Crimen en Holanda (12 page)

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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

BOOK: Crimen en Holanda
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El inspector Pijpekamp trajo a Oosting, que lanzó una profunda mirada a Maigret. Las últimas en llegar fueron la señora Popinga y Any. Entraron apresuradamente, se detuvieron un segundo y se dirigieron a la primera hilera de sillas.

—Haga bajar a Beetje —ordenó Maigret al inspector—. Que uno de sus agentes vigile a Liewens y a Oosting. No estaban aquí la noche del drama. Los necesitaremos después. Pueden quedarse en el fondo de la sala.

Cuando Beejte entró, primero desconcertada y después voluntariosamente erguida, esbozando un gesto de orgullo al ver a Any y a la señora Popinga, todos parecieron contener el aliento.

Y no porque la atmósfera resultara dramática, pues no lo era. Al contrario, era sórdida.

Unos enanitos en una gran sala vacía e iluminada por una sola bombilla.

Costaba imaginar que pocos días antes ciertas personas, los notables de Delfzijl, hubieran pagado por sentarse en una de las sillas amontonadas, entraran posando para la galería, intercambiaran sonrisas y apretones de mano, se hubieran sentado delante del estrado, muy arreglados, y hubieran aplaudido la entrada de Jean Duclos.

¡Ahora era como si de pronto se contemplara el mismo espectáculo por el otro extremo del catalejo!

Debido a la espera, y a la incertidumbre que todos tenían con respecto a lo que iba a ocurrir, los rostros no expresaban siquiera inquietud o dolor. ¡Se trataba de otra cosa! Los ojos estaban tristes, inexpresivos. Las facciones cansadas, confusas.

Y la luz agrisaba los rostros. La propia Beetje había dejado de ser atractiva.

Todo carecía de prestigio, de grandeza. Era patético o ridículo.

En el exterior, silenciosamente, se habían formado algunos grupos de personas, porque a última hora de la tarde había corrido el rumor de que iba a ocurrir algo. Pero sin duda nadie imaginaba que el espectáculo fuera tan poco apasionante.

Maigret se dirigió en primer lugar a la señora Popinga.

—¿Quiere usted instalarse en el mismo asiento que la otra noche? —dijo.

En su casa, horas antes, su aspecto era trágico. Ahora toda ella había cambiado. Parecía más vieja. Se le notaba que el traje chaqueta, mal cortado, le abultaba más en un hombro que en otro, y que tenía los pies grandes, así como una cicatriz en el cuello, debajo de la oreja.

El caso de Any era peor: su rostro nunca había sido tan asimétrico. Llevaba un traje ridículo y ceñido en exceso, y un sombrero horrible.

La señora Popinga se sentó en el centro de la primera fila, en el puesto de honor. La noche de la conferencia, con las luces, con todo Delfzijl detrás de ella, debía de sonrojarse de orgullo y placer.

—¿Quién estaba a su lado?

—El director de la Escuela Naval.

—¿Y al otro?

—El señor Wienands.

Rogaron a éste que ocupara su asiento. No se había quitado el abrigo. Se sentó torpemente, mirando hacia otra parte.

—¿La señora Wienands?

—Al final de la fila, por los niños.

—¿Beetje?

Esta ocupó su lugar por sí misma, y dejó una silla vacía entre ella y Any: la silla de Conrad Popinga.

Pijpekamp seguía en pie, a cierta distancia de la escena, desconcertado, asombrado, incómodo y, además, preocupado. Jean Duclos esperaba su tumo.

—Suba al escenario —le ordenó Maigret.

El profesor fue tal vez el que perdió más prestigio. Flaco, mal vestido, costaba trabajo imaginar que, una noche, cien personas se hubieran molestado en acudir a escucharle.

El silencio era tan angustioso como la luz, a la vez demasiado precisa e insuficiente, que caía del techo alto. Desde el fondo de la sala, «el Baes» tosió tres o cuatro veces expresando el malestar general.

El propio Maigret no dejaba de sentir cierta inquietud. Vigilaba la puesta en escena. Su pesada mirada iba de una persona a otra, deteniéndose en menudos detalles, en la pose de Beetje, en la falda demasiado larga de Any, en las uñas descuidadas de Duclos, quien, a solas en su mesa de conferenciante, intentaba mantener la compostura.

—¿Durante cuánto tiempo habló?

—Tres cuartos de hora.

—¿Leyó su conferencia?

—Oh, no. Es la vigésima vez que la doy. Ya ni siquiera utilizo notas.

—Así pues, miraba a la sala.

Y fue a sentarse un instante entre Beetje y Any. Las sillas estaban bastante cercanas. Su rodilla tocó la de Beetje.

—¿A qué hora terminó la velada?

—Hacia las nueve, porque antes de la conferencia una joven tocó el piano.

El piano seguía abierto, con una Polonesa de Chopin en el atril. La señora Popinga empezó a mordisquear su pañuelo. En el fondo, Oosting movía sus pies sin cesar sobre el suelo cubierto de serrín.

Eran las ocho y algunos minutos. Maigret se levantó y comenzó a caminar.

—¿Quiere resumirme, Monsieur Duclos, el tema de su conferencia?

Pero Duclos se sintió incapaz de hablar. O, mejor dicho, quiso comenzar su charla desde el principio. Murmuró después de algunos carraspeos:

—No infligiré a la inteligente población de Delfzijl la injuria de…

—Disculpe. Usted habló de criminalidad. ¿De qué aspecto de ella?

—En concreto, de la responsabilidad de los criminales.

—Y decía usted que…

—… que nuestra sociedad es la responsable de esas faltas que se cometen en su seno y que llamamos crímenes. Hemos organizado la vida para el mayor bien de todos. Hemos creado las clases sociales y es necesario que cada individuo ocupe su lugar en una de ellas.

Mientras hablaba, contemplaba el paño verde. Su voz carecía de claridad.

—¡Ya basta! —gruñó Maigret—. Sé cómo sigue: «Hay individuos excepcionales, enfermos o inadaptados. Tropiezan con barreras infranqueables, se ven rechazados por parte de unos y otros, y caen en el crimen». Supongo que es eso, ¿no? No es nuevo. Conclusión: «Nada de cárceles, sino centros de reeducación, hospitales, casas de reposo y clínicas».

Duclos, enfadado, no contestó.

—En fin, habló de todo eso durante tres cuartos de hora y citó ejemplos llamativos: a Lombroso, Freud y compañía. —Consultó su reloj y dijo, dirigiéndose sobre todo a la primera hilera de sillas—: Les ruego que aguarden todavía unos minutos.

En ese instante uno de los niños Wienands se echó a llorar. Su madre, demasiado nerviosa, lo riñó para que se calmara. Wienands, viendo que ella no lo conseguía, se sentó al niño en sus rodillas, comenzó a acariciarlo con dulzura y luego le pellizcó el brazo para hacerlo callar.

Había que contemplar la silla vacía, entre Any y Beetje, para recordar que había ocurrido un crimen. ¡Y, quizá, ni eso!

¿Acaso Beetje, con su figura saludable, pero banal, era capaz de sembrar la discordia en un matrimonio?

Sólo poseía una cosa atractiva, y la magia del simulacro ideado por Maigret subrayaba la verdad pura y simple devolviendo los acontecimientos a su crudeza inicial: poseía dos hermosos senos que la seda resaltaba aún más, unos senos de una joven de diecinueve años que temblaban levemente debajo de la blusa, lo justo para hacerlos parecer más vivos.

Un poco más lejos se veía a la señora Popinga, ella, que ni a los diecinueve años había tenido unos senos semejantes, ella, demasiado vestida, envuelta en ropas sobrias, de buen tono, que le quitaban cualquier atractivo carnal.

Después Any, angulosa, fea, plana, pero enigmática.

¡Popinga había encontrado a Beetje, ese Popinga bon vivant, ese Popinga ávido por saborear las cosas buenas! Y no se había fijado en el rostro de Beetje, en esos ojos color de porcelana, no había adivinado los deseos de evasión que se ocultaban detrás de aquella cara de muñeca.

Sólo tuvo ojos para aquel pecho vivo, aquel cuerpo sano y atractivo.

La señora Wienands, por su parte, ni siquiera era ya mujer. Era una madre y una ama de casa. Ahora sonaba a su mocoso, que ya no tenía ni fuerzas para llorar.

—¿Tengo que seguir aquí? —preguntó Jean Duclos, desde la tarima.

—Por favor.

Maigret se acercó a Pijpekamp y le habló en voz baja. El policía de Groninga salió poco después en compañía de Oosting.

En el café jugaban al billar; se oía el choque de las bolas.

Y, en la sala, todos respiraban con dificultad. Parecía una sesión de espiritismo, en espera de algo espantoso. Any fue la única que, de repente, se atrevió a levantarse y a exclamar después de titubear un buen rato:

—No veo adonde quiere llegar. Es, es…

—Es la hora. ¡Perdón! ¿Dónde está Barens?

Se había olvidado de él. Lo encontró al fondo de la sala, apoyado en una pared.

—¿Por qué no ha ocupado su lugar?

—Usted ha dicho que nos colocáramos como la otra noche. —La mirada era huidiza y la voz jadeante—. Y la otra noche yo estaba en los asientos de cincuenta centavos, con los demás alumnos.

Maigret ya no se ocupó de él y fue a abrir la puerta que comunicaba con un porche. Por ahí podían salir a la calle sin tener que cruzar el café. Vio tres o cuatro siluetas en la oscuridad.

—Supongo que, terminada la conferencia, se formó un grupito al pie de la tarima: el director de la escuela, el pastor, algunas personalidades felicitando al orador…

Nadie contestó, pero esas palabras bastaban para evocar la escena: las hileras de asistentes dirigiéndose hacia la salida, ruidos de sillas, conversaciones, y allí, cerca del escenario, un grupo, apretones de mano, elogios…

La sala se vaciaba. El último grupo se dirigía finalmente hacia la puerta. Barens alcanzó a los Popinga.

—Ya puede venir, Monsieur Duclos.

Todos se levantaron. Pero ninguno de ellos interpretaba con naturalidad su papel. Miraban a Maigret. Any y Beetje fingían no verse. Wienands, torpe y cohibido, cargaba con el niño más pequeño.

—Síganme. —Y, poco antes de la puerta, añadió—: Vamos a dirigimos a la casa en el mismo orden que el día de la conferencia. La señora Popinga y Monsieur Duclos, por favor.

Se miraron, dudosos, y avanzaron unos pasos por la calle oscura.

—Señorita Liewens, usted iba con Popinga. Siga, yo la alcanzaré dentro de un momento.

Beejte casi no se atrevía a caminar sola por la calle, y temía sobre todo a su padre, custodiado en un rincón de la sala por un policía.

—El señor y la señora Wienands.

Fueron los más naturales, porque teman que ocuparse de los niños.

—Ahora usted, Any, y Barens.

Este último estuvo a punto de echarse a llorar, y tuvo que morderse los labios, pero, pese a todo, pasó delante de Maigret.

El comisario se volvió entonces hacia el policía que custodiaba a Liewens.

—La noche del drama, a aquella hora, él estaba en su casa. ¿Quiere acompañarlo allí y hacerle repetir exactamente todos sus movimientos?

Parecía un cortejo mal ordenado. Los que iban delante se paraban, preguntándose si debían seguir avanzando. Había vacilaciones y parones.

La señora Van Hasselt, desde la puerta, asistía a la escena a la vez que respondía a los jugadores de billar, que le hablaban.

Tres cuartas partes de la ciudad dormían y las tiendas estaban cerradas. La señora Popinga y Duclos tomaron el camino del muelle, y se adivinaba que el profesor intentaba tranquilizar a su acompañante.

Pasaban alternativamente de la luz a la oscuridad, porque las farolas de gas estaban espaciadas.

Divisaron el agua negra, los barcos que se balanceaban, cada uno de ellos con un fanal en la arboladura. Beetje, sabiendo que Any iba detrás de ella, intentaba caminar con desenvoltura, pero el hecho de ir sola dificultaba esta actitud.

Mediaban algunos pasos entre cada grupo. Cien metros más allá vieron claramente el barco de Oosting, porque era el único pintado de blanco. No había luz en los ojos de buey. El muelle estaba desierto.

—¿Quieren pararse todos ustedes en el lugar donde están? —dijo Maigret de modo que lo oyeran todos los grupos.

Se quedaron inmóviles. La noche era muy oscura. El pincel luminoso del faro pasaba muy por encima de sus cabezas, sin iluminarlos.

Maigret se dirigió a Any:

—¿Estaba exactamente en este lugar en la comitiva?

—Sí.

—¿Y tú, Barens?

—Sí. Creo que sí.

—¿Estás seguro? ¿Estabas al lado de Any?

—Sí. Espere, no estaba aquí, sino diez metros más allá, porque Any me dijo que un hijo de los Wienands arrastraba el abrigo por el suelo.

—¿Y te adelantaste unos pasos para avisar a los Wienands?

—Sí, a la señora Wienands.

—Lo hiciste en pocos segundos, ¿no?

—Sí. Los Wienands siguieron caminando, y yo esperé a Any.

—¿No notaste nada anormal?

—No.

—¡Adelanten todos diez metros! —ordenó Maigret.

Y entonces la hermana de la señora Popinga quedó exactamente a la altura del barco de Oosting.

—Acércate a los Wienands, Barens. —Luego Maigret le dijo a Any—: ¡Tome la gorra que está encima de la cubierta!

Sólo tenía que dar tres pasos y agacharse. La gorra estaba allí, negra sobre la madera blanca, muy visible, y su escudo despedía reflejos metálicos.

—¿Por qué quiere usted…?

—¡Tómela!

Los demás, más alejados, intentaban averiguar qué ocurría.

—Pero yo no he…

—¡No importa! No estamos todos. Cada uno de nosotros debe interpretar varios papeles… No es más que un experimento…

Tomó la gorra.

—Ocúltela debajo de su abrigo. Alcance a Barens. —Maigret subió a la cubierta del barco y llamó—: ¡Pijpekamp!


Ja
!

Y el policía se asomó por la escotilla delantera. La escotilla comunicaba con el camarote donde dormía Oosting, y el camarote no tenía la suficiente altura para que un hombre pudiera permanecer de pie, por lo que lógicamente, para fumar una última pipa, por ejemplo, podía asomarse la cabeza y apoyar los codos en la cubierta.

Oosting estaba precisamente allí, en esta actitud. Desde el muelle, desde el lugar donde se encontraba la gorra, nadie podía verlo, pero él veía perfectamente al ladrón de la gorra.

—¡Bien! Que repita lo mismo de la otra noche. —Maigret adelantó a los grupos—. ¡Sigan caminando! Yo ocuparé el lugar de Popinga.

Se colocó al lado de Beetje. Delante de él iban la señora Popinga y Duclos, detrás los Wienands, y, al final, Any y Barens. Más lejos se oía un ruido: Oosting, vigilado por el inspector, se ponía en marcha.

A partir de ahora ya no pasarían por calles iluminadas. Después del puerto, había que bordear la esclusa desierta que separaba el mar del canal. Después comenzaba el camino de sirga, con los árboles a la derecha y, a medio kilómetro, la casa de los Popinga.

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