Se inclina hacia delante y dice:
—Sabes quién es Miss Myrna, ¿verdad?
—Por supuesto. Las... mujeres la leemos siempre —contesto, y volvemos a sostenernos la mirada durante el tiempo suficiente como para que un lejano teléfono suene tres veces.
—Entonces, ¿qué? ¿Ocho dólares te parece poco? Jesús, mujer, ¡seguro que a tu marido le limpias el retrete gratis!
Me muerdo el labio, pero antes de que pueda decir nada, el hombre suspira y exclama:
—¡Está bien, está bien! Diez dólares. Entrega el texto los jueves, y si no me gusta tu estilo ni se publica ni cobras tu mísero sueldo.
Salgo con el archivador y le doy las gracias, seguramente más de lo que debería. Me ignora, levanta el auricular de su teléfono y hace una llamada antes incluso de que yo abandone su despacho. Cuando subo en el coche, me pongo cómoda en el suave asiento de cuero del Cadillac. Permanezco un rato sentada, sonriendo mientras paso las páginas del archivador.
¡He conseguido un trabajo!
Entro en casa andando con la espalda bien recta, como no lo hacía desde que tenía doce años, antes de dar el estirón. Estoy rebosante de orgullo. Aunque todas mis neuronas me dicen que no lo haga, no puedo resistirme a contárselo a Madre. Me apresuro a la sala de estar y le explico que me han dado un trabajo como redactora de la columna de Miss Myrna, una sección semanal sobre consejos del hogar.
—¡Vaya! ¡Esto sí que es una ironía! —exclama con un suspiro que parece significar que no merece la pena vivir en tales circunstancias. Pascagoula refresca su té helado.
—Bueno, es una forma de empezar...
—¿De empezar con qué? ¡Vas a dar consejos sobre cómo llevar un hogar cuando tú ni siquiera...! —se interrumpe y vuelve a suspirar, con una espiración larga y lenta, como un neumático que se desinfla.
Desvío la mirada, preguntándome si todo el mundo en la ciudad pensará lo mismo. Mi alegría inicial comienza a desvanecerse.
—Eugenia, ni tan siquiera sabes sacarle brillo a la plata. ¿Cómo vas a dar consejos para mantener una casa limpia?
Abrazo el archivador contra mi pecho. Tiene razón, no seré capaz de responder a las preguntas de las lectoras. De todos modos, pensaba que Madre estaría orgullosa de mí.
—Además, sentada delante de tu máquina de escribir no vas a conocer a nadie. Eugenia, ten un poco de sentido común, por favor.
La rabia me empieza a trepar por los brazos. Me pongo en pie, muy tiesa otra vez.
—¿Te imaginas que quiero vivir aquí? ¿Contigo? —replico, y suelto una carcajada que espero que la hiera.
Veo el dolor en sus ojos. Madre aprieta los labios ante el golpe que acabo de propinarle. Sin embargo, no pienso retractarme de mis palabras porque por fin, ¡por fin!, he conseguido que escuche algo que digo.
Me quedo allí, no quiero marcharme. Deseo escuchar qué responde a eso. Quiero oírle decir que lo siente.
—Tengo que... preguntarte algo, Skeeter. —Juega con su pañuelo y hace una extraña mueca—. El otro día leí que algunas... algunas chicas sufren un trastorno y empiezan a tener... bueno, a tener cierto tipo de pensamientos «contra natura».
No tengo ni idea de lo que está hablando. Miro el ventilador del techo, que está puesto a mucha velocidad. «Clac-clac, clac-clac, clac-clac...»
—Tú... esto... ¿los hombres te resultan atractivos? ¿Tienes pensamientos con...? —Cierra los ojos con fuerza—. ¿Con chicas o... o mujeres?
La contemplo deseando que el ventilador del techo se caiga y nos aplaste a las dos.
—Verás, en el artículo ponía que hay un remedio, una infusión de una raíz especial...
—Madre —digo, cerrando los ojos—, me gustan las mujeres tanto como a ti... Jameso.
Me dirijo hacia la puerta a toda prisa, pero antes de marcharme le lanzó una mirada y añado:
—A no ser, claro, que te gusten los negros.
Madre se estremece y le entra la tos. Subo las escaleras pisando con fuerza los peldaños.
Al día siguiente, dispongo las cartas de Miss Myrna en una ordenada pila. Tengo treinta y cinco dólares en mi cartera, la asignación semanal que Madre todavía me da. Bajo las escaleras con una gran sonrisa de beata en el rostro. Al vivir en casa de mis padres, si quiero salir de la plantación tengo que pedir permiso a Madre para usar su coche, lo cual significa que me preguntará adonde voy y que tengo que mentirle a diario. Esto es agradable en sí, pero, al mismo tiempo, un poco degradante.
—Voy a acercarme a la iglesia, a ver si necesitan ayuda para la catequesis.
—Oh, cielito, ¡qué idea más encantadora! Ve en el coche y vuelve cuando quieras.
Anoche decidí que necesito la ayuda de una profesional para escribir la columna. Mi primera idea fue pedírselo a Pascagoula, pero apenas la conozco. Además, no podía soportar la idea de Madre metiendo las narices y criticándome todo el tiempo. La criada de Hilly, Yule May, es tan tímida que dudo que quiera ayudarme. La única sirvienta a quien veo con frecuencia es la de Elizabeth, Aibileen. Me recuerda un poco a Constantine. Además, es más mayor y parece que tiene mucha experiencia.
De camino a casa de Elizabeth, paso por la papelería de Ben Franklin y compro un archivador, una caja de lápices del dos y un cuaderno de tapas azules. Tengo que entregar mi primera columna mañana. A las dos en punto tiene que estar en la mesa de Mister Golden.
—Skeeter, pasa, querida.
Abre la puerta la propia Elizabeth, así que me temo que Aibileen tenga hoy libre. Mi amiga lleva puesto su albornoz azul, y unos rulos enormes hacen que parezca que tiene una cabeza muy grande y un cuerpo más minúsculo todavía. Elizabeth está con los rulos puestos casi todo el día, pero nunca consigue dar suficiente volumen a su fino cabello.
—Siento recibirte con esta facha. Mae Mobley me ha tenido media noche despierta y no tengo ni idea de dónde se ha metido Aibileen.
Entro en el diminuto recibidor. Es una casa de techos bajos y habitaciones pequeñas. Todo en su interior parece de segunda mano: las desgastadas cortinas azules de flores, la arrugada cobertura del sofá... He oído que a Raleigh no le va muy bien con su nueva gestoría. Puede que en Nueva York o en cualquier otro sitio sea un negocio rentable, pero en Jackson, Misisipi, a la gente no le interesa contratar los servicios de un inepto, bruto y condescendiente como él.
El coche de Hilly está aparcado fuera, pero no se la ve por ningún sitio. Elizabeth se sienta en la máquina de coser que tiene en la mesa del comedor.
—Ahora mismo termino —dice—. Déjame acabar esta costura...
Cuando finaliza, se pone en pie, sujetando un vestido de domingo verde con cuello blanco.
—Dame tu opinión, y sé sincera, por favor —susurra mirándome con unos ojos que están suplicando todo lo contrario—: ¿Parece hecho a mano?
El dobladillo es más largo por un lado que por el otro. La tela está arrugada y un puño ha empezado a deshilacharse.
—Parece totalmente de boutique. Se diría que lo has comprado en Maison Blanche —digo, porque sé que es la tienda favorita de Elizabeth: cinco plantas de prendas caras en Canal Street en Nueva Orleans. Una ropa que nunca podrías encontrar aquí, en Jackson.
Elizabeth me ofrece una sonrisa de agradecimiento.
—¿Mae Mobley está dormida? —le pregunto.
—Sí, por fin —contesta, molesta con un mechón de pelo rebelde que se le ha escapado del rulo. A veces, cuando habla de su pequeña, su voz se vuelve afilada.
La puerta del cuarto de baño de invitados se abre y aparece Hilly diciendo:
—Mucho mejor así, ¡dónde vamos a ir a parar! Ahora cada cual tiene su sitio para ir a hacer sus cosas...
Elizabeth manipula la aguja de su máquina. Parece preocupada.
—Puedes decirle a Raleigh «De nada» de mi parte —añade Hilly, y por fin me doy cuenta de lo que está hablando: Aibileen ya tiene su propio retrete en el garaje.
Hilly me sonríe y soy consciente de que va a sacar el asunto de su campaña.
—¿Qué tal está tu madre? —le pregunto, aunque sé que odia hablar de este tema—. ¿Se ha adaptado bien al asilo?
—Creo que sí. —Se baja el jersey rojo por el rechoncho michelín de su cintura. Lleva unos pantalones de cuadros escoceses, rojos y verdes, que aumentan el volumen de su trasero, haciéndolo más redondo y contundente que nunca—. Por supuesto, no me agradece nada de lo que hago por ella. Tuve que despedir yo misma a esa criada que tenía. ¡Imagínate! La pillé intentando robar ese maldito candelabro de plata delante de mis narices. —Sus ojos se entrecierran—. Por cierto, ¿sabéis si esa Minny Jackson está trabajando ahora para alguien?
Las dos negamos con la cabeza.
—Dudo que vuelva a encontrar trabajo en esta ciudad —comenta Elizabeth.
Hilly asiente, rumiando la idea. Inspiro hondo, ansiosa por contarles la noticia.
—¡He conseguido un trabajo en el
Jackson Journal!
—exclamo.
Se hace el silencio en la estancia. De repente, Elizabeth suelta un gritito alegre. Hilly me sonríe, tan orgullosa que me hace sonrojarme. Me encojo de hombros, intentando quitarle importancia al asunto.
—Serían unos idiotas si no te hubieran contratado, Skeeter Phelan —dice Hilly, y alza su vaso de té helado en un brindis.
—Esto... ¿alguna de vosotras lee la columna de Miss Myrna? —pregunto.
—Pues la verdad es que no —confiesa Hilly—. Pero supongo que para las mujeres blancas pobres de South Jackson será como la Biblia.
—Todas esas pobres mujeres sin criada... —dice Elizabeth, asintiendo con la cabeza—. Sí, seguro que la leen.
—¿Te importaría si hablo con Aibileen para que me ayude a contestar algunas de las cartas?
Elizabeth se queda callada por un momento y luego pregunta sorprendida:
—¿Aibileen? ¿«Mi» Aibileen?
—Es que hay algunas preguntas que no sé contestar.
—Bueno... mientras esto no interfiera en su trabajo.
Me callo, sorprendida por su actitud. Sin embargo, me digo a mí misma que, a fin de cuentas, es Elizabeth quien la paga por lo que hace.
—Pero, por favor, hoy no, Mae Mobley está a punto de despertarse, y entonces tendría que hacerme cargo de ella.
—Está bien. ¿Puedo... puedo pasarme mañana por la mañana?
Cuento las horas con los dedos de la mano. Si termino de hablar con Aibileen a media mañana, todavía tengo tiempo de volver corriendo a casa, pasar a máquina las respuestas e ir otra vez a la ciudad antes de las dos.
Elizabeth mira enfurruñada su carrete de hilo verde.
—Sí, pero sólo unos minutos, ¿vale? Mañana es el día de sacarle brillo a la plata.
—No la entretendré mucho, te lo prometo.
Elizabeth cada día me recuerda más a mi madre.
A la mañana siguiente, a las diez, Elizabeth me abre la puerta y me saluda con un gesto de cabeza, como una maestra de escuela.
—¡Muy bien! Pasa, pasa... No tardes mucho, Mae Mobley puede despertarse en cualquier momento.
Entro en la cocina con mis cuadernos y papeles bajo el brazo. Aibileen me sonríe desde el fregadero, mostrándome su brillante diente de oro. Es un poco ancha de caderas, pero su gordura resulta agradable, y bastante más bajita que yo. ¿Quién no? Su piel marrón, oscura y brillante, contrasta con el blanco de su almidonado uniforme. Tiene las cejas grises, aunque su pelo todavía es negro.
—
Güenas,
Miss Skeeter. ¿Miss Leefolt está todavía en la máquina de
cosé?
—Sí.
Me resulta extraño, incluso después de todos los meses que llevo de regreso en Jackson, escuchar a la gente refiriéndose a Elizabeth como Miss Leefolt y no como Miss Elizabeth o incluso por su apellido de soltera, Miss Fredericks.
—¿Puedo? —pregunto, señalando el frigorífico.
Antes de que me dé tiempo a servirme, Aibileen lo abre y me pregunta:
—¿Qué quiere
tomá?
¿Una
Ca-cola?
Asiento. Abre la botella con el abridor que está fijado en la mesa y me la sirve en un vaso.
—Aibileen —tomo aire—, me preguntaba si podrías ayudarme con una cosa.
Le cuento la historia de la columna y me alegro cuando me dice que sabe quién es Miss Myrna.
—Así que he pensado que podría leerte algunas de las cartas y tú podrías... ayudarme con las respuestas. Dentro de un tiempo, puede que aprenda y... —Me quedo callada. No creo que nunca pueda ser capaz de responder a cuestiones de limpieza del hogar yo sola. Sinceramente, no tengo ninguna intención de aprender a hacer las tareas de casa—. Sé que suena un poco injusto, ¿verdad? Utilizar tus respuestas y hacer como si fueran mías... o de Myrna, mejor dicho.
Suspiro y veo que Aibileen menea la cabeza.
—
Güeno,
a mí no me importa. Pero no creo que Miss Leefolt dé su aprobación.
—Me dijo que le parecía bien.
—¿Durante mis horas de trabajo?
Asiento con la cabeza, recordando la seriedad de las palabras de Elizabeth.
—
Mu
bien, entonces —acepta Aibileen, y se encoge de hombros. Mira el reloj que hay encima del fregadero y añade—: Pero supongo que tendremos que dejarlo cuando Mae Mobley se levante.
—¿Podemos sentarnos? —propongo, y señalo la mesa de la cocina.
Aibileen mira de reojo la puerta que da al salón y dice:
—Siéntese
usté,
yo estoy bien de pie.
Ayer me pasé la noche entera leyendo los artículos de Miss Myrna de los últimos cinco años, pero aún no he tenido tiempo de revisar la correspondencia sin responder. Preparo mi cuaderno, lápiz en mano.
—Aquí hay una carta remitida desde el condado de Rankin, dice así:
Querida Miss Myrna, ¿cómo puedo quitar las manchas de sudor que le salen en el cuello de la camisa al seboso y desaliñado de mi marido, que parece un cerdo y suda como si lo fuera?
¡Magnífico! Por lo visto, la columna no sólo trata sobre limpieza, sino que también habla de problemas de pareja. Dos temas en los que soy una auténtica ignorante.
—¡Jesús! ¿De qué se quiere
deshacé
esa
mujé
—pregunta Aibileen—, de las manchas o del
marío?
Contemplo el papel en blanco. No sabría cómo aconsejarla para librarse de ninguna de las dos cosas.
—Dígale que lo meta a remojo en una mezcla de lejía Pine-Sol y vinagre. Luego, que lo ponga a
secá
al sol un rato.
Escribo apresuradamente en mi cuaderno.
—¿Durante cuánto tiempo tiene que dejarlo al sol?