Crimen en Holanda

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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

BOOK: Crimen en Holanda
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En la penumbra de un establo, el célebre comisario Maigret ayuda a una joven granjera a traer al mundo un ternero. De esta imprevista manera Maigret inicia una investigación en un pequeño pueblo marítimo holandés, Delfzijl, al que la Policía Judicial francesa le ha enviado para esclarecer el asesinato de un profesor de la Escuela Naval. La verdad tarda en salir a la luz. El comisario que se siente extraño entre esas casas y gentes demasiado ordenadas, respetables y comedidas, se decide a utilizar un antiguo método: aterrorizar al posible culpable, reconstruir la átmosfera en que se cometió el crimen para, de este modo, obligarlo a traicionarse o, ¿quién sabe?, a repetir los mismos actos.

Georges Simenon

Crimen en Holanda

Comisario Maigret, 8

ePUB v1.0

Ledo
21.08.12

Título original:
Un crime en Hollande

Georges Simenon, 1931.

Traducción: Joaquín Jordá

Diseño/retoque portada: Ledo

Editor original: Ledo (v1.0)

ePub base v2.0

La joven de la vaca

Cuando, una tarde de mayo, Maigret llegó a Delfzijl, tenía apenas algunas nociones elementales sobre el caso que lo llamaba a esta pequeña ciudad situada en el extremo norte de Holanda.

Un tal Jean Duclos, profesor de la Universidad de Nancy, realizaba una gira de conferencias por los países del norte de Europa. En Delfzijl, se alojó en casa de un profesor de la Escuela Naval, el señor Popinga. Sin embargo, el señor Popinga había sido asesinado y, si bien no acusaban formalmente al profesor francés, le rogaron que no abandonara la ciudad y se mantuviera a disposición de las autoridades neerlandesas.

Eso era todo, o casi todo. Jean Duclos había avisado a la Universidad de Nancy, la cual, a su vez, había conseguido que un miembro de la Policía Judicial fuera enviado a Delfzijl.

La misión fue encargada a Maigret. Misión más oficiosa que oficial, y que él había hecho aún menos oficial al no avisar a sus colegas holandeses de su llegada.

Jean Duclos le había enviado un informe bastante confuso, seguido de una lista con los nombres de las personas más o menos mezcladas en la historia.

Y fue esa lista la que consultó poco antes de llegar a la estación de Delfzijl:

Conrad Popinga (la víctima
): cuarenta y dos años, antiguo capitán de la Marina, profesor de la Escuela Naval de Delfzijl. Casado. Sin hijos. Hablaba correctamente el inglés y el alemán, y bastante bien el francés.

Liesbeth Popinga
: su esposa, hija del director de un instituto de Amsterdam. Muy culta. Conocimiento profundo del francés.

Any van Elst
: hermana pequeña de Liesbeth Popinga. Pasaba unas semanas en Delfzijl. Había leído recientemente su tesis de doctorado en derecho. Veinticinco años. Entiende un poco el francés, pero lo habla mal.

Familia Wienands
: habita la casa vecina de los Popinga. Cari Wienands es profesor de matemáticas en la Escuela Naval. Casado y con dos hijos. Ningún conocimiento del francés.

Beetje Liewens
: dieciocho años, hija de un granjero especializado en la exportación de vacas de pura raza. Dos estancias en París. Francés perfecto.

La lista no decía mucho. Los nombres no sugerían nada, por lo menos a Maigret, que llegaba de París después de viajar durante una noche y media.

Delfzijl lo desconcertó desde el primer momento. De madrugada, había atravesado la Holanda tradicional de los tulipanes, y después Amsterdam, que ya conocía. La Drenthe, auténtico desierto de brezales con horizontes de treinta kilómetros surcados de canales, lo había sorprendido.

En Delfzijl se encontró con un decorado que no tenía nada en común con las tarjetas postales holandesas y cuyo aspecto era cien veces más nórdico de lo que había imaginado.

Una pequeña ciudad: diez o quince calles como máximo, empedradas con hermosos adoquines rojos y alineados tan regularmente como los azulejos de una cocina. Casas bajas de ladrillo, adornadas con profusos revestimientos de madera de colores claros y alegres.

Era como de juguete. Esta impresión se acentuó cuando, alrededor de la ciudad, vio el dique que la cercaba por completo. En caso de mar fuerte, los pasos de este dique podían cerrarse mediante unas pesadas puertas parecidas a de las esclusas.

Más allá estaba la desembocadura del Ems. El Mar del Norte. Una larga franja de agua plateada. Cargueros en fase de descarga bajo las grúas del muelle. Canales y una infinidad de barcos de vela, grandes y pesados como gabarras, pero preparados para salvar el oleaje marino.

Hacía sol. El jefe de la estación de tren llevaba una bonita gorra anaranjada con la que saludó con toda naturalidad al viajero desconocido.

Frente a la estación había un café. Maigret entró en él y casi no se atrevió a sentarse. No sólo relucía como un comedor pequeñoburgués, sino que reinaba en él la misma intimidad.

Sobre la única mesa del local estaban todos los periódicos del día en tomo a unas varillas de cobre. El dueño, que bebía cerveza en compañía de dos clientes, se levantó para atender a Maigret.

—¿Habla usted francés? —le preguntó éste.

Gesto negativo. Cierto malestar.

—Déme una cerveza. Bier! —Y, una vez sentado, sacó el papelito del bolsillo. Su mirada tropezó con el último nombre. Lo mostró a los clientes y repitió dos o tres veces—: Liewens.

Los tres hombres hablaron entre sí. Después uno de ellos, un muchacho con gorra de marino, se levantó e indicó a Maigret que lo siguiera. Como el comisario no llevaba todavía dinero holandés y quería cambiar un billete de cien francos, le repitieron:


Morgen! Morgen
!

¡Mañana! ¡Maigret tendría que volver!

El ambiente era familiar. Todo tenía cierta simpleza, incluso candidez. Sin decir palabra, el «guía» condujo a Maigret a través de las calles de la pequeña ciudad. A la izquierda, había una tienda llena de anclas antiguas, cordajes, cadenas, boyas y brújulas que invadían la acera. Más adelante, un hombre cosía velas en el umbral de su casa.

Y el escaparate de la pastelería exhibía una magnífica selección de chocolates y sofisticadas golosinas.

—¿No hablar inglés?

Maigret indicó que no.

—¿No alemán?

Al oír la misma respuesta, el hombre se resignó al silencio. Al final de una calle se veía ya el campo: prados verdes y un canal en el que flotaban los troncos en casi toda su anchura, en espera de ser remolcados a través del país.

El guía le señaló, a lo lejos, una gran techumbre construida con tejas vidriadas.


Liewens. Dag, mijnheer
!

Y Maigret prosiguió su camino a solas, no sin antes intentar dar las gracias a aquel hombre que, sin conocerlo, había caminado durante casi un cuarto de hora para hacerle un favor.

El cielo era puro, y la atmósfera, de una nitidez asombrosa. El comisario rodeó un depósito de maderas donde los troncos de roble, de caoba y de teca alcanzaban la altura de una casa.

Había un barco amarrado. Unos niños jugaban. Después un kilómetro de soledad. Troncos de árboles en el canal. Vallas blancas alrededor de los campos y, aquí y allá, magníficas vacas.

Nuevo choque de las ideas preconcebidas con la realidad: la palabra «granja» le sugería a Maigret un tejado de paja, montones de estiércol y un hormigueo animal.

Y se hallaba delante de una hermosa y moderna edificación rodeada de un jardín resplandeciente de flores. En el canal, frente a la casa, había un bote de caoba de finas líneas y, apoyada en la verja, una bicicleta de mujer totalmente niquelada.

Buscó en vano un timbre. Llamó sin conseguir respuesta. Un perro acudió a frotarse contra sus piernas.

A la izquierda de la casa se alzaba un edificio alargado y de ventanas regulares, aunque sin cortinas, que habría hecho pensar en una cochera de no ser por la calidad de los materiales y sobre todo por la coquetería de las pinturas.

Al oír un mugido procedente de ese edificio, Maigret avanzó, rodeó los macizos de flores y se encontró ante una puerta abierta de par en par.

Era un establo, pero estaba tan limpio como una casa. Por doquier el ladrillo rojo, que confería a la atmósfera una luminosidad cálida, casi suntuosa. Tenía canalizaciones para la salida de aguas, un sistema de distribución mecánica del pienso en los comederos y, detrás de cada compartimento, una polea de cuya utilidad no se enteró Maigret hasta más tarde: servía para mantener levantada la cola de las vacas mientras se las ordeñaba, a fin de que la leche no se ensuciara.

La penumbra reinaba en el interior. Las bestias estaban fuera, a excepción de una, echada de lado en el primer compartimento.

Una joven se acercó al visitante hablándole en holandés.

—¿La señorita Liewens? —le preguntó Maigret.

—Sí. ¿Es usted francés?

Miraba a la vaca mientras hablaba. Mostraba una sonrisa un tanto irónica que Maigret tardó un poco en comprender.

También aquí las ideas preconcebidas resultaron falsas.

Beetje Liewens llevaba unas botas negras de caucho que le daban aspecto de amazona, y un traje de seda verde, cubierto casi completamente por una bata de enfermera. Una cara sonrosada, demasiado sonrosada quizás. Una sonrisa sana y alegre, pero carente de sutileza. Ojos grandes, de un azul como de porcelana. Pelirroja.

A la joven le costó empezar a hablar en francés y pronunciaba las palabras con fuerte acento holandés. Pero no tardó en familiarizarse de nuevo con el idioma.

—¿Quiere hablar con mi padre?

—No, con usted.

Ella estuvo a punto de soltar una carcajada.

—Discúlpeme. Mi padre ha ido a Groninga y no volverá hasta la noche. Los dos criados están en el canal descargando carbón. La sirvienta se ha ido a comprar. Y en este momento preciso la vaca está a punto de parir. No nos lo esperábamos. Estoy completamente sola.

Estaba apoyada en un tomo de mano que había preparado por si tenía que ayudar al animal. Sonreía mostrando todos sus dientes.

Fuera el sol brillaba. Sus botas relucían como el charol. Tenía las manos regordetas y rosadas, y las uñas cuidadas.

—Desearía que habláramos de Conrad Popinga.

Pero ella pestañeó. La vaca acababa de levantarse con un salto doloroso y volvió a caer pesadamente.

—Cuidado. ¿Quiere ayudarme?

Se colocó unos guantes de goma que había dejado cerca.

Así empezó Maigret esta investigación: ayudando a un ternero de pura raza frisona a venir al mundo, en compañía de una muchacha cuyos gestos seguros revelaban un entrenamiento deportivo.

Media hora después, mientras el recién nacido buscaba ya las ubres de su madre, él estaba agachado con Beetje ante un grifo de cobre rojo y se enjabonaba las manos hasta los codos.

—¿Es la primera vez que hace esto? —bromeó ella.

—La primera.

Tenía dieciocho años. Cuando se quitó la bata blanca, el traje de seda esculpió unas formas redondeadas que, quizás a causa de la atmósfera soleada, eran extremadamente atractivas.

—Hablaremos mientras tomamos el té. Venga a casa.

La sirvienta había regresado. El salón era austero, un poco oscuro, pero de una comodidad refinada. Los pequeños cristales de las ventanas eran de un color rosa, muy delicado, que Maigret jamás había visto.

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