Criadas y señoras (61 page)

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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

BOOK: Criadas y señoras
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—Acompáñeme, querida, encontrará lo que anda buscando en la planta de arriba.

Me condujo en el ascensor al tercer piso, a una sección llamada: «Ropa de Mujer Moderna».

—¿Qué es todo esto? —pregunté.

Había decenas de mujeres,
rock and roll
sonando por megafonía, vasos de champán y luces parpadeantes.

—Emilio Pucci, querida. ¡Por fin ha llegado a la ciudad! —El hombre se apartó un momento de mí y luego me preguntó—: Ha venido a la fiesta de inauguración, ¿verdad? ¿Tiene una invitación?

—Sí, la he metido en algún lado —contesté, pero el empleado perdió el interés mientras yo hacía como que rebuscaba en mi bolso.

A mi alrededor, a la ropa parecía que le habían salido raíces y flores en sus perchas. Pensé en Miss LaVole y me eché a reír. Aquí no había nada parecido a sus tristes vestidos de puritana. ¡Flores! ¡Tiras de colores brillantes! ¡Cortes que enseñan varios centímetros de muslo! Todo es eléctrico, divino, vertiginoso. Este Emilio Pucci debe de meter los dedos en un enchufe cada mañana.

Con mi cheque en blanco me compré ropa suficiente para llenar el asiento trasero del Cadillac. Luego, en Magazine Street, me gasté cuarenta y cinco dólares en decolorar, recortar y alisarme el pelo. Me había crecido mucho en invierno y lo tenía del color del agua sucia. A las cuatro de la tarde, cruzaba el puente sobre el lago Pontchartrain de regreso a casa. En la radio sonaba una banda llamada The Rolling Stones y el viento soplaba en mi pelo brillante y liso, y pensé: «Esta noche voy a quitarme la armadura y dejar que las cosas sean como antes con Stuart».

Stuart y yo nos comemos nuestro filete
Chateaubriand
entre las risas de una animada charla. De vez en cuando, él mira a las otras mesas y comenta que conoce a sus ocupantes, pero nadie se acerca a saludarnos.

—Un brindis por los nuevos comienzos —propone Stuart levantando su copa de bourbon.

Lo acepto, aunque desearía decirle que todos los comienzos son nuevos. Sin embargo, me conformo con sonreír y brindar con mi segunda copa de vino. Nunca me ha gustado el alcohol, hasta esta noche.

Tras la cena, salimos al recibidor y vemos al senador Whitworth y a su señora en una mesa tomándose unas bebidas. La gente a su alrededor bebe y conversa. Han venido a pasar el fin de semana, me contó un poco antes Stuart, por primera vez desde que se instalaron en Washington.

—Stuart, ahí están tus padres. ¿No deberíamos acercarnos a saludar?

Pero Stuart me arrastra en dirección a la puerta, casi empujándome hacia fuera.

—No quiero que mi madre te vea con ese vestido tan corto. A ver, te queda genial, pero... —baja la vista a mi muslo—, puede que no sea el más acertado para esta noche.

Durante el regreso a casa pienso en aquel día en que Elizabeth, con los rulos puestos, se asustó porque sus compañeras de partida de bridge pudieran verme. ¿Por qué a todo el mundo, de repente, le da vergüenza que le vean conmigo?

Cuando llegamos a Longleaf son ya las once. Me aliso el vestido, pensando que quizá Stuart tiene razón, es demasiado corto. Las luces del dormitorio de mis padres están apagadas, así que nos sentamos en el sofá.

Bostezo y me froto los ojos. Cuando los abro, descubro con estupor que Stuart tiene un anillo entre las manos.

—¡Ay, Jesús!

—Pensaba dártelo en el restaurante, pero..., aquí mejor —sonríe nervioso.

Toco el anillo. Está frío y es precioso. A ambos lados del diamante hay engarzados tres rubíes. Miro a Stuart, sintiendo de repente mucho calor. Me quito el jersey de los hombros. Sonrío, pero al mismo tiempo estoy a punto de echarme a llorar.

—Tengo que contarte algo, Stuart —digo de pronto—. ¿Me prometes que no se lo dirás a nadie?

Me contempla y se ríe.

—Espera un poco, todavía no me has dicho el «Sí, quiero».

—Ya lo sé, pero... —Necesito saber una cosa antes—. ¿Puedes darme tu palabra de que no se lo vas a contar a nadie?

Suspira y parece disgustado porque estoy echando a perder este momento tan importante.

—Pues claro, te lo prometo.

Estoy aturdida por su propuesta, pero intento explicarme lo mejor que puedo. Mirándole a los ojos, le expongo los detalles menos comprometedores que puedo revelar sobre el libro y sobre lo que he estado haciendo durante el último año. No menciono ni un solo nombre y me callo las consecuencias que esto puede tener, sabiendo que no son buenas. Aunque este hombre acaba de pedir mi mano, no lo conozco lo suficiente como para confiar plenamente en él.

—¿Eso era sobre lo que has estado escribiendo los últimos doce meses? Pero... ¿No estabas haciendo un estudio sobre Jesucristo?

—No, Stuart... No era sobre Jesucristo.

Cuando le cuento que Hilly encontró el libro con las leyes Jim Crow en mi mochila, se queda boquiabierto y me doy cuenta de que acabo de confirmar algo que Hilly ya le había dicho sobre mí, algo que el iluso de él todavía creía que no era cierto.

—Entonces... Todas esas habladurías en la ciudad... Les dije que se equivocaban contigo..., pero resulta que tenían razón.

Le relato con orgullo que las sirvientas, después de aquella reunión para rezar, desfilaron una por una delante de mí aceptando mi propuesta. Él baja la mirada a su copa de bourbon.

Luego le cuento que ya he enviado el manuscrito a Nueva York y que, si aceptan publicarlo, saldrá en ocho meses o un año, supongo. Más o menos, el tiempo en el que un noviazgo se transforma en boda.

—El libro se publicará como anónimo —digo—, pero con Hilly de por medio, es más que probable que la gente piense que yo soy la autora.

Ya no reacciona a mis palabras, ni me recoge el pelo detrás de la oreja. El anillo de su abuela reposa sobre el sofá de terciopelo de Madre como una ridícula metáfora. Los dos permanecemos en silencio. No se atreve a mirarme, tiene los ojos fijos a un par de centímetros de mi cara.

Tras un largo rato, dice:

—Yo... No puedo entender por qué haces algo así. ¿Por qué te... preocupa tanto esa gente, Skeeter?

Se me eriza el pelo y miro el anillo, pulido y brillante.

—Me he expresado mal —rectifica—. Lo que quiero decir es que las cosas están bien como están. ¿Por qué quieres crear problemas?

Noto en su tono de voz que es sincero y que de verdad desea que le ofrezca una respuesta. Pero ¿cómo explicárselo? Stuart es buena persona. Sé que lo que he hecho es justo, pero también puedo entender su confusión y sus dudas.

—No estoy creando problemas, Stuart. Los problemas ya existen.

Resulta evidente que no es la respuesta que esperaba.

—No te conozco.

Bajo la mirada, y recuerdo que hace sólo unos momentos yo he pensado lo mismo.

—Bueno, supongo que tenemos el resto de nuestras vidas para solucionarlo —digo, y trato de sonreír.

—No creo que pueda casarme con alguien a quien no conozco.

Me quedo sin aliento. Abro la boca, pero soy incapaz de decir nada durante unos segundos.

—Tenía que contártelo —digo al fin, más por mí que por él—. Tenías que saberlo.

Me mira durante un buen rato y dice:

—Te prometo que no se lo contaré a nadie.

Le creo. Stuart puede ser muchas cosas, pero no un mentiroso.

Se levanta y me lanza una última mirada perdida. Luego, recoge el anillo y se marcha.

Esa noche, después de irse Stuart, deambulo de habitación en habitación, con la garganta seca y el cuerpo helado. Cuando Stuart me dejó la primera vez, ansiaba un poco de frío. Frío es lo que tengo ahora.

A medianoche, Madre me llama desde su dormitorio:

—¿Eugenia? ¿Eres tú?

Recorro el salón y llego hasta su cuarto. La puerta está entreabierta y puedo ver a Madre recostada, vestida con su almidonado camisón blanco y con el pelo cayéndole sobre los hombros. Me sorprende lo hermosa que parece. La bombilla del porche trasero está encendida y proyecta un halo de luz blanca alrededor de su cuerpo. Sonríe mostrando su nueva dentadura, la que le colocó el doctor Simón cuando sus dientes se empezaron a erosionar por los jugos gástricos de los vómitos. Ahora su sonrisa es más perfecta y blanca que en las fotos de carnavales de su adolescencia.

—Mamá, ¿quieres que te traiga algo? ¿Estás bien?

—Ven aquí, Eugenia. Tengo que decirte algo.

Me acerco a ella procurando no hacer mucho ruido. Padre es como un bulto dormido a su espalda. Pienso que debería contarle una versión más agradable de lo que ha sucedido esta noche. No le queda mucho, así que debería hacerla feliz en sus últimos días y fingir que vamos a casarnos.

—Yo también tengo algo que contarte —digo.

—¿Ah, sí? Tú primero.

—Stuart me ha pedido que me case con él —comento, forzando una sonrisa de felicidad.

De repente, me sobresalto, pues pienso que me pedirá que le enseñe el anillo.

—Ya lo sabía —contesta.

—¿De verdad?

—Pues sí. Hace un par de semanas, Stuart vino y nos pidió tu mano a tu padre y a mí.

¿Hace dos semanas? Casi me echo a reír. No podía ser de otro modo, Madre tenía que ser la primera en enterarse de algo tan importante. Me alegro de que haya tenido tanto tiempo para disfrutar de la buena nueva.

—Yo también tengo algo que contarte —dice.

El brillo que hay a su alrededor resulta sobrenatural, fosforescente. Viene de la luz del porche, pero me pregunto por qué no me había fijado antes en él. Aferra mi mano en el aire con el apretón firme de una madre que abraza a su hija recién prometida en matrimonio. Padre se estira y se incorpora un poco.

—¿Qué pasa? —pregunta adormilado—. ¿Estás bien?

—Sí, Carlton. Estoy bien, ya te lo dije antes.

Padre niega con la cabeza, cierra los ojos y se duerme antes incluso de volver a tumbarse.

—¿Qué tienes que contarme, mamá?

—He estado hablando con tu padre y he tomado una decisión.

—Ay, Dios —suspiro. Me la imagino contándoselo a Stuart cuando vino a pedir mi mano—. ¿Tiene algo que ver con mi cuenta bancaria?

—No, no es eso —dice.

Entonces pienso que debe de tratarse de algo relacionado con la boda. Siento una sacudida de tristeza al pensar que Madre no estará aquí para organizar un día tan especial. No sólo porque estará muerta, sino porque tal boda no va a tener lugar. Al mismo tiempo, siento también un horrible y vergonzante alivio por no tener que pasar por algo así con ella.

—Sé que eres consciente de que mi estado se ha estabilizado un poco estas últimas semanas —dice—. También sabrás lo que opina el doctor Neal, que es una especie de resurgir de fuerzas final, algo relacionado con...

Tose y su cuerpecillo se curva como una concha. Le ofrezco un pañuelo y frunce el ceño mientras se limpia la boca.

—Pero, como te decía, ya he tomado una decisión.

Asiento y escucho con la misma somnolencia de mi padre hace unos instantes.

—He decidido que no me voy a morir.

—¿Qué?... Mamá... Ay, Dios, por favor...

—Es demasiado tarde —dice, soltando mi mano—. Ya he tomado una decisión y no hay vuelta de hoja.

Se frota las palmas de las manos en un gesto de tirar el cáncer a la basura. Con la espalda recostada sobre el cabecero de la cama, su remilgado camisón y el halo de luz brillando a su alrededor, no puedo evitar entornar los ojos. ¡Tonta de mí! Está claro que Madre va a ser tan cabezota con su muerte como lo ha sido con cada aspecto de su vida.

Es viernes, 18 de enero de 1964. Llevo un vestido negro acampanado. Me he mordido las uñas de las dos manos. Recordaré siempre hasta el más mínimo detalle de este día, igual que la gente dice que nunca se olvidará del bocadillo que se estaba comiendo o de la canción que sonaba en la radio cuando se enteró de que Kennedy había sido asesinado.

Entro en ese lugar que ya me resulta tan familiar: la cocina de la casa de Aibileen. Ya es de noche en la calle y la bombilla amarillenta parece brillar más de lo habitual. Miro a Minny, que tiene los ojos fijos en mí. Aibileen se encuentra en medio de las dos, como separando algo.

—Harper & Row —anuncio— quiere publicarlo.

Permanecemos en silencio. Hasta las moscas dejan de zumbar.

—¡Está de broma! —dice Minny.

—He hablado con ella esta tarde.

Aibileen suelta un grito de alegría como nunca antes le había oído.

—¡Ay, Dios! ¡No me lo
pueo creé!
—exclama.

Aibileen y yo nos abrazamos, luego Aibileen estrecha a Minny en sus brazos. Por fin, Minny mira en mi dirección.

—Sentaos
toas
—dice Aibileen—. Cuéntenos, ¿qué le ha dicho? ¿Qué tenemos que
hacé
ahora? ¡Ay,
Señó!
¡Y yo sin café
preparao!

Nos sentamos y las dos me observan inclinadas sobre la mesa. Aibileen tiene los ojos muy abiertos. He pasado cuatro horas en casa esperando antes de venir a comunicarles la noticia. Miss Stein me dejó muy claro que iba a ser una tirada reducida, que mantuviéramos nuestras expectativas entre bajas y escasas. Me siento obligada a contárselo a Aibileen para que luego no se lleve una decepción. Casi no he tenido tiempo de reflexionar sobre lo que siento.

—Mirad, me dijo que no nos emocionáramos mucho. Que sería una edición muy, muy pequeña.

Espero que Aibileen ponga mala cara, pero, en lugar de eso, le entra una risa floja que intenta controlar tapándose la boca con la mano.

—Probablemente, no serán más que unos pocos miles de ejemplares. —Aibileen aprieta la mano más fuerte contra sus labios—. Miss Stein lo definió como una tirada pírrica.

El rostro de Aibileen está cada vez más oscuro. De nuevo, experimenta otro ataque de risa floja. Está claro que no se entera de lo que le estoy contando.

—También me dijo que el adelanto que nos iban a pagar es el más bajo que ha visto nunca...

Intento mantenerme seria, pero no puedo porque Aibileen está a punto de estallar. Se le escapan las lágrimas de los ojos.

—¿Cómo de... bajo? —pregunta sin apartar la mano de la boca.

—Ochocientos dólares. A dividir entre trece.

Aibileen estalla en una carcajada y no puedo evitar reírme yo también, aunque no tiene sentido. ¿Por unos pocos miles de ejemplares y 61,50 dólares por persona?

Las lágrimas surcan el rostro de Aibileen, que por último descansa la cabeza sobre la mesa.

—No sé por qué me río. Es que de repente me parece
to
tan
divertío.

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