Pero se trata de un asunto complicado. Si intentas que un bebé vaya al retrete antes de tiempo, le puedes crear un trastorno. Igual todavía no tiene edad para saber aguantarse las ganas y termina pensando que es un negado. Pero creo que Chiquitina ya está lista, y estoy segura de que lo sabe. Pero, ¡ay, Señor!, me va a machacar las piernas de tanto andar detrás de ella. La pongo en la sillita de madera adaptada para que no se cuele por la taza, pero en cuanto me doy la vuelta, se ha bajado de ese trasto y está otra vez corriendo por ahí.
—¡Tienes que
hacé
pipí, Mae Mobley!
—¡No!
—
T'has tomao
dos vasos de zumo de uva, sé que tienes ganas de ir al baño.
—¡Nooo!
—Te daré una galleta si haces pipí. ¡Hazlo por mí!
La vuelvo a sentar y nos quedamos contemplándonos un buen rato. Ella empieza a mirar de reojo la puerta. No oigo que caiga nada en el váter. Normalmente, consigo que aprendan en un par de semanas, pero siempre y cuando las madres me ayuden. Los pequeños tienen que observar a sus papas haciéndolo de pie, y las niñas tienen que ver a sus mamas sentadas. Pero Miss Leefolt no deja que su hija se acerque cuando ella está en el baño, y ése es el problema.
—Venga, Chiquitina, un poquito. Hazlo por mí.
Aprieta los labios y menea la cabeza.
Miss Leefolt ha salido a la peluquería. Si no, de nuevo le pediría que se sentara en el váter para darle ejemplo, aunque la mujer ya me ha dicho cinco veces que no. La última vez que se negó estuve tentada de decirle cuántos niños he criado en mi vida y preguntarle cuántos había criado ella, pero terminé contestándole «Está bien, señora», como siempre hago.
—¡Te daré dos galletas! —digo, aunque su madre siempre me echa la bronca porque dice que la estoy cebando.
Mae Mobley niega con la cabeza y responde:
—Pi-pí... tú.
Bueno, no puedo decir que sea la primera vez que me dicen esto, y normalmente sé cómo esquivarlo. Pero también sé que Chiquitina tiene que ver cómo se hace antes de ponerse ella sola manos a la obra.
—Yo no tengo ganas de hacer pipí.
Nos quedamos mirándonos. Me señala otra vez e insiste:
—Pi-pí... tú.
Empieza a llorar y a revolverse porque la sillita le ha causado una pequeña herida en el culete. Soy consciente de lo que tengo que hacer, pero no sé cómo hacerlo. ¿Debería sacarla fuera, a mi retrete, o enseñarle aquí, en este lavabo? ¿Y si Miss Leefolt vuelve a casa y me encuentra sentada en este váter? ¡Lo mismo le da un ataque!
Le pongo otra vez el pañal y salimos al garaje. La lluvia hace que huela un poco a humedad. Incluso con la bombilla encendida, mi retrete es un lugar oscuro y no hay papel de colores en las paredes como dentro de la casa. De hecho, no hay paredes propiamente dichas, sino contrachapado unido por clavos. Me pregunto si a la pequeña no le dará miedo este lugar.
—
Mu
bien, Chiquitina, éste es el cuarto de baño de Aibileen.
Asoma la cabeza al interior, su boca adopta la forma de una rosquilla y exclama:
—Oooh.
Me bajo las medias y hago pis a toda velocidad. Luego me limpio con el papel y dejo todo como estaba antes de que a la pequeña le dé tiempo a ver nada. Por último, tiro de la cadena.
—¡Así es como se va al baño! —le explico.
Parece muy sorprendida. Se queda con la boca abierta como si acabara de ver un milagro. Salgo del retrete y, antes de que me dé cuenta, la niña se quita el pañal, se sube a la taza, se sujeta para no caerse y hace pipí ella solita.
—¡Mae Mobley! ¡Lo has hecho!
¡Mu
bien!
Sonríe y la subo en brazos antes de que se resbale dentro del váter. Volvemos a casa y le doy sus dos galletas.
Más tarde, la siento otra vez en su sillita del baño y vuelve a pedirme que le enseñe cómo se hace. Las primeras veces son la parte más dura, pero al final del día siento que hemos progresado. Está empezando a hablar, así que estoy segura de cuál va a ser la nueva palabra de hoy.
—¿Qué ha hecho Chiquitina hoy?
—Pi-pí.
—¿Qué van a
escribí
en los libros de Historia que pasó hoy?
—Pi-pí.
—¿A qué huele Miss Hilly?
—A pi-pí.
Pero me arrepiento de haber hecho esta broma. No está bien decir esas cosas, y además temo que la niña lo ande repitiendo por ahí.
Esa tarde, pasado un rato, Miss Leefolt llega a casa con el pelo cardado. Se ha hecho la permanente y huele a
neumoniaco.
—¿Sabe qué ha hecho hoy Mae Mobley? —le digo—. ¡Ha hecho pipí en la taza del váter!
—¡Oh, magnífico! —exclama, y le da un abrazo a su hija, algo que no estoy muy acostumbrada a ver. Además, estoy segura de que lo hace de todo corazón, porque a Miss Leefolt no le gusta nada cambiar pañales.
—
Tié
que asegurarse de que a
partí
de ahora lo hace siempre en la taza. Si no, se sentirá
mu
confundida —le explico.
—Muy bien —asiente Miss Leefolt, sonriente.
—A ver si conseguimos que haga pipí otra vez antes de que me marche.
Entramos en el cuarto de baño. Le quito los pañales y la siento en la taza, pero Chiquitina niega con la cabeza.
—Vamos, Mae Mobley, ¿no vas a
hace
pipí
pa
que te vea tu mamita?
—¡Nooo!
Termino por bajarla de la taza.
—Bueno, no pasa
na.
Ya lo hiciste
mu
bien antes.
Miss Leefolt empieza a hacer sus muecas de desaprobación, murmurando y frunciendo el ceño. Antes de que me dé tiempo a ponerle el pañal, Chiquitina echa a correr lo más rápido que puede. ¡Un bebé blanquito correteando con el culo al aire por la casa! Entra en la cocina, abre la puerta del jardín trasero, sale al garaje e intenta llegar al pomo de mi retrete. Corremos detrás de ella y, cuando la alcanzamos, Miss Leefolt la amenaza con el dedo. Su voz suena diez tonos más alta que antes:
—¡¡Ése no es tu cuarto de baño!!
Chiquitina menea la cabeza y grita:
—¡Mi ba-ño!
Miss Leefolt la sube en brazos y le pellizca con fuerza la pierna.
—Miss Leefolt, ella no se da cuenta de lo que hace...
—¡Entra en casa, Aibileen!
Muy a disgusto, regreso a la cocina. Me quedo de pie, dejando la puerta abierta detrás de mí.
—¡No te he educado para que uses el retrete de los negros! —oigo que masculla a su hija, creyendo que no la escucho.
«Mujer —pienso—, si tú apenas has hecho algo en tu vida por educar a tu hija...»
—Ese sitio es sucio, Mae Mobley. ¡Puedes contraer sus enfermedades! ¡No, no, no!
Oigo cómo le da un cachete en las piernas.
Pasados unos segundos, Miss Leefolt arrastra a su hija al interior de la casa. No puedo hacer nada más que observar. Siento que el corazón quiere salir por mi garganta. Miss Leefolt deja a Mae Mobley delante de la tele, se va a su dormitorio y cierra de un portazo. Voy a darle un abrazo a Chiquitina, que sigue llorando y parece terriblemente confundida.
—Lo siento muchísimo, Mae Mobley —le susurro.
Me maldigo por haberla sacado a mi retrete, pero no se me ocurre qué más puedo decirle, así que simplemente la abrazo.
Nos quedamos viendo la serie para niños
Lil’ Rascals
hasta que Miss Leefolt sale de su habitación y me pregunta si no ha llegado ya la hora de que me marche. Busco los diez céntimos para el autobús y le doy un último abrazo a Mae Mobley, susurrándole al oído:
—Eres una niña lista, una niña buena.
En el trayecto de vuelta a casa, no me fijo en las grandes casas blancas que van desfilando por la ventana del autobús, ni hablo con mis amigas. Sólo puedo pensar en los azotes que le han dado a Chiquitina por mi culpa. Veo a la pequeña escuchando cómo su madre me llama sucia y le dice que tengo enfermedades.
El autobús acelera al pasar por State Street. Mientras atravesamos el puente Woodrow Wilson, mi mandíbula está tan tensa que siento que se me van a romper los dientes. Noto cómo la amarga semilla que se plantó en mi interior el día que murió Treelore sigue creciendo. Quiero gritar muy alto, para que Chiquitina pueda oírme, que la suciedad no es de color, que los barrios negros de la ciudad no están contaminados con enfermedades. Quiero evitar que llegue ese momento (que sucede en la vida de todo niño blanco) en que empiece a pensar que los negros no somos tan buenos como los blancos.
Giramos en la calle Farish y me levanto porque mi parada se acerca. Rezo por que no le llegue ese momento. Rezo para que todavía estemos a tiempo.
Las siguientes semanas las cosas están bastante tranquilas. Mae Mobley ya se pone unas braguitas de niña mayor. Casi no ha tenido incidentes con el tema del baño. Después de lo sucedido en el garaje, Miss Leefolt se ha tomado muy en serio las costumbres higiénicas de Mae Mobley. Incluso le permite verla mientras hace sus cosas como los blancos en su cuarto de baño. Sin embargo, alguna vez, cuando su madre no está en casa, he pillado a la pequeña intentando colarse en mi retrete. En alguna ocasión lo hizo antes de que pudiera evitarlo.
—
Güenas,
señora Clark —saluda Robert Brown, el joven de color que se ocupa del jardín de Miss Leefolt, cuando aparece en las escaleras del porche trasero. Fuera, hace un fresco agradable. Abro la puerta.
—¿Qué tal te va, hijo? —le pregunto, dándole unas palmaditas en el hombro—.
M'han
dicho que
t'ocupas
de
tos
los jardines de la calle.
—Sí, mamita. Tengo dos críos que
alimentá
—dice con una sonrisa.
Es un joven atractivo, alto y con el pelo corto. Iba al instituto con mi Treelore. Eran buenos amigos, jugaban juntos al baloncesto. Me agarro de su brazo, pues necesito volver a sentir esa sensación.
—¿Qué tal está tu abuelita?
Adoro a Louvenia, es la persona más encantadora que conozco. Robert y ella vinieron juntos al funeral. Esto me recuerda que se acerca la fecha; será la próxima semana: el peor día del año.
—¡Más fuerte que yo! —exclama, y se ríe—. El próximo sábado me pasaré por su casa
pa
cortarle la hierba, señora Clark.
Treelore siempre se encargaba de cuidar mi pequeño jardín. Ahora es Robert quien lo hace, sin que se lo haya pedido y sin aceptar ni un centavo a cambio.
—
Grasias,
Robert. Te lo agradezco mucho.
—De
na. Pa
eso estamos. Cualquier cosa que necesite, señora Clark, me avisa, ¿vale?
—Muchas
grasias,
hijo.
Oigo el timbre de la puerta y veo que el coche de Miss Skeeter está fuera. Miss Skeeter lleva todo el mes pasándose por casa de Miss Leefolt una vez por semana para hacerme las consultas de Miss Myrna: me pregunta cómo quitar manchas de humedad y le respondo que untándolas de crémor tártaro; me pregunta cómo desenroscar el casquillo de una bombilla que se ha roto dentro de la lámpara y le respondo que usando una patata cruda; me pregunta qué pasó entre su anterior criada Constantine y su madre y me callo. Pensaba que si le hablaba un poco de la hija de Constantine, me dejaría en paz, pero Miss Skeeter sigue haciéndome preguntas. Estoy segura de que no entendería por qué una mujer de color no puede criar a un bebé blanquito en Misisipi. Sería condenarse a una vida dura y solitaria, sin pertenecer ni a unos ni a otros.
Todos los días, cuando Miss Skeeter termina de preguntarme cómo limpiar esto, arreglar lo otro o el paradero de Constantine, acabamos charlando de otras cosas. No es algo que yo haya hecho muy a menudo con mis jefas o sus amigas, pero le cuento que Treelore nunca sacó menos de notable, o que el nuevo diácono de la parroquia me pone de los nervios porque cecea al hablar. No son más que tonterías, pero nunca pensé que le contaría estas cosas a una blanca.
Hoy, intento explicarle los distintos métodos para sacar brillo a la plata. Le cuento que sólo la gente más chabacana la pone a remojo en bicarbonato, porque aunque es más rápido, no sale igual de bien que frotándolas a mano. Miss Skeeter ladea un poco la cabeza, frunce el ceño y me dice:
—Aibileen, ¿te acuerdas de que una vez me contaste que... Treelore tenía una idea?
Afirmo con la cabeza y siento un pinchazo en el estómago. Nunca debí contarle eso a una blanca.
Miss Skeeter entrecierra los ojos como aquella vez que sacó el tema del retrete para gente de color.
—He estado pensando en ello. Me gustaría hablar contigo...
Pero antes de que le dé tiempo a terminar la frase, Miss Leefolt entra en la cocina y descubre a Chiquitina jugando con un peine que ha sacado de mi bolso, así que sugiere que Mae Mobley debería tomar su baño un poco más temprano esa tarde. Me despido de Miss Skeeter y voy a preparar la bañera.
Tras pasarme un año entero intentando no pensar en esa fecha, llega el 15 de noviembre. La víspera, me acuesto consciente de que apenas conseguiré dormir un par de horas. Me levanto al amanecer y pongo una taza de café al fuego. Cuando me agacho para ponerme las medias, me duele horriblemente la espalda. Antes de salir de casa, suena el teléfono.
—Sólo quería
ve
si estás bien. ¿Has
dormío
algo?
—Lo que he
podío.
—Por la noche te voy a
llevá
una tarta de caramelo, te vas a
sentá
en la cocina y te la comes entera
pa cená,
¿entendido?
Intento sonreír, pero no lo consigo. Le doy las gracias a Minny.
Hoy se cumplen tres años de la muerte de Treelore, pero en la agenda de Miss Leefolt toca limpiar los suelos. El día de Acción de Gracias es la próxima semana y tengo mucho trabajo que hacer. Friego durante toda la mañana mientras escucho las noticias de las doce. Me pierdo las telenovelas porque las señoritas están en el salón en una de sus reuniones benéficas y no se me permite encender la televisión cuando hay visitas. A pesar de todo, no me importa. Siento escalofríos en los músculos de lo cansada que estoy, pero no quiero dejar de moverme.
A eso de las cuatro, Miss Skeeter entra en la cocina. Antes incluso de que pueda decirme hola, Miss Leefolt aparece detrás de ella y comenta:
—Aibileen, mi madre acaba de llamar y dice que va a venir mañana de Greenwood y que se va a quedar hasta el día de Acción de Gracias. Quiero que saques brillo a la cubertería de plata y que laves las toallas de invitados. Mañana te daré una lista con más cosas.