Criadas y señoras (22 page)

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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

BOOK: Criadas y señoras
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Últimamente la pillo casi todos los días colándose en los dormitorios vacíos del piso de arriba. Oigo sus pasos furtivos por el salón haciendo crujir el suelo de madera. Procuro no pensar demasiado en ello. ¡Qué demonios! Está en su casa, que haga lo que le venga en gana. Pero es que lo repite un día, y otro y otro... Y lo que me hace sospechar es que lo hace con mucho sigilo, esperando al momento en que paso el aspirador o estoy ocupada preparando una tarta. Se pasa siete u ocho minutos allí arriba y luego asoma su cabecita por la barandilla para asegurarse de que no la veo y baja las escaleras.

—No te metas en sus asuntos —me dice Leroy—. Sólo asegúrate de que le dice a su
marío
que
t'ha contratao pa limpiá
la casa.

Leroy se ha pasado el último par de noches bebiendo en el maldito Crow, ese bar que está junto a la central eléctrica. Pero no es tonto, sabe que si me pasa algo, sólo con su sueldo no podríamos salir adelante.

Después de su excursión de hoy al piso superior, Miss Celia viene a sentarse a la mesa de la cocina en lugar de volver a la cama. ¡Ojalá se fuera de aquí! Estoy deshuesando un pollo. Tengo el caldo al fuego y ya he cortado los
dumplings
[5]
.
No quiero que intente ayudarme.

—Trece días más y tendrá que hablarle a Mister Johnny de mí —digo y, tal como esperaba, Miss Celia se levanta y se dirige al dormitorio.

Pero, antes de salir de la cocina, masculla:

—¿Tienes que recordármelo todos los días?

Me pongo tensa. Es la primera vez que Miss Celia se molesta conmigo.


Pos
sí —digo sin levantar la vista, porque pienso recordárselo hasta que Mister Johnny me dé la mano y me diga: «Encantado de conocerte, Minny».

Pero cuando alzo la cabeza veo que Miss Celia sigue ahí, inmóvil, agarrada al marco de la puerta. Su rostro es de un blanco mate, como la pintura barata de pared.

—¿Ha vuelto a
comé
un trozo de pollo crudo? ¡Mire que se lo tengo dicho!

—No, sólo estoy un poco... cansada.

Pero las marcas de sudor en su maquillaje, que ahora ha adquirido un tono gris, me dicen que no está bien. La ayudo a meterse en la cama y le llevo su jarabe reconstituyente. En la etiqueta de la botellita hay un dibujo de una elegante señora con un turbante en la cabeza, sonriendo como si se encontrara perfectamente. Le doy a Miss Celia la cucharita para que mida la dosis, pero la burra de ella se bebe un trago directamente del frasco.

Después me lavo las manos. Sea lo que fuere, espero que no me contagie lo que tenga.

Al día siguiente de que el rostro de Miss Celia se pusiera blanco, toca cambiar las malditas sábanas. Es la tarea que más odio. La ropa de cama me parece algo muy personal y con lo que no hay que bromear. Está llena de pelos, costrillas de piel, mocos y restos de revolcones. Pero lo peor son las manchas de sangre. Al frotarlas con mis manos desnudas en el fregadero me dan arcadas. Me sucede siempre con la sangre o con todo lo que se le parezca. Una fresa pisada puede hacer que me pase el resto del día con la cabeza dentro del váter.

Miss Celia sabe lo que toca los martes, así que normalmente se instala en el sofá para dejarme hacer mi trabajo. Esta mañana se ha presentado un frente frío, por eso no podrá salir a la piscina. Además, han dicho que el tiempo va a empeorar. Pero dan las nueve, luego las diez, luego las once, y la puerta de su dormitorio permanece cerrada. Por fin, me decido a llamar.

—¿Sí? —contesta, y abro la puerta.


Güenos
días, Miss Celia.

—Hola, Minny.

—Es martes.

Miss Celia no sólo sigue en la cama, sino que está hecha un ovillo debajo de las sábanas, en camisón y sin nada de maquillaje.

—Tengo que
lavá
y
planchá
esas sábanas, luego voy a ocuparme de este viejo armario que está más seco que el desierto de Texas, y después
cociná...

—Hoy no quiero clase de cocina, Minny. —Tampoco sonríe, como suele hacer cuando me ve.

—¿Se encuentra
usté
bien?

—¿Puedes traerme un poco de agua?


Pos
claro.

Voy a la cocina y le lleno un vaso de agua del grifo. Debe de estar mal, porque nunca antes me había pedido que le sirviera algo.

Cuando regreso al dormitorio, no encuentro a Miss Celia en la cama y veo que la puerta del cuarto de baño está cerrada. ¿Por qué leches me ha pedido que le traiga agua si es capaz de levantarse e ir al lavabo? Bueno, por lo menos me deja el camino libre. Recojo los calzoncillos de Mister Johnny del suelo y me los echo al hombro. La verdad es que esta mujer no hace demasiado ejercicio, todo el día tirada en casa. Déjalo, Minny, no seas dura. La pobre está enferma, sin más.

—¿Se encuentra mal? —le grito desde la puerta del cuarto de baño.

—Estoy... bien.

—Aprovechando que está ahí dentro, voy a
cambiá
las sábanas.

—No, déjalo, déjalo —me dice desde el otro lado de la puerta—. Hoy puedes irte a casa, Minny.

Me quedo allí, dando pataditas a su alfombra amarilla. No quiero irme a mi casa. Es martes, el día de cambiar las malditas sábanas. Si no lo hago hoy, tendré que hacerlo el miércoles, que se convertirá en el nuevo día de cambiar las malditas sábanas.

—¿Qué va a
pasá
cuando venga Mister Johnny y se encuentre la casa hecha un asco?

—Esta tarde estará cazando ciervos. Minny, necesito que me acerques el teléfono. —Su voz se convierte en un gemido tembloroso—. Ponlo aquí, y tráeme también la agenda que tengo en la cocina.

—¿Está enferma, Miss Celia?

No me contesta, así que voy por la agenda, le acerco el teléfono a la puerta del baño. Llamo.

—Déjalo ahí. —Ahora parece que está llorando—. Quiero que te marches ya.

—Pero es que tengo que...

—¡Que te vayas de una vez, Minny!

Me alejo de esa puerta cerrada. Mi cabeza empieza a arder. Estoy muy ofendida. No porque sea la primera vez que me gritan, sino porque Miss Celia no lo había hecho nunca.

Al día siguiente, el hombre del tiempo del Canal Doce, Woody Asap, agita las manos blancas y escamosas frente a un mapa del Estado. Jackson, Misisipi, ha amanecido helada como un polo. Primero llovió y luego heló. Esta mañana, cualquier cosa que sobresaliera más de un centímetro se caía al suelo: ramas de árboles, postes de electricidad y toldos de los porches de las casas se derrumbaban como si acabaran de rendirse. Fuera, todo está mojado como si hubieran tirado un cubo de barniz brillante y claro.

Mis hijos pegan sus rostros soñolientos a la radio y cuando el aparato dice que las carreteras están heladas y que han cerrado las escuelas, comienzan a saltar entre gritos y silbidos de alegría y corren para ver el hielo sin más ropa que sus calzones de dormir.

—¡Volved a casa y poneos los zapatos! —les grito desde la puerta.

Ninguno me hace caso. Llamo a Miss Celia para decirle que no puedo llegar a su casa por el hielo y para ver si allá en el campo tienen electricidad. La verdad es que, después del modo en el que me gritó ayer, como si fuera una negra tirada en la carretera, me importa un bledo cómo se encuentre.

Responde una voz masculina que dice:

—¿Dígame?

Se me para el corazón.

—¿Quién es? ¿Quién llama?

Con mucho cuidado, cuelgo el auricular. Supongo que Mister Johnny hoy tampoco ha ido a trabajar. Incluso en mi día libre, no puedo olvidarme del pánico que me inspira ese hombre. Menos mal que dentro de once días todo esto habrá terminado.

Al día siguiente, casi toda la ciudad ya se ha deshelado. Miss Celia no está en la cama cuando llego a su casa. La encuentro sentada en la mesa de la cocina mirando por la ventana con un gesto de desconsuelo, como si su vida despreocupada fuera un infierno. ¡Pobrecilla! Tiene los ojos fijos en el árbol de mimosa, al que la helada ha hecho mucho daño. La mitad de las ramas se han caído y todas sus delgadas hojas están marrones y marchitas.

—Buenos días, Minny —saluda sin apenas mirarme.

Contesto con un gesto de la cabeza. No tengo nada que decirle, no después de cómo me trató anteayer.

—Ahora ya podemos cortar ese horrible árbol —comenta.


Pos mu
bien. Córtelos todos si le
apetese.

«Y a mí también, córtame la cabeza también si te viene en gana», pienso.

Miss Celia se levanta y se acerca al fregadero, junto a mí. Me agarra del brazo y dice:

—Siento haberte gritado de ese modo el otro día. —Le afloran las lágrimas mientras habla.

—Ya, ya...

—Estaba enferma... Ya sé que no es una excusa, pero me sentía muy mal y... —comienza a sollozar como si gritar a la criada fuera lo peor que ha hecho en su vida.

—Está bien —digo—. Tampoco es
pa
echarse a
llorá.

Entonces se me lanza al cuello y me abraza hasta que le doy unas palmaditas en la espalda y la separo de mí.

—Vamos, siéntese —le digo—. Le voy a
prepará
un café.

Supongo que todos nos irritamos un poco cuando nos encontramos mal.

Al siguiente lunes, el árbol de mimosa está negro, como si se hubiera quemado en lugar de helarse. Entro en la cocina dispuesta a decirle a la señorita cuántos días nos quedan y me la encuentro contemplando el árbol con el mismo odio en los ojos con el que mira la cocina. Está pálida y no come nada de lo que le sirvo.

Ese día no se lo pasa tumbada en la cama, sino decorando el árbol navideño de tres metros de alto que han colocado en el recibidor, para convertir mi vida en un infierno, pues constantemente tengo que pasar la aspiradora para limpiar todas esas malditas agujas que caen del abeto. Después, la señorita se va al patio trasero y se pone a recortar los rosales y a cavar los bulbos de los tulipanes. Nunca la había visto moverse tanto. Más tarde, viene a la clase de cocina con las uñas sucias. Todavía no sonríe.

—Quedan seis días
pa
contárselo a Mister Johnny —le recuerdo.

Durante un buen rato, no contesta. Después, dice con voz muy apagada:

—¿Seguro que tengo que hacerlo? Había pensado que igual podíamos esperar un poco más.

Me quedo paralizada, hasta que noto que la mantequilla se me está derritiendo en las manos.

—¿Quiere que se lo repita otra vez?

—Vale, vale —se resigna, y vuelve a salir a ocuparse de lo que parece ser su nuevo pasatiempo: contemplar el árbol de mimosa con un hacha en la mano.

El miércoles por la noche, en lo único en que puedo pensar es en que sólo quedan noventa y seis horas más. Se me revuelve el estómago al imaginar que es posible que pierda mi trabajo después del día de Navidad, pero al menos ya no tendré que preocuparme porque me puedan volar la cabeza de un tiro. Se supone que Miss Celia va a contárselo en Nochebuena, después de que me marche y antes de que vayan a cenar a casa de la madre de Mister Johnny. Pero Miss Celia está actuando de una forma tan rara últimamente que me pregunto si no irá a echarse atrás. «¡No, señora!», me digo todo el día. Pienso darle la barrila hasta que se lo cuente.

Cuando me presento la mañana del jueves, lista para acosarla, resulta que Miss Celia no está en casa. No me puedo creer que haya sido capaz de salir. Me siento a la mesa de la cocina y me sirvo una taza de café. Contemplo el jardín trasero. Está resplandeciente y vivo. Sólo el ennegrecido árbol de mimosa desentona. Me pregunto por qué Mister Johnny no se decide a cortarlo de una vez.

Me inclino un poco sobre la repisa de la ventana. ¡Vaya, mira por dónde! En la parte inferior del árbol, la corteza negra ha comenzado a pelarse en algunas partes, mostrando un tronco marrón y sano por debajo. En las ramas chamuscadas están empezando a florecer nuevos brotes verdes.

«¡Ese viejo árbol estaba haciéndose el muerto!», digo para mis adentros.

Saco del bolso el cuadernito en el que escribo la lista de las cosas que necesito. No las de Miss Celia, sino mis propias compras: regalos de Navidad, cosas para mis críos... Benny está un poco mejor del asma, pero Leroy volvió anoche a casa oliendo otra vez a alcohol barato. Me dio un empujón y me pegué un buen golpe en el muslo contra la mesa de la cocina. Si esta noche aparece otra vez así, se va a comer mis nudillos para cenar.

Suspiro. Otras setenta y dos horas y seré una mujer libre. Puede que sin empleo, puede que muerta cuando Leroy se entere, pero libre.

Intento concentrarme en las tareas de la semana. Mañana es un día duro de cocina y luego tengo que preparar la cena de la vigilia del sábado en la iglesia y la de la misa del domingo. ¿Cuándo voy a poder limpiar mi propia casa y lavar la ropa de mis hijos? La mayor, Sugar, tiene ya dieciséis años y se las apaña bastante bien con las tareas, pero me gustaría ayudarla un poco los fines de semana, algo que mi madre nunca hizo conmigo. Y luego está Aibileen. Anoche volvió a llamarme para preguntar si podía ayudarlas a ella y a Miss Skeeter con sus historias. Adoro a Aibileen, de verdad, pero creo que comete un tremendo error al confiar en una blanca. Se lo he dicho: está poniendo en peligro su trabajo y su seguridad. Por no mencionar que ninguna criada estará dispuesta a colaborar con una amiga de Miss Hilly.

¡Ay, Señor! Mejor sigo con lo mío.

Añado la piña al jamón y lo meto en el horno. Después limpio el polvo de los estantes en la habitación de los trofeos de caza y paso la aspiradora por el oso disecado, que me contempla como si fuera un delicioso aperitivo.

—Hoy estamos tú y yo solos —le digo.

Como de costumbre, el bicho no habla mucho. Agarro el trapo y el jabón y empiezo a subir por las escaleras sacando brillo a cada barrote de la barandilla. Cuando llego al piso de arriba, me dirijo al primer dormitorio.

Me paso una hora limpiando en la planta superior. Hace fresco aquí, no hay nadie para darle a esta zona calor humano. Friego a mano todas las superficies de madera, adelante y atrás, adelante y atrás. Antes de entrar en el tercer dormitorio, voy al piso de abajo para arreglar el de Miss Celia antes de que regrese.

La casa está tan vacía que siento un pinchazo de terror. ¿Adónde habrá ido esta mujer? En los noventa y cinco días que llevo trabajando aquí, sólo la he visto salir en tres ocasiones, y siempre me decía adonde, cuándo y por qué salía, como si a mí me importara. Pero ahora se ha esfumado como el viento. Debería estar feliz y contenta porque esa idiota haya desaparecido de mi vista. Pero al estar sola, me siento como una intrusa. Miro la alfombrilla rosa que cubre la mancha de sangre junto a la puerta del baño. Hoy podría intentar quitarla de nuevo. Una corriente de aire frío recorre la habitación, como si pasara un espíritu. Siento un escalofrío.

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