Credo (2 page)

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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

BOOK: Credo
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El símbolo de los Apóstoles

Creo en Dios Padre todopoderoso

creador del cielo y de la tierra.

Y en Jesucristo

su único Hijo, nuestro Señor,

que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo

y nació de santa María Virgen,

padeció bajo el poder de Poncio Pilato,

fue crucificado, muerto y sepultado,

descendió a los infiernos,

al tercer día resucitó de entre los muertos,

subió a los cielos,

está sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso,

desde allí ha de venir

a juzgar a vivos y muertos.

Creo en el Espíritu Santo,

la santa Iglesia católica,

la comunión de los santos,

el perdón de los pecados,

la resurrección de los muertos

y la vida eterna.

Amén.

- I -

Dios Padre:

Imágen de Dios y creación del mundo

En clara disposición en seis capítulos trataré de mostrar cómo se pueden entender los doce artículos del credo tradicional: ese credo que, indudablemente, no se remonta a los apóstoles pero que está inspirado en el mensaje apostólico. El nombre de
Symbolum Apostolorum
y la historia de sus orígenes apostólicos sólo aparecen en los alrededores del año 400. No existe una versión completa hasta el siglo V, y fue sólo en el siglo X cuando el emperador Otón el Grande lo introdujo en Roma como símbolo del bautismo en sustitución del credo niceno-constantinopolitano. Pero debido a su carácter narrativo, de sencillo resumen de la fe cristiana sobre la base de la predicación apostólica, ha podido mantenerse hasta hoy tanto en la Iglesia católica como en las Iglesias de la Reforma. Por eso tiene también una función ecuménicamente relevante. Y, sin embargo, al hombre de hoy le viene inmediatamente la pregunta: «¿Es posible creer todo eso?».

1. ¿Es posible creer todo eso?

La vieja pregunta del bautismo es directa y personal: «¿Cree usted en Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra?». Ya esta primera frase del símbolo de la fe espera de nosotros que «creamos» en muchas cosas. «Dios» - «Padre» - «todopoderoso» - «creador» - «cielo y tierra»: nada de lo que expresan estas palabras es obvio hoy en día. Cada una de ellas necesita ser explicada, traducida a nuestro tiempo.

Ahora bien, el hombre no vive sólo a base de conceptos e ideas, sino de las
imágenes
que quedaron profundamente grabadas en él desde su juventud. Y la fe del hombre tampoco se mantiene viva a base sólo de dogmas, declaraciones y argumentos, sino de cada una de las grandes imágenes que le fueron inculcadas como verdades de la fe, y que no sólo se dirigen al intelecto y al discurso crítico-racional sino a la imaginación y a las emociones. La fe sería algo a medias si afectara sólo al entendimiento y a la razón del hombre y no al hombre completo, incluido el corazón.

Muchos hombres de hoy asocian la palabra Dios, Dios creador, no tanto a un concepto o una definición, sino a una imagen, una gran imagen clásica de Dios y del mundo, de Dios y del hombre. Los frescos, por ejemplo, que
Miguel Ángel Buonarroti
, a los treinta y cinco años escasos y habiendo trabajado hasta entonces únicamente como arquitecto y escultor, pintó, por encargo del papa Julio II della Rovere, en la gigantesca bóveda de la capilla del palacio papal, entre 1508 y 1512. Son unas imágenes únicas las que aparecen allí ante nosotros: únicas no sólo por la inaudita intensidad de la concepción artística total, por la aparente arquitectura que sustenta el conjunto, por la atrevida perspectiva y el monumentalismo de las figuras y por el fulgor de los recién restaurados colores. Únicas también por su contenido teológico: fue el mismo Miguel Ángel quien quiso representar —en lugar de los apóstoles que, sobre elevados tronos y en pintura de paños geométricos, deseaba el papa— la historia de la creación y la primitiva historia de la humanidad.

Lo que surgió carecía de precedentes. Si los primitivos pintores cristianos se habían limitado a representar a Dios mediante signos y símbolos, Miguel Ángel se atreve a lo que nadie se atreviera antes que él: a pintar, de manera directa y sugestiva, el proceso de la creación y el acontecer del primer día de la creación.

Dios Padre flotando en el espacio infinito y separando con majestuoso ademán la luz de las tinieblas.

Luego, en el inmenso fresco siguiente, Dios acercándose impetuosamente y creando en un solo instante el sol y la luna, de tal manera que en la misma escena se le ve ya de espaldas, alejándose vertiginosamente.

Después —tras la separación del mar y la tierra en la cuarta escena central (Miguel Ángel nunca se interesó por las plantas y los animales)— Dios se acerca volando, llevando en medio de un coro de ángeles la gentil figura de una Eva adolescente. Del dedo índice derecho de Dios salta la chispa de la vida a la mano inerte que le ofrece Adán.

Nadie, ni antes ni después, ha osado pintar tales imágenes, que aún no han sido superadas. Y sin embargo, aquí surgen de golpe las preguntas del escéptico hombre de hoy: «¿Hemos de creer todo eso así? ¡Sobre todo esos legendarios
relatos de la Biblia
sobre una creación que se llevó a cabo en seis días, sobre un Dios allá arriba, en los cielos, super-hombre y super-padre, de aspecto perfectamente masculino y, además, omnipotente! ¿No exige de nosotros la profesión de fe que nos despojemos del pensamiento crítico al entrar en la Iglesia?».

Concedido: no vivimos ya en la época de Miguel Ángel, quien, por cierto, en sus años tardíos relativizó extraordinariamente el arte en aras de la religión; no vivimos tampoco en los tiempos de Lutero y Melanchton, quienes tuvieron en sus manos el libro verdaderamente revolucionario del canónigo católico Nicolás Copérnico, sobre el sistema heliocéntrico del universo y —por contradecir claramente a la Biblia— lo rechazaron, aunque sin procesar a Copérnico, como procesaron los papas más tarde a Galileo. Aproximadamente 400 años después de Copérnico, 300 años después de Galileo, 200 años después de Kant y 100 años después de Darwin (todos ellos condenados por un «magisterio» romano incapaz de aprender) tengo clara conciencia de que
cada palabra
, literalmente, del «Símbolo de los Apóstoles»
tiene que ser traducida
al mundo postcopernicano, postkantiano, y también postdarwinista y posteinsteiniano, del mismo modo que cada vez que hizo su irrupción una nueva época —Alta Edad Media, Reforma, Ilustración— otras generaciones pasadas tuvieron que comprender ese mismo credo de una forma nueva. Y desgraciadamente: cada una de las palabras del credo —empezando por la palabra «creo» y por la palabra «Dios»— ha sido también mal entendida, mal aplicada e incluso profanada en el transcurso de los siglos.

Y sin embargo ¿hemos de desechar por eso las palabras del credo? ¡Fuera eso, al montón de basura de la historia! ¡No! Lo que debemos hacer es renovar teológicamente, pieza por pieza, los fundamentos y tomar en serio las preguntas escépticas del hombre contemporáneo. Porque el credo da por supuesto, con excesiva obviedad, lo que bajo las condiciones modernas habría
que demostrar
: que hay una realidad trascendental,
que Dios existe
. ¿Pero demostrarlo? ¿Es que «creer» quiere decir «probar»?

2. ¿Qué significa «creer»?

Admitido: los enunciados de la fe no tienen el mismo carácter que las leyes matemáticas o físicas. Su contenido no puede ser demostrado, ni como en las matemáticas ni como en la física, por evidencia directa o por el experimento ad oculos. Pero la realidad de Dios tampoco sería la realidad de Dios si fuese tan visible, aprehensible, comprobable empíricamente, si fuese verificable experimentalmente o deducible matemática y lógicamente. «Un Dios que existe no existe», dijo una vez con razón el teólogo evangélico y miembro de la Resistencia Dietrich Bonhoeffer. Pues Dios —entendido en lo más profundo y último— no puede ser nunca simple objeto, cosa. Si lo fuese, no sería Dios. Dios sería entonces el ídolo de los hombres. Dios sería un existente entre existentes, y el hombre podría disponer de él, aunque sólo fuese intelectualmente.

Dios es por definición el in-definible, el i-limitable: una realidad literalmente invisible, inconmensurable, inaprehensible, infinita. Es más: Dios no es una dimensión de nuestra realidad pluridimensional sino que es la dimensión «infinito», recónditamente presente en todos nuestros cálculos diarios, aunque no la percibamos…, excepto en el cálculo infinitesimal que, como es sabido, forma parte de las matemáticas superiores.

La
dimensión «infinito
», no sólo matemática, sino también real, ese campo de lo inaprehensible e inconcebible, esa invisible e inconmensurable realidad de Dios,
no es racionalmente demostrable
, por más que lo hayan intentado los teólogos y a veces también los científicos, contrariamente a la Biblia hebrea, contrariamente al Nuevo Testamento y contrariamente al Corán, libros todos ellos en los que la existencia de Dios no se demuestra nunca de modo argumentativo. Desde una perspectiva filosófica, Immanuel Kant tiene razón: nuestra razón pura, teórica, no llega tan lejos. Ligada al espacio y al tiempo no puede demostrar lo que está fuera del horizonte de nuestra experiencia espacio-temporal: ni que Dios existe ni —y esto suelen pasarlo por alto los ateos— que Dios no existe. Tampoco ha aportado nadie hasta ahora una prueba convincente de la no-existencia de Dios. Indemostrable no es sólo la existencia de Dios, sino también la existencia de la nada.

Por eso rige lo siguiente: nadie está obligado racional-filosóficamente a suponer la existencia de Dios. Quien quiera suponer la existencia de una realidad meta-empírica «Dios», no puede hacer otra cosa que aceptarla sin más, prácticamente. Para Kant, la existencia de Dios es un postulado de la razón práctica. Yo prefiero hablar de un acto del hombre entero, del hombre dotado de razón (Descartes) y de corazón (Pascal), más exactamente: de un
acto de confianza razonable
que, si no tiene pruebas rigurosas, sí dispone de buenas razones; del mismo modo que esa persona que, tras ciertas vacilaciones, acepta con amor a otra persona, sin tener, en rigor, pruebas estrictas de esa confianza suya, pero sí —salvo en los casos de un fatídico «amor ciego»— buenas razones. Mas la fe ciega puede tener consecuencias tan desastrosas como el amor ciego.

La fe del hombre en Dios
no es, por tanto, ni una demostración racional ni un sentir irracional ni un acto de decisión de la voluntad, sino una confianza fundada y, en ese sentido, razonable. Ese confiar razonadamente, que no excluye el pensar, preguntar y dudar y que concierne a un mismo tiempo al entendimiento, a la voluntad y al sentimiento, es lo que se llama, en sentido bíblico, «creer» . No una simple aceptación de la verdad de ciertas proposiciones, sino un compromiso del hombre, del hombre entero, primariamente no con esas proposiciones sino con la realidad misma de Dios. Es la distinción que ya hizo el gran Doctor de la Iglesia latina Agustín de Hipona: no sólo un «creer algo» (
aliquid credere
), ni sólo un «creer a alguien» (
credere alicui
), sino «creer en alguien» (
credere in aliquem
).

Es eso lo que significa la palabra «credo»: «creo»

  • no en la Biblia (digo esto contra el biblicismo protestante), sino en aquel de quien da testimonio la Biblia;
  • no en la tradición (digo esto contra el tradicionalismo ortodoxo oriental), sino en aquel que es transmitido por la tradición;
  • no en la Iglesia (digo esto contra el autoritarismo católico-romano), sino en aquel que es objeto de la predicación de la Iglesia; —o sea, y ésta es nuestra confesión ecuménica:
    credo in Deum
    : creo en Dios.

Ni el símbolo de la fe es tampoco la fe misma sino sólo expresión, formulación, articulación de la fe; por eso se habla de «artículos de la fe». Y sin embargo el hombre contemporáneo me preguntará: «Quien sigue creyendo hoy en Dios ¿no invalida el espíritu de la Ilustración? ¿No vuelve a caer, lo quiera o no, en la Edad Media o, por lo menos, en la época de la Reforma? ¿No se olvida, no se reprime así toda la crítica de la religión que ha llevado a cabo la modernidad?

3. ¿Sigue siendo válida la crítica de la religión de la época moderna?

No, no la he olvidado, esa
crítica de la religión
: la he estudiado durante años, con apasionamiento y, en verdad, no sin simpatía por los grandes representantes de esa corriente, desde Feuerbach, pasando por Marx, hasta Nietzsche y Freud. Tenían y tienen todos ellos demasiada razón en muchas cosas como para que hoy se los siga ignorando (o se los ignore de nuevo) impunemente. Pues si se analiza el perfil de la personalidad de ciertos piadosos «creyentes» —y desde luego no sólo creyentes cristianos— no será posible negar, con
Ludwig Feuerbach
, que la fe en Dios puede alienar y atrofiar al hombre al haber provisto el hombre a Dios de todos los tesoros interiores que él mismo posee. ¡Esos hombres que creen en Dios son demasiado poco humanos, demasiado poco hombres como para que los que no creen se contagien de esa fe en Dios! Sí, se puede comprender al republicano que fue Feuerbach cuando quería que los hombres, en lugar de candidatos al más allá, fuesen estudiantes de este mundo terrenal: en lugar de ayudas de cámara, religiosos y políticos, de la monarquía y de la aristocracia celestial y terrenal, ciudadanos conscientes de su propio valor.

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