y también que esos días habían pasado para siempre. Como fantasmas, los servidores del hijo del cielo realizaban sus ceremonias, haciendo gala de ineptitud, según el duque de Sheh; y así como los fantasmas revisten carnes lujuriosas, ellos gozaban de la vida como si sospecharan que la gloria no volvería y que la corte en que servían era sólo una desvaída sombra de un mundo definitivamente perdido.
Visitamos el Salón de la Luz, un antiguo edificio construido en honor del Sabio Señor; quiero decir, del cielo. Es curioso que ambos conceptos me parezcan intercambiables. Sin embargo, cuando hablé del Sabio Señor a los sacerdotes de Catay, se sintieron incómodos, cambiaron de tema, y hablaron del Emperador Amarillo, de los descendientes reales, del mandato… ¡ese eterno mandato! No podían, no querían enfrentarse a la idea de que, hay un principio inicial y orientador del universo. Ignoran por entero la existencia de una guerra entre la Verdad y la Mentira. Su mayor interés es el mantenimiento de un armonioso equilibrio entre la nebulosa voluntad del cielo y las turbulentas locuras de la tierra. Creen que esto puede lograrse observando cuidadosamente las complejas ceremonias dedicadas a los antepasados.
El duque se sorprendió al encontrar el Salón de la Luz atestado de músicos, juglares y vendedores de comida. El efecto era muy alegre, pero muy poco religioso.
—¡No comprendo por qué permite esto!
—¿Qué debería hacerse aquí? —Miré, fascinado, a un grupo de enanos que hacían complicadas acrobacias para el deleite de una multitud que arrojaba pequeñas monedas a los pequeños ejecutantes.
—Nada. Se supone que éste es un refugio en el que uno puede contemplar la idea de la luz. Y, naturalmente, se realizan aquí ceremonias religiosas. El duque debe de cobrar alquiler a los vendedores. Pero, aun así, es una vergüenza, ¿no te parece?
No respondí yo sino una voz melodiosa a nuestras espaldas.
—¡Una verdadera vergüenza, señor duque! ¡Es lamentable! Pero esa es la condición del hombre, ¿no es verdad?
El dueño de esa persuasiva voz era un hombre de barba gris y ojos inusitadamente abiertos para tratarse de un catayano. Unos ojos brillantes de buen humor, o quizá de tristeza. Las dos cosas suelen confundirse, como ese hombre extraordinario se complacería, más tarde, en demostrar.
—¡Li Tzu! —El duque saludó al sabio con una exquisita combinación de respeto y condescendencia. Si no lo he dicho antes,
tzu
es la palabra catayana que significa maestro o sabio. Me referiré a Li Tzu como el maestro Li.
—Este —dijo el duque— es el yerno del rey de la opulenta Magadha. —El duque no olvidaba jamás ese vínculo, que consideraba la base de su futura riqueza—. Ha venido aquí para civilizarse. Y ahora conocerá —se volvió hacia mí— al hombre más sabio del Reino Medio, el guardián de los archivos de la casa de Chou, el maestro de las tres mil artes…
El duque elogió generosamente al maestro Li. Como tantos nobles y empobrecidos, se sentía obligado a compensar con efusivos cumplidos y primorosas maneras el esplendor y la dignidad que no podía permitirse ostentar.
El maestro Li mostró algo más que un interés cortés por mí. Fue también el primer catayano que advirtió a primera vista la imposibilidad de que yo fuese nativo de Magadha. Aunque no había oído hablar de Persia, conocía la existencia de una tierra en que habitaba un pueblo de ojos azules, más allá del río Indo. Y como deseaba saber lo que nosotros sabíamos, nos invitó al duque y a mí a cenar con él en los alrededores del parque destinado a los sacrificios a la tierra.
—Al solitario le ha alegrado permitirme el uso del viejo pabellón. Comeremos frugalmente y hablaremos del Tao.
La palabra
tao
significa el camino. También posee muchos otros sutiles significados, como descubriría luego.
Recorrimos nuestro mundanal camino a través de un grupo de bailarinas semidesnudas. Por lo que pude ver, no bailaban. Sólo se paseaban por el Salón de la Luz, aguardando a que alguien comprase sus favores. Al duque le horrorizaba esta blasfemia.
—Jamás pensé que un hijo del cielo, por más… —Con gran cordura, no terminó la frase.
Lo hizo serenamente el maestro Li.
—… compasivo que sea. Así es, el huérfano es profundamente compasivo. Sólo desea que el pueblo sea feliz. No se esfuerza por alcanzar lo imposible. Es adepto del wu-wei.
En la lengua de Catay,
wu-wei
significa no hacer nada. Para el maestro Li, el arte de no hacer nada es el secreto del gobierno y también el de la felicidad humana. ¿Si eso quiere decir no hacer realmente nada? No, Demócrito. El maestro Li dice algo todavía más extraño. Ahora trataré de explicarlo.
Continuamos andando por las bulliciosas callejuelas de Loyang. No sé por qué me sentía tan cómodo allí. Supongo que era por el mucho tiempo que había pasado en el desierto, en el bosque, en el salvaje reino de Ch'in. La gente de Chou es sin duda la más alegre del mundo; y si encuentran triste su permanencia en el mundo, saben disimularlo con elegancia. Y como mucha gente atareada, practican el wei sin saberlo. Sí, Demócrito: es una paradoja. Pronto la examinaremos.
El espacio reservado a los sacrificios en honor de la tierra es un parque situado al norte de la ciudad, no lejos del promontorio cónico que se encuentra en el acceso a todas las ciudades de Catay, y que recibe el nombre de
sheh
, o terreno sagrado, y simboliza el estado. Está siempre cerca de un bosquecillo de árboles característicos de la región, y que se consideran sagrados. En Chou, el árbol sagrado es el castaño.
El tercer mes de cada año se realiza en ese parque el llamado festival de la terraza de primavera. No es en verdad una representación única, sino una sucesión alternada de representaciones, danzas y ceremonias. Si el festival de la terraza de primavera no se cumple bien —con precisión ritual—, habrá una cosecha pobre o ninguna. La terraza es una elevación natural donde los adoradores pueden instalarse para contemplar las ceremonias. En esa única oportunidad, los hombres y las mujeres pueden mezclarse libremente. Como el festival es el momento más importante del año para todos los catayanos, los magnates intentan alcanzar el favor del cielo —y el del pueblo— financiando sus costos, como se hace también en ciertas ciudades griegas. Originariamente, este culto a la fertilidad se asemejaba al que aún se celebra en Babilonia, donde hombres y mujeres se prostituyen para obtener buenas cosechas. Pero, con el tiempo, el festival de la terraza de primavera se ha tornado muy decoroso. Y también inadecuado, según el duque y el maestro Li. No lo sé. Por alguna razón, nunca asistí a esa ceremonia en los años que pasé en el Reino Medio. Si lo hubiera hecho, tampoco habría sabido si la representación era correcta o incorrecta.
Cuando pasamos junto al montículo de tierra, el duque de Sheh observó, con alivio, que no crecía en su superficie una sola brizna de hierba.
—Si el terreno santo no se mantiene perfectamente limpio… —El duque hizo una señal para conjurar el mal. Luego se inclinó ante el altar de la tierra, que es cuadrado porque así creen los catayanos que es la tierra. Piensan también que el cielo es redondo; al sur de todas las ciudades hay un altar redondo consagrado al cielo.
El maestro Li nos condujo por un estrecho puente de piedra hasta un hermoso pabellón situado sobre una elevación de terreno calizo rodeado por una corriente estrecha, rápida y espumosa. Debo reconocer que no he visto nunca una región más extraña ni más bella que el campo de Catay, al menos en la zona situada entre los dos grandes ríos. Las colinas adoptan todas las formas imaginables, y los árboles son totalmente distintos de los occidentales. En todas partes se encuentran inesperadamente cascadas, hondonadas, panoramas de fresca profundidad verde azul, tan mágicamente acogedores como peligrosos, porque Catay es una tierra habitada por fantasmas, dragones y proscritos. No vi fantasmas ni dragones, pero sí muchos bandidos. Los paisajes hermosos y aparentemente vacíos están llenos de riesgos para el viajero. Pero dondequiera que se vaya en este mundo, los hombres echan a perder la belleza de las cosas.
El pabellón estaba hecho de ladrillo amarillo y tenía un empinado techado de tejas. En todas las junturas crecía el musgo, y de las vigas, envueltas en telarañas, colgaban murciélagos. El viejo criado que preparó nuestra comida trataba al maestro Li como a un igual. A mí y al duque nos ignoraba. No nos preocupamos. Cenamos de buena gana pescado fresco mientras oíamos el ruido tranquilizador de la rápida corriente entre las rocas.
Nos arrodillamos en unas rústicas esteras y el maestro Li habló del significado, o de un significado, del Tao.
—Literalmente —dijo—, Tao significa un sendero o un camino. Una carretera. O un camino inferior. —Noté que sus manos parecían de frágil alabastro, y comprendí que debía de ser más anciano de lo que había pensado inicialmente. Supe luego que tenía más de cien años.
—¿Dónde —pregunté— comienza el camino, es decir, tu camino?
—Mi camino empezaría conmigo. Pero yo no tengo un camino. Yo soy parte del Camino.
—¿Cuál es?
El duque de Sheh emitió una especie de zumbido de satisfacción y comenzó a limpiar sus dientes con un palillo. Le encantaban las conversaciones de este tipo.