Criadas y señoras (62 page)

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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

BOOK: Criadas y señoras
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Minny entorna los ojos y rezonga:

—Siempre he dicho que vosotras dos estabais
zumbás...
¡De remate!

Me esfuerzo por explicarles los detalles. Cuando hablé con Miss Stein, tampoco me expresé mucho mejor. Su voz sonaba tan indiferente, casi desinteresada... ¿Y qué hice yo? ¿Intentar parecer profesional y hacerle las preguntas pertinentes sobre el contrato? ¿Darle las gracias por publicar un tema tan arriesgado? No. En vez de echarme a reír como Aibileen, me puse a lloriquear al teléfono como un niño al que le acaban de poner la vacuna de la polio.

—Tranquilícese, Miss Phelan —me dijo la mujer—. Esto no va a convertirse en un
best seller.

Pero no dejé de llorar mientras me contaba los detalles.

—Sólo podemos ofrecerle cuatrocientos dólares como adelanto y otros cuatrocientos cuando esté terminado el libro. ¿Me está... oyendo?

—Sí, sí, señora.

—Además, tendrá que revisar el texto un poco. El capítulo de Sarah es el mejor —añadió.

Se lo cuento a Aibileen, que sigue con sus ataques de risa y resoplidos. Se suena la nariz, se seca los ojos y sonríe. Por fin nos calmamos un poco y nos tomamos el café que ha tenido que preparar Minny.

—También le ha gustado el capítulo de Gertrude —le digo a Minny. Saco de mi bolso el papel en el que anoté las palabras de Miss Stein para que no se me olvidaran y leo—: «Gertrude es la pesadilla de toda mujer blanca del Sur. Es adorable».

Durante un segundo, Minny me mira a los ojos. Su rostro se relaja y muestra una sonrisa infantil.

—¿De
verdá
ha dicho eso de mí?

—Parece que te conozca aunque vive a más de
ochosientos
kilómetros
d'aquí —
comenta Aibileen entre risas.

—Me dijo que tardará unos seis meses en salir al mercado. Más o menos, para agosto.

Aibileen sigue sonriendo sin inmutarse por lo que digo. Sinceramente, se lo agradezco. Sabía que le iba a hacer ilusión, pero temía que estuviera un poco defraudada, como yo. Al verla, me doy cuenta de que no estoy decepcionada. Al contrario, soy muy feliz.

Seguimos charlando y tomando café y té durante unos minutos, hasta que me doy cuenta de la hora que es.

—Le dije a mi padre que volvería en una hora.

Padre está en casa cuidando de Madre. Corrí el riesgo de dejarle el teléfono de casa de Aibileen por si acaso, diciéndole que iba a visitar a una amiga llamada Sarah.

Las dos me acompañan hasta la puerta, algo nuevo en Minny. Le digo a Aibileen que la llamaré en cuanto reciba el cheque de Miss Stein.

—Así que, dentro de seis meses vamos a
sabé
por fin cómo va a
terminá toa
esta historia —comenta Minny—. En algo bueno, en algo malo o en
na
de
na.

—Seguro que no pasa nada —digo, pensando que se refiere a si el libro se venderá.

—En algo bueno, seguro —exclama Aibileen.

Minny cruza los brazos sobre el pecho y dice:

—Entonces, sólo me dejáis
apostá
por lo malo.

Me doy cuenta de que no está pensando en las ventas. Se refiere a lo que nos pasará cuando las mujeres de Jackson lean lo que hemos escrito sobre ellas.

Aibileen

Capítulo 29

El calor se cuela por todas partes. Hace ya una semana que estamos a cuarenta grados y con un noventa y nueve por ciento de humedad. Un poco más, y podremos nadar en el ambiente. No consigo que se me sequen las sábanas en el tendedero y la puerta de mi casa está tan dilatada que no cierra bien. No es un buen día para batir huevos para el merengue. Hasta mi peluca de los domingos se está quedando esponjosa.

Esta mañana no puedo ponerme las medias, de lo hinchadas que tengo las piernas. Ya lo haré cuando llegue a casa de Miss Leefolt, que tiene aire acondicionado. Seguro que hoy hemos batido un récord de calor, pues en los cuarenta y un años que llevo dedicándome al servicio, es la primera vez que voy al trabajo sin medias.

Pero, al llegar a casa de Miss Leefolt, descubro que hace más calor que en la mía.

—Aibileen, prepara el té y... ponte a limpiar la ensalada.

Miss Leefolt está tan acalorada que ni siquiera entra en la cocina para darme órdenes. Se queda en la sala de estar, en una silla junto a la boca del aire acondicionado para que el poco fresco que sale de ese cacharro estropeado se le cuele por debajo de la combinación. Es lo único que lleva puesto, la combinación y los pendientes. He trabajado para mujeres blancas que en verano salían tranquilamente del dormitorio en cueros, pero Miss Leefolt no es de las que disfrutan andando desnudas por casa.

De vez en cuando, el motor del aire acondicionado suelta un chirrido quejumbroso, como si estuviera a punto de rendirse y pararse para siempre. Miss Leefolt ya ha llamado dos veces al técnico para que venga a arreglarlo. El hombre siempre le promete que irá, pero no creo que lo haga. Hace demasiado calor para salir a la calle.

—Y no te olvides... de ese cacharro de plata, el servidor de pepinillos, está en el...

Pero lo deja antes de terminar la frase, como si no pudiera darme órdenes del calor que hace, lo cual es mucho decir. Parece que todo el mundo en la ciudad se ha vuelto loco con estas temperaturas. En la calle reina una tranquilidad aterradora, como la que precede a un tornado. Aunque igual soy yo la que está nerviosa por el tema del libro. ¡El próximo viernes sale a la venta!

—Miss Leefolt, ¿no cree que deberían
cancelá
la partida de bridge? —le pregunto desde la cocina.

La partida se ha trasladado a los lunes, y las mujeres estarán aquí en unos veinte minutos.

—No, ya está... todo listo —responde, pero me doy cuenta de que no sabe lo que dice.

—Voy a
intentá batí
los
güevos
otra vez y luego iré al garaje a ponerme las medias.

—Oh, no te preocupes por eso, Aibileen. Hace demasiado calor para llevar medias.

Miss Leefolt se aparta por fin de la boca del aire acondicionado y se arrastra hasta la cocina abanicándose con un paipay regalo del restaurante chino Chow-Chow.

—¡Dios mío! En esta cocina hace diez grados más que en el salón.

—En un minuto acabo con el horno. Los niños han
salío
al jardín a
jugá.

Miss Leefolt contempla por la ventana a los críos, que juegan con el aspersor. Mae Mobley sólo lleva puestas las braguitas, y Ross (yo le llamo Hombrecito) su pañal. No tiene más que un añito, pero ya anda como los mayores. Aprendió a andar directamente, sin gatear primero.

—No sé cómo aguantan ahí fuera —comenta Miss Leefolt.

A Mae Mobley le encanta jugar con su hermanito. Hace como que es su madre y lo cuida. Mi Chiquitina ya no pasa todo el rato en casa con nosotros, ahora la llevan por la mañana a la guardería baptista de Broadmore. Hoy no tiene clase porque es el Día del Trabajo, festivo para todo el mundo menos para el servicio. Me alegro de que se quede en casa, no sé cuántos días me quedarán de estar con ella.

—¡Míralos! —me dice Miss Leefolt.

Me acerco a la ventana y veo que el aspersor lanza el agua hacia las copas de los árboles, formando pequeños arco iris. Mae Mobley lleva a Hombrecito en brazos. Cierran los ojos cuando las gotas les caen encima, como si los estuvieran bautizando.

—¡Son un encanto! —comenta su madre, suspirando como si no se hubiera dado cuenta de ello hasta ahora.


¡Pos
claro!

Tengo una sensación extraña, es como si Miss Leefolt y yo acabáramos de compartir algo mientras miramos por la ventana a unos niños a los que las dos amamos. Esto me hace preguntarme si las cosas no estarán cambiando un poco. ¡Qué demonios! Estamos en 1964, en el centro de la ciudad ya dejan a los negros entrar a la cafetería del Woolworth.

Entonces siento un pinchazo en el corazón y me pregunto si no habremos ido un poco lejos con nuestras historias. Si, después de que se publique el libro, la gente descubre que fuimos nosotras las que lo escribimos, no creo que me dejen volver a ver a estos niños en la vida. ¿Qué pasará si no puedo despedirme de Mae Mobley y decirle lo buena chica que es? ¿Y Hombrecito? ¿Quién va a contarle el cuento del Marciano Luther King?

Ya he pasado casi veinte veces por situaciones parecidas, pero en esta ocasión me afecta de verdad. Poso la mano en el cristal de la ventana, como si estuviera tocando a los pequeños. Si nos descubren... voy a echar mucho de menos a estos críos.

Me vuelvo y veo que Miss Leefolt me está mirando las piernas. Supongo que le llamarán la atención; será la primera vez que ve de cerca unas piernas negras sin medias. De repente, pone mala cara y contempla a través de la ventana a Mae Mobley con su mirada de rabia. Chiquitina se ha pringado el pecho con barro y hierba, y está embadurnando a su hermanito y dejándolo como un cerdo en una pocilga. De nuevo, el habitual descontento de Miss Leefolt con su hija aparece en su rostro. Nunca lo muestra con Hombrecito, sólo con Mae Mobley. Lo reserva especialmente para mi Chiquitina.

—¡Esta niña está estropeando el jardín!

—Ahora mismo salgo y me ocupo de que...

—Y Aibileen, no puedes atender a los invitados así... con las piernas al descubierto.

—Pero si le dije que...

—¡Hilly estará aquí en cinco minutos y esa cría ya lo ha puesto todo patas arriba! —chilla histérica.

Creo que Mae Mobley la ha oído desde fuera, porque mira asustada hacia la ventana. Se le borra la sonrisa del rostro y, al cabo de un segundo, empieza a limpiarse el barro de la cara.

Me pongo un delantal porque voy a tener que lavar a los críos con la manguera. Luego iré al garaje y me embutiré las medias. Dentro de cuatro días saldrá el libro. Señor, espero que no se retrase ni un minuto más.

Minny, Miss Skeeter, yo y el resto de criadas cuyas historias aparecen en el libro vivimos pendientes de que se publique. Es como si lleváramos siete meses esperando a que hierva el agua de una cazuela invisible que pusimos al fuego. Al tercer mes, dejamos de hablar del tema porque lo único que conseguíamos era ponernos más nerviosas.

Durante las últimas dos semanas he tenido unos sentimientos contradictorios de alegría y temor vibrando en mi interior. Me costaba Dios y ayuda encerar los suelos, hacer la colada se convertía en una carrera cuesta arriba y planchar, en una eternidad, pero ¿qué le vamos a hacer? Estamos seguras de que, al principio, no se hablará mucho de ello. Como le dijo Miss Stein a Miss Skeeter, el libro no será un superventas y no debemos hacernos muchas ilusiones. Miss Skeeter dice que incluso no deberíamos esperar nada, que la mayoría de la gente en el Sur está «reprimida» y que, aunque sientan algo, no se atreven a abrir la boca. Se limitan a contener la respiración y esperar a que se les pase, como un pedo.

—Pues espero que esa
mujé
aguante la respiración hasta
reventá
y pringue con sus entrañas
tol condao
de Hinds —comentó Minny, refiriéndose a Miss Hilly.

Me gustaría que Minny fuera un poco más benévola con los blancos, pero Minny siempre será Minny.

—¿Quieres
merendá,
Chiquitina? —le pregunto cuando regresa de la guardería el jueves.

¡Qué mayor es ya! Tiene cuatro añitos, pero está alta para su edad. La gente le calcula cinco o seis años. Aunque su mamita está en los huesos, Mae Mobley continúa siendo gordita. Su pelo no es muy bonito. Se le ocurrió probar a cortárselo con las tijeras de la escuela y no veas cómo acabó la cosa. Miss Leefolt la llevó a la peluquería de adultos, pero no pudieron hacer mucho para arreglar el estropicio. Lo tiene más corto por un lado que por el otro, y se ha quedado sin flequillo.

Le preparo un tentempié de algo bajo en calorías, porque es lo único que su madre me permite darle: galletitas saladas, atún o gelatina sin nata.

—¿Qué has
aprendío
hoy? —le pregunto todos los días, aunque todavía no está en la escuela, sólo en la guardería.

—Que los Padres Peregrinos llegaron a América, y como no encontraron nada para comer, se zamparon a los indios —me contestó el otro día.

Ya sé que los Padres Peregrinos no se comieron a los indios, pero eso es lo de menos. Lo importante es que hay que tener cuidado con lo que les meten en la cabeza a estos niños. Cada semana, le doy su clase particular: los cuentos secretos. Cuando Hombrecito sea mayor y pueda entenderlos, se los contaré también. Siempre que siga trabajando en esta casa, claro. Pero no creo que vaya a ser lo mismo con él. Hombrecito me quiere, pero es un poco salvaje, como un animalillo. Viene a abrazarse a mis rodillas con fuerza y luego sale corriendo detrás de cualquier otra distracción. Pero, aunque al final no pueda contarle los cuentos, no me siento mal. Ya he empezado esta historia con su hermana, y ese bebé, aunque todavía no sepa hablar, escucha atentamente todo lo que le dice Chiquitina.

Pero hoy, cuando le pregunto qué ha aprendido, Mae Mobley me responde: «Nada», y aprieta los labios.

—¿Te gusta tu profesora? —le digo.

—Es guapa —contesta.

—¡Qué bien! —respondo—. Tú también lo eres, ¿sabes?

—¿Por qué eres negra, Aibileen?

Algunos de los niños blancos a los que he cuidado ya me habían preguntado esto antes. Solía reírme ante su ocurrencia, pero esta vez quiero dejarle las cosas claras.

—Porque Dios me hizo así, no hay más razón que ésa.

—La señorita Taylor dice que los niños negros no vienen a nuestra escuela porque son menos listos que nosotros.

Me agacho junto a ella, le levanto la barbilla y le arreglo su divertido peinado.

—¿Tú piensas que soy tonta?

—No —susurra, con cara de decirlo de todo corazón.

Parece lamentar habérmelo contado.

—Pero ¿qué pasa con lo que dice la señorita Taylor? —me pregunta, esperando atenta una respuesta.

—Bueno, la señorita Taylor no siempre tiene razón.

Se cuelga de mi cuello y exclama:

—¡Tú eres más lista que la señorita Taylor, Aibi!

Es la gota que colma el vaso. Se me saltan las lágrimas, porque estas palabras son nuevas para mí.

Esa misma tarde, a las cuatro en punto, me bajo a toda prisa del autobús en la parada de la iglesia del Cordero de Dios. Entro en el vestíbulo del templo y espero en el interior, mirando por la ventana. Me paso diez minutos con la respiración acelerada y tamborileando con los dedos en el respaldo de la silla. Por fin, veo llegar el coche y una blanca se baja del coche. ¡No me lo puedo creer! Parece una de esas
hippies
que salen en la tele de Miss Leefolt. Lleva un vestido blanco muy corto y calza sandalias. Tiene el pelo muy largo, sin rulos ni rizos, y no se ha puesto laca. Me llevo la mano a la boca para no echarme a reír. Desearía salir corriendo ahí fuera y darle un abrazo. Hace seis meses que no veía a Miss Skeeter, desde que terminamos las correcciones del libro y entregamos la versión final.

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