Criadas y señoras (50 page)

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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

BOOK: Criadas y señoras
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—No creo que llegue
mu
lejos —digo, con el puño cerrado sobre el atizador—. Le ha
zurrao
de lo lindo.

—¿Tú crees?

—¡Se parecía a Joe Louis con una barra de hierro! —digo, mirándola de arriba abajo.

Se aparta un mechón de cabello rubio del rostro y me mira como si le doliera que me hayan pegado. De repente, me doy cuenta de que debería darle las gracias pero, la verdad, no me salen las palabras. Es algo totalmente nuevo para mí. Lo único que acierto a decir es:

—Ha
estao
muy fuerte... y decidida.

—Se me daba bien pelear. —Mira hacia los árboles y se seca el sudor de la frente con la palma de la mano—. Si me hubieras conocido hace diez años...

No tiene potingues en el rostro ni laca en el pelo, y su camisón parece un viejo vestido de campo. Aspira profundamente y entonces puedo ver a la muchacha blanca de baja estofa que era hace diez años. Una chica dura que no dejaba que nadie se metiera con ella.

Miss Celia se da la vuelta y la sigo al interior de la casa. Encuentro el cuchillo junto a un rosal y lo recojo. ¡Ay, señor! Si ese hombre lo hubiera visto, ahora estaríamos muertas. En el baño de invitados, me lavo el corte y lo tapo con una tirita blanca. Me duele un montón la cabeza. Cuando salgo, escucho a Miss Celia hablando por teléfono con la policía del condado de Madison.

Me lavo las manos preguntándome qué más me espera en este día tan horrible. Se supone que llegados a cierto punto no pueden sucederte más calamidades. Intento volver a pensar en la vida real otra vez. Quizá debería quedarme a dormir en casa de mi hermana Octavia esta noche, para que Leroy se dé cuenta de que no pienso tolerar que me vuelva a pegar. Entro en la cocina y pongo las alubias a cocer a fuego lento. ¿A quién intento engañar? Sé perfectamente que esta noche acabaré en casa.

Escucho cómo Miss Celia termina de hablar con la policía y cuelga el teléfono. Después, lleva a cabo su penoso ritual de volver a levantar el auricular para comprobar que hay línea.

Esa misma tarde hago algo horrible. Mientras conduzco de regreso a casa veo a Aibileen andando desde la parada del autobús. Mi mejor amiga me hace un gesto con la mano, pero finjo no verla, a pesar de que paso a su lado y ella lleva su llamativo uniforme blanco.

Cuando llego a casa, me pongo una bolsa con hielos en el ojo. Los niños todavía no han vuelto del colegio y Leroy está dormido en la habitación. No sé qué hacer, ni con Leroy, ni con Miss Hilly. Y encima, esta mañana un blanco desnudo me ha atizado un puñetazo en la oreja. Me quedo sentada contemplando las grasientas paredes de la cocina. ¿Por qué nunca consigo que estén limpias?

—¡Minny Jackson! ¿Quién te has
creío
que eres
pa
no
montá
a la vieja Aibileen en tu coche?

Suspiro y giro mi magullada cabeza para que pueda verla.

—¡Córcholis! —exclama.

Miro de nuevo a la pared.

—Aibileen —digo, con un suspiro—, no te vas a
creé
lo que me ha
pasao
hoy.

—Ven a mi casa, te preparo un café y me lo cuentas.

Antes de salir, me quito el llamativo vendaje y lo meto en el bolso con la bolsa de hielos. Para mucha gente en este barrio, un corte en la ceja no sería motivo de comentarios. Pero yo tengo hijos que van a la escuela, un coche que funciona y hasta un frigorífico con congelador. Estoy orgullosa de mi familia, y la humillación que me produce esta herida es peor que el dolor.

Sigo a Aibileen por callejones y patios traseros, evitando el tráfico y las miradas. Me alegro de que mi amiga me conozca tan bien y haya elegido este camino apartado de la vista de los vecinos.

Ya en su pequeña cocina, Aibileen prepara la cafetera para mí y la tetera para ella.

—Bueno, ¿qué piensas
hacé
al respecto? —me pregunta Aibileen, y sé que se refiere a lo del ojo.

Dejar a Leroy, ni lo considero. Muchos hombres de color abandonan a sus familias, pero eso es algo que las mujeres no podemos hacer. ¿Quién se encargaría de los críos?

—He
pensao
en irme a casa de mi hermana, pero no puedo
llevá
a los críos, tienen que ir a la escuela.

—No pasa
na
si los críos se pierden unos días de clase, sobre
to
si es
pa
protegerte.

Me pongo otra vez la venda y me aplico la bolsa de hielos para que no esté tan hinchado cuando esta noche lo vean los niños.

—¿Le has vuelto a
decí
a Miss Celia que te has
caío
en la bañera?

—Sí, pero no se lo ha
creío.

—¿Por qué? ¿Qué
t'ha
dicho? —pregunta Aibileen.


¡Mejó
di qué ha hecho! —exclamo, y le cuento a Aibileen cómo Miss Celia le partió la crisma al tío desnudo con el atizador.

Aunque ha sucedido esta mañana, me parece que hayan pasado ya diez años desde entonces.

—Si ese fulano hubiera
sío
de
coló,
ya estaría muerto. Le habrían puesto en busca y captura en
tos
los
estaos
del país —dice Aibileen.

—¡Quién lo iba a
decí!
¡Con lo modosita y fina que parecía la señorita! Pues casi se lo carga...

Aibileen se ríe y me pregunta:

—¿Cómo dices que lo llamaba?

—«Bocadillo de rabo». ¡Maldito
chiflao!

Tengo que contenerme para no echarme a reír, porque se me abriría el corte otra vez.

—¡Leches, Minny! Te pasa cada cosa...

—¿Cómo
pué
ser que esta
mujé
sepa defenderse tan bien de un
perturbao,
pero se arrastre detrás de Miss Hilly como rogándole que le pegue? —digo, aunque lo último que me preocupa ahora son los sentimientos de Miss Celia, por más que me siente bien hablar de las miserias de otra.

—Parece que te importe esa
mujé
—comenta Aibileen sonriendo.

—Es que no ve los límites, Aibileen. No es consciente de las barreras que hay entre ella y yo, o entre ella y Hilly.

Aibileen da un largo trago a su té. Pasado un rato, la miro y le pregunto:

—¿Por qué te quedas tan
callá?
Sé que quieres
decí
algo.

—Sí, pero si lo hago me vas a
acusá
de
hacé
filosofía barata.

—Adelante. No me da miedo tu filosofía.

—Pues mira, te lo diré: no
tiés
razón.

—¿Qué dices?

—Lo que oyes. Estás hablando de cosas que en
realidá
no existen.

Muevo la cabeza delante de mi amiga.

—Por supuesto que existen las barreras, y además sabes tan bien como yo
ande
están.

Aibileen niega con un gesto.

—Antes creía en ellas, pero ya no. Sólo existen en nuestras cabezas. Hay gente, como Miss Hilly,
empeñá
en convencernos de que están ahí, pero no es
verdá.

—Sí que existen, porque si las cruzas te castigan —protesto—. Por lo menos, a mí me pasa.

—Sabes que muchas mujeres creen que si le respondes al
marío,
estás cruzando las barreras y por eso mereces que te pegue. ¿Tú piensas así?

Bajo la mirada a la mesa y respondo:

—Sabes que
pa
mí no se aplica esa barrera.

—¡Porque no existe! Sólo está en la cabeza de Leroy. Y las barreras entre blancos y negros tampoco existen. Se las inventaron hace mucho tiempo. Y también las que separan a las señoritas bien y a la gente de clase baja.

Pienso en cómo salió Miss Celia al jardín atizador en mano, cuando podía haberse escondido detrás de la puerta. No sé, siento una punzada. Me gustaría que entendiera cómo son las cosas con Miss Hilly. Pero ¿cómo explicárselo a una tonta como ella?

—Entonces,
pa
ti, ¿tampoco hay barreras entre la criada y la señora?

Aibileen menea la cabeza.

—No son más que posiciones, como en un tablero de
ajedré.
Quién trabaja
pa
quién no significa
na.

—Entonces, si le cuento a Miss Celia la
verdá,
que Miss Hilly no la considera digna de
entrá
en su círculo de amistades, ¿no estaré cruzando ninguna barrera? —Tomo mi taza de café. Estoy haciendo un gran esfuerzo por entenderlo, pero las palpitaciones de mi herida rebotan en mi cerebro—. Pero, espera... Si le digo que Miss Hilly no es de su clase... ¿No estaré admitiendo que existe una barrera entre ellas?

Aibileen se ríe y me agarra la mano.

—Lo único que quiero decirte es que no hay barreras
pa
la bondad.

—¡Puff! —Me vuelvo a poner el hielo en la cabeza—. Bueno, igual intento decírselo, antes de que esa
mujé
vaya a la Gala Benéfica con su ropa rosa y haga un ridículo tremendo.

—¿Vas a ir este año? —pregunta Aibileen.

—Si Miss Hilly va a
está
en la misma sala que Miss Celia contando sus mentiras sobre mí, me gustaría
está
presente. Además, Sugar quiere
hacé
un poco de dinero
pa Navidá.
Le vendrá bien
empezá
a
aprendé
a
serví
en fiestas.

—Yo también estaré —dice Aibileen—. Miss Leefolt me pidió hace ya tres meses que preparara una tarta de bizcocho
pa
la subasta.

—¿Otra vez ese pastel tan soso? ¿Por qué a los blancos les gusta tanto el bizcocho? ¡Sé hacer una docena de tartas mucho más ricas!

—Deben de
pensá
que eso da un toque
sofisticao.
—Aibileen mueve la cabeza—. Me da pena Miss Skeeter. Sé que no quiere ir, pero Miss Hilly le ha dicho que si no va se quedará sin su trabajo.

Me termino el excelente café de Aibileen y observo la puesta de sol. Por la ventana entra una brisa más fresca.

—Creo que ha
llegao
la hora de marcharme —digo, aunque me quedaría el resto de mi vida en la acogedora cocina de Aibileen escuchando mientras ella me explica cómo funciona el mundo.

Esto es lo que más me gusta de mi amiga, que es capaz de abordar las cosas más complicadas de la vida y reducirlas a algo tan sencillo y pequeño que te cabe en el bolsillo.

—¿Quieres
vení
con los críos a
dormí
aquí?

—No —digo, mientras me suelto el vendaje y lo meto en el bolso. Mirando a la taza de café vacía, añado—: Quiero que me vea. Que ese cerdo vea lo que le ha hecho a su
mujé.

—Llámame si se pone violento,
¿d'acuerdo?

—No necesito teléfono. Desde aquí podrás oír sus gritos pidiéndome clemencia.

El termómetro que hay junto a la ventana de la cocina de Miss Celia cae de veinticinco grados a quince, y luego a doce en menos de una hora. Por fin llega un frente frío que trae aire fresco de Canadá, Chicago o algún sitio de por ahí. Estoy limpiando los guisantes mientras pienso en lo curioso que resulta que estemos respirando el mismo aire que hace un par de días respiraba la gente de Chicago. Sin ningún motivo en particular, me pregunto si ahora mismo me estarán viniendo a la cabeza Sears Roebuck o Shake'n Bake porque alguien en Illinois estuvo pensando en ellos anteayer. Con estas tribulaciones, por lo menos consigo no acordarme de mis problemas durante cinco minutos.

Me costó unos cuantos días, pero por fin elaboré un plan. No es muy bueno, pero algo es algo. Sé que cada minuto que dejo pasar estoy dando una oportunidad a Miss Celia para que llame a Miss Hilly. Ya he esperado demasiado, y además las dos mujeres se verán las caras en la Gala Benéfica la semana que viene. Me pongo enferma sólo de pensar en Miss Celia, llena de maquillaje, alternando con todas esas señoritas como si fueran sus mejores amigas, y la cara que pondrá cuando le hablen de mí. Esta mañana, encontré al lado de la cama de Miss Celia la lista de cosas que quiere hacer antes de la gala: «Arreglarme las uñas; ir a la mercería; llevar el esmoquin a la tintorería y al planchador; llamar a Miss Hilly».

—Minny, ¿no te parece que este nuevo tinte para el pelo es un poco hortera?

Me la quedo mirando sin responder.

—Mañana pienso ir a la peluquera para que me lo tiña otra vez —dice sentada a la mesa de la cocina, con un puñado de muestras de tinte esparcidas delante de ella como una baraja de cartas—. ¿Cuál te gusta más? ¿Dorado o Marilyn Monroe?

—¿Por qué no le gusta el
coló
natural de su pelo?

La verdad es que no tengo ni idea de cuál es su color original, pero seguro que será mejor que ese dorado latón o ese horrible rubio de las muestras que me enseña.

—Creo que el dorado es un poco más alegre, para fiestas y cosas así, ¿no te parece?

—Bueno, si quiere que su cabeza parezca una cazuela de latón...

Miss Celia se ríe con su risita tonta. Debe de pensar que estoy bromeando.

—¡Ah! Tengo que enseñarte este nuevo esmalte de uñas.

Rebusca en el bolso y saca un frasco de algo tan rosa que parece que te lo puedas comer. Lo abre y empieza a pintarse las uñas.

—Por favor, Miss Celia, no se ponga eso encima de la mesa, es muy difícil de...

—¡Mira! ¿No es perfecto? Además, tengo dos vestidos a juego. ¡Exactamente el mismo tono!

Sale corriendo y regresa sonriente con un par de vestidos rosa chillón. Son largos, están llenos de lentejuelas y abiertos por la pierna. Cuelgan de la percha por unos tirantes tan delgados como un alambre. ¡Se la van a comer en esa fiesta!

—¿Cuál te gusta más? —me pregunta.

Señalo el que tiene menos escote.

—¡Oh, vaya! Yo prefiero el otro. Mira el ruidito que hace cuando ando.

Agita el vestido y me la imagino tintineando de un lado a otro en esa fiesta metida en esa cosa. No sé cuál es el equivalente blanco de una furcia de Juke Joint
[9]
, pero seguro que todo el mundo se lo llama y ella ni se dará cuenta de lo que pasa, sólo oirá los cuchicheos a su paso.

—¿Sabe, Miss Celia? —digo muy despacito, como si se me acabara de ocurrir—. En
lugá
de
llamá
tanto a esas señoritas, debería hacerse amiga de Miss Skeeter Phelan. Me han dicho que es
mu
maja.

Le pedí hace unos días este favor a Miss Skeeter, que intentara ser amable con Miss Celia para mantenerla apartada de las otras mujeres. Hasta ahora le tenía prohibido a Miss Skeeter responder a las llamadas de Miss Celia, pero en este momento es la única opción que me queda.

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