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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

Crimen en Holanda (9 page)

BOOK: Crimen en Holanda
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Alguien se movía en la habitación: el granjero, inquieto y con la mirada severa, se acercó a la mesa y se apoderó de las cartas de su hija con el nerviosismo de un ladrón que teme ser sorprendido.

Ella le dejó hacer, y Maigret también.

Sin embargo, Liewens no se atrevía a irse. Habló sin dirigirse a nadie en concreto. La palabra Franzóse golpeó los oídos de Maigret, y al comisario le pareció que entendía el holandés como sin duda Liewens, momentos antes, había entendido el francés.

Reconstruyó la frase, que más o menos debió de ser así: «¿Creen que era necesario mostrar estas cosas al francés?».

Se le cayó la gorra al suelo, la recogió y se inclinó ante Any, con la que se tropezó, y ante ella siguió murmurando sonidos ininteligibles hasta que al fin salió. La sirvienta debió de acabar de fregar la entrada, porque se oyó abrirse y cerrarse la puerta y después unos pasos alejándose.

Pese a la presencia de la joven, Maigret, con una dulzura de la que no se habría creído capaz, siguió preguntando a la señora Popinga:

—¿Le enseñó estas cartas a su hermana?

—No. Pero cuando ese hombre…

—¿Dónde estaban?

—En el cajón de la mesita de noche. Yo no lo abría jamás. Allí guardaba también el revólver.

Any habló en holandés y la señora Popinga tradujo maquinalmente:

—Mi hermana me dice que debería acostarme, porque llevo tres noches sin dormir. —Pero ella siguió—. Conrad no se habría ido. Debió de «ser imprudente» una sola vez, ¿verdad? Le gustaba reír, divertirse. Ahora recuerdo algunos detalles. Beetje siempre traía frutas y pasteles que hacía ella misma. Yo creía que eran para mí. Después nos pedía que fuéramos a jugar al tenis: ¡siempre a la hora en que sabía perfectamente que yo no tenía tiempo! Pero yo me negaba a ver lo malo que podía haber en ello. Estaba contenta de que Conrad descansara un poco, porque trabajaba mucho y Delfzijl le resultaba triste. Y pensar que el año pasado Beetje estuvo a punto de viajar a París con nosotros, ¡y que yo era la que más insistía! —Lo decía con gran normalidad, con cierto cansancio carente de rencor—. Él no quería irse, ya lo ha oído. Pero, pese a todo, tenía miedo de disgustarla a ella. Era su carácter. Le riñeron varias veces porque puntuaba demasiado alto los exámenes. Por eso mi padre no lo apreciaba. —Colocó un objeto decorativo en su sitio, y ese preciso gesto de ama de casa cambió el ambiente que se respiraba—. Ah, cómo me gustaría que todo hubiera terminado. Porque ni siquiera permiten que sea enterrado. ¿Lo entiende? ¡Yo ya no sé qué hacer! ¡Que me lo devuelvan! Dios ya se encargará de castigar al culpable. —Más animada, prosiguió con voz firme—: Sí, ésa es mi opinión. Estos asuntos, ¿verdad?, conciernen sólo a Dios y al asesino. ¿Qué podemos saber nosotros? —Pareció asaltarle una idea y se estremeció. Señaló la puerta y dijo muy rápidamente—: ¡Puede que quiera matarla! ¡Es capaz! Sería terrible.

Any la miraba con cierta impaciencia. Probablemente consideraba inútiles todas esas palabras, y con voz muy tranquila preguntó:

—¿Qué piensa usted ahora, señor comisario?

—¡Nada!

Ella no insistió, pero su rostro manifestó descontento.

—¡No pienso nada, porque ante todo está la gorra de Oosting! —explicó—. Usted ha escuchado las teorías de Jean Duclos. Ha leído las obras de Grosz que le comentó. Un principio: no dejar que las consideraciones psicológicas lo desvíen a uno de la verdad. Seguir hasta el final el razonamiento que se desprende de los indicios materiales. —Resultaba imposible saber si bromeaba o si hablaba en serio—. ¡Pues bien, hay una gorra y una colilla de cigarro! Alguien los trajo o los arrojó en la casa.

La señora Popinga suspiró para sus adentros:

—No puedo creer que Oosting… —Y, de repente, irguiendo la cabeza—: Eso me hace pensar en algo que había olvidado.

Pero se calló, como temiendo haber hablado en exceso, ¡como asustada por las consecuencias de sus palabras!

—¡Diga!

—¡No! ¡No significa nada!

—Por favor.

—Cuando Conrad iba a pescar el cazón en los bancos de Workum…

—Sí. ¿Y qué?

—Beetje iba con ellos, porque ella también pesca. Aquí, en Holanda, las jóvenes disponen de mucha libertad.

—¿Dormían por el camino?

—A veces una noche, a veces dos.

Se agarró la cabeza con ambas manos, tuvo un exasperado gesto de impaciencia y gimió:

—No. No quiero pensar más. ¡Es demasiado horrible! ¡Horrible!

Esta vez iba a sollozar. Los sollozos asomaban. Estaban a punto de estallar cuando su hermana Any le puso las manos sobre los hombros y la condujo suavemente hasta la habitación contigua.

Almuerzo en el Hotel Van Hasselt

Cuando Maigret llegó al hotel, se dio cuenta de que ocurría algo anormal. La víspera había cenado en una mesa contigua a la de Jean Duclos.

Pues bien, ahora habían puesto tres cubiertos sobre la mesa redonda que ocupaba el centro de la sala. El mantel, deslumbrante, conservaba todos sus dobleces. Además, había tres copas por invitado, y en Holanda eso sólo se ve en las grandes ceremonias.

En cuanto Maigret entró, el inspector Pijpekamp se acercó a él con la mano tendida y con la sonrisa de quien ha preparado una agradable sorpresa.

¡Iba vestido de etiqueta! Llevaba un cuello postizo de ocho centímetros de ancho y chaqué. Recién afeitado, debía de salir de manos del peluquero, porque todavía olía a loción de violetas.

Jean Duclos, más apagado y con aspecto aburrido, apareció detrás de él.

—Tiene que disculparme, querido colega —dijo el inspector—. Debí avisarle esta mañana. Me habría gustado invitarlo a mi casa, pero vivo en Groninga y soy soltero. Así que me he permitido invitarlo a almorzar aquí. Bueno, un pequeño almuerzo sin pretensiones.

Y, mientras pronunciaba estas últimas palabras, miró los cubiertos y la cristalería en espera, evidentemente, de las protestas de Maigret.

No llegaron.

—He pensado que, como el profesor es compatriota suyo, a usted le agradaría…

—¡Muy bien! ¡Muy bien! —dijo el comisario—. ¿Me permite que vaya a lavarme las manos?

Lo hizo lentamente, con aire gruñón, en el pequeño lavabo adyacente. La cocina estaba cerca y se oía un frenético ajetreo de platos y de cacerolas.

Cuando regresó a la sala, el propio Pijpekamp servía el oporto en las copas y murmuraba con una sonrisa beatífica y modesta:

—Igual que en Francia, ¿verdad? Prosit! Salud, querido colega.

Su buena voluntad era conmovedora. Se esmeraba en encontrar fórmulas refinadas, en parecer un auténtico hombre de mundo.

—Ya tendría que haberlo invitado ayer. Pero estaba tan, ¿cómo dicen ustedes?, alterado por este caso… ¿Ha descubierto algo nuevo?

—Nada.

Brilló una chispa en las pupilas del holandés y Maigret pensó: «Ah, hombrecito, tú sí tienes un triunfo para anunciarme, y me lo sacarás a la hora de los postres. A menos que la impaciencia te obligue a hablar antes».

No se equivocaba. Sirvieron primero una sopa de tomate, acompañada de un Saint-Emilion dulce que revolvía el estómago, claramente manipulado para la exportación.

—¡Salud!

El bueno de Pijpekamp hacía todo lo que podía, y más, y Maigret ni siquiera parecía darse cuenta. ¡No lo apreciaba!

—En Holanda, nunca bebemos durante la comida. Sólo después. Por la noche, en las veladas solemnes, un vasito de vino con el cigarro. Tampoco servimos pan en la mesa. —Y miró de reojo la bandeja de pan que había pedido. Incluso había elegido oporto en sustitución de la ginebra tradicional.

¡Imposible mejorarlo! Estaba encantado. Miraba la botella de vino dorado con ternura. Jean Duclos comía pensando en otra cosa.

¡Pero a Pijpekamp le habría gustado introducir mucha animación, mucha alegría, crear, con la excusa de este almuerzo, una atmósfera de locura, de auténtica juerga a la francesa!

Sirvieron el huchpot, el plato nacional. La carne nadaba en litros de salsa y Pijpekamp exclamó con aire misterioso:

—¡Ya me dirá si le gusta!

Por desgracia, Maigret no estaba de buen humor. Presentía a su alrededor un pequeño misterio que no acababa de explicarse.

Le pareció detectar cierta complicidad entre Jean Duclos y el policía. Por ejemplo, cada vez que este último llenaba la copa de Maigret, dirigía una breve mirada al profesor.

El borgoña se caldeaba al lado de una estufa.

—Yo creía que usted bebía mucho más vino.

—Bueno, depende.

Evidentemente, Duclos no se sentía cómodo. Procuraba no intervenir en la conversación. Con el pretexto de que hacía régimen, bebía agua mineral.

Pijpekamp no pudo aguantar más. Había hablado ya de la belleza del puerto, de la importancia del tráfico por el Ems, de la Universidad de Groninga, a la que los hombres más sabios del mundo acuden para dar conferencias.

—¿Sabe? Hay novedades.

—¿De veras?

—¡A su salud! ¡A la salud de la policía francesa! Sí, ahora el misterio está prácticamente aclarado.

Maigret lo miró con ojos turbios, sin la menor huella de emoción, ni siquiera de curiosidad.

—Esta mañana, hacia las diez, me han avisado de que alguien me esperaba en mi despacho. ¿Adivina usted quién era?

—¡Barens! Siga.

Pijpekamp se sintió aún más afligido por esta respuesta que por el escaso efecto que había producido en su invitado una mesa tan lujosamente servida.

—¿Cómo lo sabe? Alguien se lo ha dicho, ¿no?

—¡En absoluto! ¿Qué quería?

—Ya lo conoce, es muy tímido, muy, ¿cómo dicen ustedes?, sí, reservado. No se atrevía a mirarme. Parecía a punto de echarse a llorar. Me confesó que la noche del crimen, al salir de la casa de los Popinga, no regresó a bordo inmediatamente. —El inspector esbozó toda una serie de guiños—. ¿Me entiende? ¡Quiere a Beetje! Y estaba celoso porque Beetje había bailado con Popinga. Y enfadado, porque ella había bebido coñac. Los vio salir a los dos y los siguió de lejos. Luego espió a su profesor.

Maigret se mostraba despiadado. Y sabía que el otro lo habría dado todo por un gesto de asombro, de admiración, de angustia.

—¡A su salud, señor comisario! Barens no lo contó inmediatamente, porque tenía miedo. ¡Pero ahí está la verdad! Inmediatamente después del disparo, vio a un hombre que corría hacia el montón de madera, y allí debió de ocultarse.

—Se lo describió minuciosamente, ¿no es cierto?

—Sí.

El otro no entendía nada. Había perdido toda esperanza de asombrar a su colega. Su montaje había fracasado.

—Un marinero, seguramente un marinero extranjero. Muy alto, muy delgado y con la cabeza completamente afeitada.

—Y, evidentemente, un barco dejó el muelle al día siguiente.

—Desde entonces se han ido tres. ¡El asunto está claro! No hay que buscar más en Delfzijl. El asesino es un extranjero, sin duda un marinero que conoció a Popinga tiempo atrás, cuando éste navegaba. Un marinero al que Popinga debió de castigar cuando era oficial o capitán.

Jean Duclos ofrecía obstinadamente su perfil a la mirada de Maigret. Pijpekamp indicó a la señora Van Hasselt, que de punta en blanco presidía la caja, que trajera otra botella.

Aún faltaba el postre, una obra maestra: un pastel adornado con tres clases de crema sobre el cual, para colmo, habían escrito el nombre de Delfzijl en letras de chocolate.

El inspector bajó modestamente los ojos.

—Si quiere cortarlo…

—¿Ha puesto ya a Cornelius en libertad?

De repente el inspector se sobresaltó y miró a Maigret, preguntándose si se había vuelto loco.

—Pero…

—Si no le importa, lo interrogaremos juntos ahora mismo.

—¡Es muy fácil! Telefonearé a la Escuela Naval.

—Y ordene también que traigan a Oosting, al que interrogaremos después.

—¿Por lo de la gorra? Ahora eso se explica, ¿verdad? El marinero, al pasar, vio la gorra sobre la cubierta. La agarró y…

—¡Naturalmente!

Pijpekamp quería echarse a llorar. La profunda ironía de Maigret, aunque apenas perceptible, lo desconcertaba hasta tal punto que tropezó con el marco de la puerta al entrar en la cabina telefónica.

El comisario se quedó un momento a solas con Jean Duclos, que seguía absorto en su plato.

—Ya puestos en ello, ¿por qué no le ha dicho que me pasara discretamente algunos florines?

Maigret había hablado suavemente, sin acritud, y Duclos alzó la cabeza y abrió la boca para protestar.

—¡Chist! No tenemos tiempo de discutir. Usted le ha aconsejado que me ofreciera un buen almuerzo, copiosamente rociado. Le ha dicho que en Francia se compra así a los funcionarios. ¡Cállese! Y que después yo diría que sí a todo.

—Le juro que…

Maigret encendió una pipa y se volvió hacia Pijpekamp, que volvía del teléfono. Este, al mirar la mesa, farfulló:

—Aceptará usted una copita de coñac, ¿no? Hay uno añejo…

—¡Permítame que sea yo quien le invite! Y haga el favor de decirle a la señora Van Hasselt que nos traiga una botella de coñac y copas adecuadas.

Pero la señora Van Hasselt trajo unas copitas. El comisario se levantó y él mismo sacó otras de un estante y las llenó hasta el borde.

—¡A la salud de la policía holandesa! —brindó.

Pijpekamp no se atrevía a protestar. El alcohol era tan fuerte que le hizo asomar lágrimas en los ojos. Pero el comisario, sonriente y feroz, levantaba su copa una y otra vez y repetía:

—¡A la salud de su policía! ¿A qué hora llegará Barens a su despacho?

—Dentro de media hora. ¿Un cigarro?

—Gracias. Prefiero mi pipa.

Maigret llenó de nuevo las copas con tanta autoridad que ni Pijpekamp ni Duclos se atrevieron a negarse a beber.

—¡Es un bonito día! —repitió dos o tres veces—. Puede que me equivoque, pero tengo la impresión de que esta noche será detenido el asesino del pobre Popinga.

—A menos que esté navegando por el Báltico —replicó Pijpekamp.

—¡Bah! ¿Usted lo cree tan lejos?

Duclos levantó una cara pálida.

—¿Es una insinuación, comisario? —preguntó con voz cortante.

—¿Qué insinuación?

—Parece querer decir que, si no está lejos, tal vez esté muy cerca.

—¡Muy imaginativo, profesor!

Estuvieron a dos pasos de la disputa. En parte se debía a las grandes copas de coñac. Pijpekamp estaba completamente colorado. Los ojos le brillaban.

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