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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

Criadas y señoras (34 page)

BOOK: Criadas y señoras
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Pasado un rato, Miss Skeeter dice que se tiene que marchar. Atraviesa el césped lleno de bañistas, sorteando sillas y toallas. Miss Leefolt la ve alejarse con los ojos abiertos como platos, sin atreverse a preguntar nada.

Me recuesto en la silla y le hago un gesto a Mae Mobley, que hace piruetas en el agua. Me froto las sienes para aplacar el dolor de cabeza. A lo lejos, Miss Skeeter se vuelve y me mira. A nuestro alrededor, todo el mundo toma el sol y ríe sin imaginarse que esta mujer de color y la blanca de la raqueta de tenis se preguntan lo mismo, como dos tontas: «¿Deberíamos sentir cierto alivio?».

Capítulo 16

Más o menos un año después de la muerte de Treelore comencé a acudir a las reuniones que organizan en la parroquia para tratar problemas de la comunidad. Supongo que empecé a ir por pasar el rato y para que mis tardes no fueran tan solitarias. Shirley Boon, la encargada de organizar los encuentros, me pone de los nervios con su sonrisa de señorita sabelotodo. A Minny tampoco le gusta esta mujer, pero suele acercarse a las reuniones para salir un poco de casa. Esta noche Benny ha tenido un ataque de asma, así que Minny no va a poder asistir.

Últimamente, en las reuniones se habla más de derechos civiles que sobre las patrullas para limpiar las calles o sobre quién se va a encargar de atender nuestro puesto en el próximo mercadillo de ropas. No son charlas encendidas, por lo general la gente sólo comenta lo que pasa y rezamos para que todo mejore. Pero desde que hace una semana asesinaron a Medgar Evers, en esta ciudad la gente de color está muy frustrada. Sobre todo, los jóvenes, cuyas heridas todavía no se han cerrado. Desde el tiroteo se reúnen todos los días en las calles. He oído que andan muy cabreados, que gritan y lloran por el barrio. Ésta es la primera reunión a la que acudo desde el asesinato.

Bajo por las escaleras al sótano de la iglesia. Normalmente se está fresquito aquí abajo, pero esta noche hace calor. Los hay que se ponen cubitos de hielo en el café. Echo una mirada para ver quién ha venido, pensando que debería pedirle a algunas criadas que nos ayuden, ahora que parece que nos hemos librado de Miss Hilly. Treinta y cinco ya me han dicho que no. Me siento como una de esas vendedoras que llaman a la puerta de las casas y que nadie quiere comprar ese producto enorme y apestoso que ofrezco, como el abrillantador con olor a limón de Kiki Brown. Pero tengo algo en común con Kiki: las dos estamos orgullosas de lo que vendemos. No puedo evitarlo, estoy convencida de que las historias que escribimos deben ser contadas.

Me gustaría que Minny me ayudara a reclutar criadas. Ella sabe cómo convencer a la gente. Pero desde el principio acordamos que nadie debía enterarse de que Minny estaba metida en esto. Es muy arriesgado para su familia. Sin embargo, sí que le decimos a la gente que Miss Skeeter es la que se encarga de redactar las historias. Nadie aceptaría colaborar sin saber qué blanca está de por medio, porque temen conocerla o haber trabajado para ella. Miss Skeeter tampoco tiene muchas dotes para atraer gente, la espanta antes de abrir la boca. Por eso me encargo yo de esta tarea. Después de que se lo pidiera a cinco o seis criadas, todas saben lo que voy a preguntarles antes de que me dirija a ellas. Siempre me dicen que no merece la pena y me preguntan por qué corro un riesgo tan grande cuando no voy a conseguir nada a cambio. Estoy segura de que piensan que la vieja Aibileen está empezando a chochear.

No queda una silla libre esta noche; habrá más de cincuenta personas en el sótano, casi todas mujeres.

—Siéntate con nosotras, Aibileen —me ofrece Bertrina Bessemer—. ¡Goldella! ¡Deja tu silla a los mayores!

Goldella se levanta y me hace un gesto para que ocupe su silla. Por lo menos, Bertrina no me trata como a una vieja loca.

Me acomodo. Hoy Shirley Boon está sentada en la mesa y el pastor, de pie. El hombre nos dice que lo mejor que podemos hacer es tener una tranquila reunión de oración, pues necesitamos que cicatricen nuestras heridas. Me alegro. Cerramos los ojos y el pastor dirige nuestras plegarias por la familia Evers, por Myrlie y por sus hijos. Algunas personas susurran sus oraciones a Dios en voz baja. Una energía relajante llena la estancia, como el zumbido de las abejas en un panal. Rezo en silencio. Cuando termino, aspiro profundamente y espero a que los demás acaben. Cuando llegue a casa, escribiré también mis oraciones, aunque me cueste el doble.

Yule May, la criada de Miss Hilly, está sentada delante de mí. Es fácil de reconocer por detrás, ya que tiene un pelo muy bonito, suave y sin remolinos. Dicen que es muy culta, que casi se graduó en la universidad. Tenemos a un montón de gente lista en nuestra parroquia, muchos universitarios: médicos, abogados, el señor Cross, dueño del semanal para gente de color
The Southern Times...
Pero Yule May seguramente sea la criada con más estudios de la congregación. Cuando la veo, pienso en todas las cosas que deberíamos cambiar.

El pastor abre los ojos y nos contempla en silencio.

—Las oraciones que rezamos...

—¡Padre Thoroughgood! —retumba una voz ronca en el silencio de la estancia.

Me vuelvo, igual que todo el mundo, y vemos a Jessup, el nieto de Plantain Fidelia, de pie en la puerta. Tendrá veintidós o veintitrés años. Aprieta los puños intentando contener su rabia.

—Quiero
sabé
una cosa —dice con lentitud, enojado—. ¿Qué piensan
hacé
con lo que ha
pasao?

El pastor lo mira con severidad, como si ya hubiera hablado antes con Jessup.

—Hoy vamos a ofrecer nuestras oraciones a Dios. El próximo martes nos manifestaremos pacíficamente por las calles de Jackson, y en agosto quiero que todos participemos en la marcha sobre Washington junto al señor Luther King.

—¡Con eso no basta! —grita Jessup, golpeando un puño contra la palma de la otra mano—. Le dispararon
po
la espalda, padre, lo mataron como a un perro.

El pastor levanta la mano.

—Jessup, hoy estamos aquí para rezar por su familia, por que se haga justicia... Hijo, comprendo tu rabia, pero...


¿Rezá?
O sea, que nos vamos a
quedá sentaos
rezando. ¿Eso es lo que piensan
hacé?
—nos contempla a todos en nuestros asientos—. ¿Pensáis que con vuestras
orasiones
los blancos van a
dejá
de matarnos?

Nadie contesta, ni siquiera el pastor. Jessup se da la vuelta y se marcha. Escuchamos sus pasos por las escaleras y después por encima de nuestras cabezas, cuando sale de la iglesia.

La sala se queda en silencio. El padre Thoroughgood tiene los ojos fijos en un punto por encima de nosotros. Es extraño. No es de esas personas que no miran a los ojos de la gente. Todos le observamos, preguntándonos en qué estará pensando para no atreverse a mirarnos a la cara. Entonces veo que Yule May menea la cabeza, un gesto muy leve pero lleno de significado. Me doy cuenta de que el pastor y Yule May están pensando lo mismo. Le dan vueltas a la pregunta de Jessup, y Yule May acaba de dar con la respuesta.

La reunión termina a eso de las ocho. Las que tienen hijos se marchan. Otras nos servimos café en la mesa que está al fondo de la estancia. Nadie habla demasiado, más bien permanecemos en silencio. Respiro hondo y me acerco a Yule May, que está junto al termo de café. Necesito liberarme de la mentira que le conté a Miss Skeeter, que tengo clavada como un cardo. No voy a pedírselo a nadie más en esta reunión, nadie parece dispuesto a comprar mi apestosa mercancía esta noche.

Yule May me saluda con una sonrisa cordial y un gesto de la cabeza. Tiene unos cuarenta años, y es alta y delgada. Se conserva muy bien. Todavía lleva puesto el uniforme blanco, que le queda de maravilla y le marca la cintura. Siempre lleva unos aretes de oro en las orejas.

—He oído que los gemelos van a
entrá
en la
Universidá
de Tougaloo el próximo curso. ¡Enhorabuena!

—Eso espero. Todavía tenemos que
ahorrá
un poquito más. ¡Dos hijos de golpe es demasiado!

—Tú también estudiaste en la
universidá, ¿verdá?

—Sí, en la facultad de Jackson.

—A mí me encantaba ir a la escuela.
Leé, escribí
y todo eso. Pero las
aritmáticas
no las llevaba
mu
bien.

—Las clases de lengua también eran mis preferidas —dice Yule May con una sonrisa—, sobre todo me gustaba escribir.

—Yo... a veces escribo cosas.

Yule May me mira a los ojos y me doy cuenta de que sabe lo que le voy a contar. Por un momento puedo sentir la humillación y el miedo que tiene que tragarse todos los días esta mujer trabajando para quien trabaja. Me da reparo pedírselo.

Pero Yule May se me adelanta.

—Sé que estás escribiendo unas historias con esa amiga de Miss Hilly.


Pos
sí. Igual podrías ayudarnos, Yule May.

—El problema es que... es un riesgo que no me puedo permitir ahora. Estamos a punto de reunir el dinero suficiente.

—Lo comprendo —acepto, y sonrío, dejando claro que no voy a insistir más, pero Yule May no se mueve de su sitio.

—He oído... que cambiáis los nombres. ¿Es verdad?

Es la misma pregunta que hace todo el mundo, por curiosidad.


Pos
sí, y también el de la
ciudá.

Baja la mirada y añade:

—Entonces, si le cuento mis historias de criada, ¿esa mujer las escribirá? ¿Las editará o algo así?

—Queremos todo tipo de historias. Las cosas buenas y las malas. Ahora mismo está trabajando con... otra criada.

Yule May se humedece los labios, como si se estuviera imaginando lo que sería contar la verdad sobre su trabajo en casa de Miss Hilly.

—¿Podríamos... hablar de esto en otra ocasión? ¿Cuando tenga más tiempo?


Pos
claro —respondo, y veo en sus ojos que no lo dice por cortesía.

—Lo siento, pero Henry y los chicos me esperan. ¿Puedo llamarte y hablamos con más calma un día?

—Cuando quieras.
Pués
llamarme cuando te apetezca.

Me aprieta el brazo con cariño, mirándome directamente a los ojos. No me lo puedo creer. Es como si hubiera estado esperando que se lo pidiera todo este tiempo.

Cuando se marcha, me quedo un minuto de pie en la esquina, bebiendo un café demasiado caliente para la temperatura a la que estamos. Sonrío y hablo sola, porque me da igual que todo el mundo piense que he perdido la chaveta.

Minny

Capítulo 17

—¡Venga! Salga de aquí
pa
que pueda
limpiá
la habitación.

Miss Celia se sube las sábanas hasta el pecho y las agarra con fuerza, como si temiera que fuera a sacarla a patadas de la cama. Llevo seis meses trabajando aquí y todavía no sé qué le pasa a esta mujer, si de verdad está enferma o es que se le han derretido los sesos de tanto decolorarse el pelo. Tiene mejor aspecto que cuando llegué a esta casa, eso hay que reconocerlo. Ahora le asoma un poco de barriguita y no se le marcan los pómulos como en la época en la que Mister Johnny y ella se morían de hambre.

Hace unas semanas, Miss Celia se pasaba todo el tiempo cuidando del jardín, pero ahora esta loca ha regresado a su costumbre de zanganear en la cama todo el santo día. Antes me gustaba que se quedara encerrada en su cuarto, pero ahora que he conocido a Mister Johnny tengo más ganas de trabajar y, ¡qué leches!, de poner firme a Miss Celia.

—Señora, me pongo enferma de verla
tirá
en casa
veintisinco
horas al día. ¡Venga! Salga a
cortá
esa mimosa que tanto odia.

Miss Celia no se mueve, así que es el momento de sacar la artillería:

—¿Cuándo va a hablarle a su
marío
de mí?

Cada vez que le hago esta pregunta es como si le clavara un alfiler, siempre se pone en movimiento. A veces, se lo pregunto sólo por diversión.

No me puedo creer que esta farsa esté durando tanto. Ahora que Mister Johnny sabe de mi existencia, Miss Celia sigue, la muy palurda, actuando como si su engaño funcionara. No me sorprendió cuando, en Navidad, se cumplió la fecha límite que le había puesto para contárselo a su marido y me rogó que le diera más tiempo. Le eché la bronca, pero la muy tonta empezó a sollozar, así que le dejé morder el anzuelo y, para que se callara, le dije que le concedía unos meses más como regalo de Navidad, aunque en realidad se merecería un saco lleno de carbón por todas las mentiras que anda contando.

Gracias a Dios, Miss Hilly no se ha presentado por aquí para jugar al bridge, aunque Mister Johnny intentó convencerla hace un par de semanas. Sé, porque Aibileen me lo dijo, que Miss Hilly y su amiguita Miss Leefolt se estuvieron partiendo de risa ante la idea. Sin embargo, Miss Celia se lo tomó muy en serio y me preguntaba todo el rato qué podíamos cocinar si venían. Encargó por correo un libro para aprender a jugar a las cartas,
Bridge para principiantes,
aunque debería titularse
Bridge para subnormales.
Lo recibió esta mañana y, dos segundos después de ponerse a leerlo, me preguntó:

—¿Me enseñas a jugar, Minny? ¡Este libro no hay quien lo entienda!

—No sé
jugá
al bridge —contesté.

—Sí sabes.

—¿Cómo sabe
usté
si sé
jugá
o no?

Empecé a ordenar los cacharros de la cocina, irritada sólo de ver ese maldito tapete de jugar a las cartas sobre la mesa. Cuando por fin me he quitado de encima el problema de Mister Johnny, ahora resulta que tengo que preocuparme por si Miss Hilly viene a esta casa y me delata. Le contaría a Miss Celia todo lo que pasó. ¡Mierda! Me despedirán por lo que hice.

—Lo sé porque Miss Walter me dijo que practicabas con ella los sábados por la mañana.

Comencé a fregar la olla grande. Mis nudillos chocaban contra sus paredes haciendo un ruido metálico.

—Las cartas son un juego del demonio. Además, tengo muchas cosas que
hacé.

—Pero me voy a aturullar con todas esas mujeres intentando que aprenda. ¿Por qué no me enseñas sólo un poquito?

—¡Que no!

Miss Celia soltó un pequeño suspiro.

—Es porque se me da muy mal la cocina, ¿verdad? Crees que no soy capaz de aprender nada.

—¿Qué piensa
hacé
si Miss Hilly y sus amigas le cuentan a su
marío
que tiene una criada? ¿No se da cuenta de que pueden
descubrí
su secreto?

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