Credo (5 page)

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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

BOOK: Credo
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La «teoría del caos» —las ciencias abstractas (y los medios de comunicación) sienten inclinación por los nombres dramáticos— tampoco cambia mucho en todo esto (pues, como es sabido, esa teoría también presupone un orden), la pregunta «¿Juega Dios a la ruleta?» (así se titula en alemán el ingenioso libro de lan Stewart) debe recibir por tanto una respuesta análoga. La respuesta de ese matemático británico da qué pensar, sin embargo: «Un ser infinitamente inteligente con sentidos perfectos —Dios, el «entendimiento profundo» o
Deep Thought
— podría, en efecto, estar en situación de predecir exactamente cuándo se desintegrará un átomo y cuándo abandonará su órbita un determinado electrón. Pero nosotros, con nuestras limitadas facultades e insuficientes sentidos, jamás seremos capaces de dar en el
quid
»
[10]
.

Pero aunque Dios juegue a los dados ajustándose a unas reglas, el hombre de hoy se sigue planteando la pregunta: «¿Juega aquí
Dios
a los dados? La materia que se organiza a sí misma, la evolución que se regula a sí misma, ¿no convierte en superflua la hipótesis de la existencia de Dios?».

7. ¿Fe en el creador en la era de la biología?

Ante todo, hay que puntualizar: —Una hipótesis sin fundamento sería —y en esto hay que dar la razón a Monod y a otros biólogos—
postular la existencia de Dios
a causa de la transición de la materia inerte a la biosfera o a causa de la indeterminación molecular; sería éste otra vez ese pobre Dios que sirve para rellenar lagunas. —Pero una hipótesis sin fundamento es también
excluir la existencia de Dios
a causa de esos resultados de la biología molecular. Las ciencias de la naturaleza, lo mismo que no aportan pruebas de la existencia de Dios, tampoco postulan que el hombre «no necesita creer en Dios».

Por eso podemos ahora responder constructivamente a la pregunta «¿Creer en Dios creador en la era de la biología?». Al igual que el cosmólogo, el biólogo se halla ante una
alternativa existencial
:

O bien se dice que no
a una causa, sustento y meta últimos de todo el proceso evolutivo: en ese caso hay que aceptar lo absurdo de todo el proceso y el total abandono del hombre en cosmos y bios, como hizo consecuentemente Monod.
O bien se dice que sí
(como muchos biólogos) a una causa, sustento y meta últimos, y se puede entonces, si no demostrar por el proceso mismo, sí suponer con confianza que todo el proceso está dotado de un sentido fundamental. Y la pregunta por el misterio de la materia, de la energía, de la evolución, la pregunta por el misterio del ser «¿por qué hay algo y no nada»?) tendría entonces una respuesta. Pues: «El misterio no es el
modo
de la evolución, sino el
hecho de la evolución
», como dice el científico Hoimar von Ditfurth: «Estamos empezando a entender cómo tiene lugar esa evolución. Pero nuestra ciencia tiene que admitir su incompetencia cuando preguntamos por qué existen esa evolución y su orden»
[11]
.

Habría que evitar, naturalmente, mezclar el saber científico y la fe religiosa: no es cuestión de atribuir al proceso evolutivo, como hizo Teilhard de Chardin llevado de motivos (perfectamente loables) ético-religiosos, la tendencia a un estado final Omega y, de esa manera, dotarlo de un sentido. Ese sentido, digámoslo claramente, no puede aportarlo la ciencia sino únicamente la fe religiosa. Yo he abogado por aceptar un «Alfa» como «causa» de todo y abogaré también por aceptar una «Omega» como «meta» de todo. Pero tiene que quedar claro que es una aceptación «más allá de la ciencia». Pero si esto está claro, entonces la respuesta a la pregunta por la relación entre la fe en el creador y el origen de la vida sólo puede ser la siguiente:

  1. A juicio de relevantes biólogos, la
    intervención inmediata sobrenatural de Dios
    en los orígenes de la vida —¡y, analógicamente, de la mente humana!— es más innecesaria que nunca. Visto desde una perspectiva científica, el proceso de la evolución ni incluye ni excluye de por sí una causa última, un creador y un guía (Alfa) y un último sentido-meta (Omega).
  2. Pero el biólogo que asume su condición humana también se plantea la pregunta existencial del hombre por
    la razón última y por el sentido y la meta de todo el proceso
    . ¿Por qué y para qué todo ello? Esa pregunta no admite respuesta científica sino que exige una decisión existencial.
  3. Tal
    decisión
    es, otra vez, una
    cuestión de confianza razonable
    : o se acepta la ausencia de una causa, sustento y sentido últimos, o bien se acepta una causa, sustento y sentido últimos de todo, un creador, guía y consumador del proceso evolutivo. Sólo el sí lleno de fe a una causa última, a un último sustento y sentido puede responder a la pregunta por el origen, mantenimiento y meta del proceso evolutivo y dar así al hombre la esperanza de una última y confiada seguridad.

Con esto estamos preparados para responder a la pregunta, igualmente difícil, sobre determinados atributos de Dios. Pues esto ha pasado a ser hoy, efectivamente, una auténtica pregunta para muchos creyentes: «¿Se puede creer en un Dios Padre, en un Dios todopoderoso?».

8. ¿Creer en Dios, «Padre» «todopoderoso»?

Ya hace tiempo que se tienen muchas reservas frente a un ser «todopoderoso» que se ocupa directamente de todo y que después, con los progresos de la Edad Moderna, sólo es concebible, en el mejor de los casos, como un ser de atribuciones limitadas, que ayuda obrando milagros en casos determinados. Sí, quién no va a poner reparos a un Dios a quien, en la naturaleza y en la historia, se recurre siempre que no encontramos salida con nuestra ciencia, nuestra técnica, nuestra economía y nuestra política, o siempre que no conseguimos solucionar nuestros problemas personales? Sería ése un Dios que, con el progreso intelectual y material y el desarrollo de la psicología, resulta cada vez menos necesario intelectualmente, más superfluo también en la vida práctica y, por tanto, cada vez más inverosímil.

Pero yo, además, confieso que después de Auschwitz, del Gulag y de las dos guerras mundiales me resulta más imposible que nunca hablar con toda naturalidad del «Dios todopoderoso» que, detentador de un poder «ab-soluto», y «des-ligado» por tanto, alejado de todo sufrimiento, sin embargo lo dirige todo, lo hace todo o, al menos, podría hacerlo todo si quisiera, pero que viendo las enormes catástrofes naturales y los crímenes de los hombres no interviene sino que permanece callado, callado, callado…

«
Todopoderoso
» (en griego
Pantokrátor
, «dominador de todo»; en latín
omnipotens
, «todopoderoso»): este atributo no expresa ante todo el poder creador de Dios, sino su superioridad y su inmenso poder operativo, al que no se opone ningún principio, de género numinoso o político, ajeno a él. En la traducción griega de la Biblia hebrea se utiliza esta palabra para trasponer el término hebreo
Sabaotb
(«Dios de los ejércitos»), mas en el Nuevo Testamento —salvo en el Apocalipsis (y en un pasaje de Pablo)— esto llama la atención, se evita su empleo. Pero después, en la patrística, ese atributo divino pasó a ser expresión de la exigencia de universalidad del cristianismo en nombre del Dios único, y en la Escolástica se convirtió en objeto de muchas especulaciones sobre lo que Dios puede y (por ser en sí imposible) no puede.

Cuando se siguen proclamando constituciones de Estados modernos «en nombre de Dios todopoderoso», no sólo encuentra así una legitimación el poder político sino que al mismo tiempo se fija un límite a la absolutización del poder humano. Sólo una fe razonada en Dios es una respuesta, con fundamento último, al «complejo de Dios» (Horst Eberhard Richter), al delirio de omnipotencia del hombre. Por otra parte, en el credo (y en muchas plegarias oficiales) podrían anteponerse al predicado «todopoderoso», tomando como fuente el Nuevo Testamento, otros atributos más frecuentes y más «cristianos»: Dios «sumamente bondadoso» o también (como en el Corán) «sumamente misericordioso». O simplemente «Dios amoroso», como expresión de lo que, desde un punto de vista cristiano, es seguramente la descripción más profunda de Dios: «
Dios es amor
» (1 Jn 4, 8.16).

La cuestión de Dios y el sufrimiento humano la trataremos después por separado. Pero después de todo lo que ya sabemos, no debemos presuponer sin más, como en la Edad Media o incluso en la época de la Reforma, un Dios que está «por encima» o «fuera» del mundo:

  1. Si, dada la situación de la época moderna (Hegel y sus secuelas), hay que concebir a Dios con esa concepción unitaria de la realidad propia de la época moderna, entonces sólo puede concebirse a
    Dios en el mundo
    y al
    mundo en Dios
    , entonces no se puede entender el obrar de Dios en el mundo al modo de lo finito y relativo sino sólo como lo infinito en lo finito y lo absoluto en lo relativo. Por eso:
  2. Dios no actúa en el mundo desde arriba o desde fuera, como motor inmóvil, como arquitecto o relojero, sino que actúa desde dentro, como la más real realidad dinámica, en el proceso evolutivo del mundo, proceso que él hace posible, que él dirige y consuma. No actúa por encima del proceso del mundo, sino en el proceso del mundo: en los hombres y las cosas, con ellos y bajo ellos. Él mismo es origen, centro y meta del proceso del mundo.
  3. Dios no actúa sólo en determinados puntos o en determinadas lagunas, especialmente importantes, del proceso del mundo, sino que actúa como el sustento primigenio,
    creador y perfecto
    , y por tanto como el guía del mundo, inmanente y superior al mundo,
    respetando plenamente las leyes de la naturaleza
    , cuyo origen es él. Él es el sentido y la razón, que todo lo abarca y todo lo dirige, del proceso del mundo, pero que sólo puede ser aceptado por la fe.

Pero si sé todo esto, quizá pueda entonces, con prudencia pero también con una «segunda ingenuidad» (Paul Ricoeur), hablar de Dios «Padre que está en los cielos», quizá pueda alzar tranquilamente los ojos al firmamento, al cielo, que, en su inmensidad, claridad y belleza, fue siempre el símbolo real de Dios y que —precisamente para los que poseen una formación científica— puede seguir siéndolo hoy también. Pues yo sé que Dios, tal y como lo entendemos hoy, no es hombre, no es persona como nosotros, sino infinitamente más que persona. Pero de tal manera que Dios no se convierta simplemente en un principio abstracto, apersonal, impersonal, en algo menos que una persona. Dios es, antes bien,
transpersonal, suprapersonal
: infinito incluso en todo lo finito,
espíritu puro
. Él, el infinito e inaprehensible, es el mar que (pese al «hombre loco» de Nietzsche) no puede ser bebido hasta el final, es el horizonte que no puede ser borrado, es el sol del que no se pueden desencadenar la tierra ni el hombre…

Pero si sé que Dios es la realidad infinita que todo lo abarca y todo lo dirige, una realidad que no se puede concebir separada pero sí distinguida de mi realidad finita, puedo reconocer que no carece de sentido ver en esa amplia realidad espiritual un interlocutor, que todo lo abarca y todo lo fundamenta, pero a quien puedo
hablar
fuera o dentro de mí. Entonces, si bien con respetuosa veneración, puedo decirle «tú» a ese ser infinito que me abarca y —tal y como lo han hecho personas de todos los continentes en la varias veces milenaria tradición judeo-cristiano-islámica— puedo también orar: alabando y muchas veces exponiendo mis quejas, dando gracias, pidiendo y, a veces, rebelándome con indignación.

«Pero ese Dios Padre ¿es una
figura
enteramente
masculina
?» . A este respecto, impulsado por los estudios de las teólogas feministas, hoy sé mejor que nunca que ese Dios no es varón, que no es ni masculino ni femenino, que trasciende la masculinidad y la feminidad, que todos los conceptos que aplicamos a Dios, incluida la palabra «padre», son sólo analogías y metáforas, sólo símbolos y claves, y que ninguno de esos símbolos «fija» a Dios de tal manera que en nombre de ese Dios patriarcal se pueda impedir, por ejemplo, la liberación de las mujeres en la sociedad y la ordenación de las mujeres en la Iglesia. Pero si sé que Dios es el misterio indecible de nuestra realidad que abarca y suprime positivamente todas las oposiciones de este mundo (
coincidentia oppositorum
, como lo llamó Nicolás de Cusa), entonces, si se tiene en cuenta que los hombres no disponemos de nombres superiores a los nombres humanos y «padre» o «madre» nos dicen más que «lo absoluto» o «el ser en sí», entonces podemos rezar otra vez, con toda sencillez y al mismo tiempo postpatriarcalmente —o sea, incluyendo la calidad materna de Dios— como Jesús nos enseñó a rezar hace casi dos mil años: «Padre nuestro».

Pero hoy muchos preguntan también: «Lo que creen los cristianos basándose en los escritos de las dos Alianzas, la Antigua (Dios Creador) y la Nueva (Dios Padre, que se ocupa de su creación), ¿tiene que ser tan completamente distinto de lo que han aprendido de sus maestros otras religiones?». Respuesta: ¡No! Y he aquí por eso, al final de este primer capítulo, un importante panorama interreligioso:

9. La común fe en Dios de las tres religiones proféticas

Lo aquí expuesto sobre la manera de entender a Dios y a la creación no es sólo válido para el cristianismo. También el judaísmo y el Islam creen en Dios todopoderoso, creador del cielo y de la tierra. Judaísmo, cristianismo e Islam constituyen, como sabemos, las tres religiones proféticas que creen en un solo Dios, el Dios de Abrahán.

Más importante aún que la proveniencia de la misma región del Próximo Oriente y del mismo grupo de lenguas semíticas es para el judaísmo, el cristianismo y el Islam la comunidad básica de su fe:

  • la fe en un solo Dios, el Dios de Abrahán
    , patriarca común, quien según las tres tradiciones fue el gran testigo de ese Dios único, vivo y verdadero;
  • una
    visión de la historia
    , no en ciclos cósmicos sino
    orientada hacia una meta
    : una historia universal de la salvación, que, desde su comienzo con la creación por obra de Dios, avanza a través de los tiempos, dirigiéndose —también para cada individuo humano— hacia un final en la plenitud de Dios;
  • la
    predicación profética
    y la Revelación, depositada de una vez para siempre en los escritos sagrados, y normativa para todos los tiempos;
  • la
    ética fundamental
    de un humanismo elemental, basada en la fe en el único Dios: las diez (o las correspondientes) «palabras» o «mandamientos» como expresión de la voluntad de Dios. Aquí tenemos un núcleo, una base común para una
    ética universal de las religiones universales
    , de lo cual también existen paralelos en las otras religiones.

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