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Authors: Ferdinand Von Schirach

Tags: #Relatos,crimen

Crí­menes (3 page)

BOOK: Crí­menes
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Manólis era de origen griego, su familia regentaba una cadena de restaurantes y cibercafés en Kreuzberg y Neukölln. Había superado la selectividad y empezado la carrera de Historia mientras hacía sus pinitos en el tráfico de drogas. Un par de años atrás algo se había torcido. El maletín, en lugar de cocaína, sólo contenía papel y arena. El comprador disparó a Manólis cuando éste trataba de huir en coche con el dinero. El comprador no era un buen tirador, de las nueve balas sólo una dio en el blanco. Le penetró por la región occipital y allí se quedó. Manólis tenía todavía el proyectil en la cabeza cuando se estrelló contra un coche patrulla. No fue hasta que llegó al hospital cuando los médicos descubrieron la bala, y desde entonces Manólis tenía un problema. Después de la operación anunció a su familia que en adelante sería finlandés, celebraba todos los años el 6 de diciembre la fiesta nacional finlandesa y se esforzaba en vano por aprender el idioma. Por añadidura, sufría constantes lagunas, y tal vez fuera por eso por lo que su plan no era en realidad un plan en toda regla.

Sin embargo, Samir sí creyó que era una especie de plan: la hermana de Manólis tenía una amiga que trabajaba de asistenta en una mansión del barrio de Dahlem. Necesitaba dinero urgentemente, así que le propuso a Manólis entrar a robar en la casa a cambio de una pequeña parte del botín. Conocía el código del dispositivo de alarma y el de la cerradura electrónica, sabía dónde estaba la caja fuerte y, lo más importante, que en breve el propietario iba a ausentarse de Berlín durante cuatro días. Samir y Özcan enseguida se mostraron de acuerdo.

La noche antes de autos, Samir durmió mal; soñó con Manólis y Finlandia. Cuando despertó eran ya las dos de la tarde. Dijo «puto juez» y arrancó a su novia de la cama. A las cuatro tenía que estar en el seminario contra la violencia.

~ ~ ~

Özcan fue a recoger a los otros sobre las dos de la madrugada. Manólis se había quedado dormido, y Samir y Özcan tuvieron que esperar veinte minutos delante de la puerta. Hacía frío, los cristales se habían empañado; se perdieron, se gritaron unos a otros. Poco antes de las tres llegaron a Dahlem. Se pusieron los pasamontañas de lana negros en el coche; les iban grandes, se les caían y les raspaban en la cara. Sudaban. Özcan tenía una pelotilla de lana en la boca, la escupió sobre el tablero de mandos. Se enfundaron unos guantes de látex y tomaron el camino de grava hasta la puerta de la mansión.

Manólis introdujo el código en el teclado de la cerradura. La puerta se abrió con un clic. El dispositivo de alarma se hallaba en la entrada. Después de que Manólis tecleara allí también una combinación de números, las lucecitas cambiaron de color y pasaron de rojo a verde. Özcan no pudo contener la risa. «Özcans Eleven», dijo en voz alta; le encantaban las películas. Se disipó la tensión. Nunca había sido tan fácil. La puerta de la entrada se cerró; estaban a oscuras.

No encontraban el interruptor. Samir tropezó con un escalón, se dio contra un perchero y se abrió la ceja izquierda. Özcan trastabilló con los pies de Samir y, al caer, se apoyó en la espalda de su compañero. Samir se lamentó bajo el peso de su amigo. Manólis se mantenía en pie; se había olvidado la linterna.

Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Samir se limpió la sangre de la cara. Finalmente, Manólis dio con el interruptor. La casa estaba decorada al estilo japonés (Samir y Özcan estaban convencidos de que nadie podía vivir así). Les bastaron unos pocos minutos para localizar la caja fuerte, la descripción que les habían facilitado era buena. La arrancaron de la pared valiéndose de unas palanquetas y la llevaron al coche. Manólis quería volver a entrar, había descubierto la cocina y tenía hambre. Lo discutieron un rato, hasta que Samir decidió que era demasiado peligroso; le dijo que ya pararían de camino en algún quiosco. Manólis refunfuñó.

Trataron de abrir la caja fuerte en un sótano de Neukölln. Tenían experiencia con cajas de caudales, pero ésta se les resistía. Özcan tuvo que pedir prestado a su cuñado el taladro de alta potencia. Cuando, cuatro horas después, la abrieron, supieron que había merecido la pena. Hallaron 120.000 euros en metálico y seis relojes en un cofrecillo. También había una pequeña caja de madera negra lacada. Samir la abrió. Estaba forrada de seda roja y contenía un cuenco antiguo. Özcan lo encontró horrible y quería tirarlo, Samir pretendía regalárselo a su hermana, y a Manólis le daba todo igual: seguía teniendo hambre. Al final se pusieron de acuerdo y decidieron vendérselo a Mike. Mike era dueño de un negocio modesto con un gran rótulo; se hacía llamar anticuario, pero lo cierto es que sólo poseía una camioneta y se dedicaba a vaciar pisos y vender trastos. Les pagó treinta euros por el cuenco.

Cuando salieron del sótano, Samir le dio a Özcan una palmadita en el hombro, repitió lo de «Özcans Eleven», y todos se echaron a reír. La hermana de Manólis iba a recibir 3.000 euros para su amiga. Cada uno de ellos se había embolsado casi 40.000 euros, Samir se encargaría de vender los relojes a un perista. Había sido un buen golpe, un robo sencillo, no habría problemas.

Se equivocaban.

~ ~ ~

De pie en su dormitorio, Hiroshi Tanata contemplaba el boquete en la pared. Tenía setenta y seis años. Su familia influía en los destinos de Japón desde hacía siglos, contaba con intereses en compañías de seguros, en la banca y en la industria pesada. Tanata no gritó, no hizo ningún gesto, se limitó a mirar absorto el agujero. Sin embargo, el secretario, que llevaba treinta años a su servicio, le comentó por la noche a su mujer que jamás había visto a Tanata tan enfurecido.

Ese día el secretario tuvo mucho trabajo. La policía estaba en la casa y hacía preguntas. Sospechaban de los empleados del hogar —al fin y al cabo, la alarma había sido desactivada y habían abierto la puerta sin forzarla—, pero las sospechas no se concretaron en nada. Tanata defendía a sus empleados. El registro del escenario de los hechos no arrojó ninguna pista, los técnicos de la oficina de investigación criminal no encontraron huellas dactilares, y el hallazgo de restos de ADN quedaba descartado: la asistenta había limpiado a fondo antes de que nadie llamara a la policía. El secretario conocía bien a su jefe y respondió a las preguntas de los agentes con evasivas y monosílabos.

Lo más urgente era informar a la prensa y a los grandes coleccionistas: si a alguien le ofrecían el cuenco de té de Tanata, la familia, que poseía el objeto desde hacía más de cuatrocientos años, lo recompraría al máximo precio. En ese caso, Tanata solamente pediría conocer el nombre del vendedor.

~ ~ ~

El salón de peluquería de la Yorckstrasse se llamaba como su dueño: Pocol. En el escaparate había dos carteles publicitarios de los años ochenta, descoloridos, de la marca Wella: una belleza rubia con un jersey a rayas y excesiva cabellera, y un hombre de mentón largo y bigote. Pocol había heredado el negocio de su padre. Cuando era joven, él mismo había cortado el pelo a los clientes, había aprendido el oficio en casa. Ahora regentaba varios salones recreativos, un par legales y muchos ilegales. Conservaba la peluquería, se pasaba el día sentado en uno de los dos cómodos sillones, tomando té y haciendo sus negocios. Con los años se había vuelto obeso, le encantaban los dulces turcos. Tres edificios más allá, su cuñado regentaba una pastelería y hacía los mejores
balli elmalar
de la ciudad, rodajas de manzana con miel que se fríen en grasa muy caliente.

Pocol era un hombre bruto y colérico, y sabía que ése era su principal activo. Todo el mundo había oído alguna vez la historia del dueño de un restaurante que le había dicho a Pocol que tenía que pagar lo que comiera. De eso hacía quince años. Pocol no conocía al dueño del restaurante, ni el dueño conocía a Pocol. Después de arrojar el plato contra la pared, Pocol había ido al maletero de su coche y regresado con un bate de béisbol. El dueño del restaurante perdió la visión del ojo derecho, el bazo y el riñón izquierdo, y pasó el resto de su vida en una silla de ruedas. Pocol fue condenado a ocho años de reclusión por intento de homicidio. El día del fallo, el dueño del restaurante se cayó con la silla de ruedas por las escaleras del metro; se desnucó. Desde que salió en libertad, Pocol no tuvo que pagar ni una sola comida más.

Pocol supo del robo por el periódico. Tras realizar una docena de llamadas a parientes, amigos, peristas y demás socios, averiguó quién había entrado en casa de Tanata. Mandó a uno de sus esbirros, un joven prometedor que se lo hacía todo. El esbirro fue a ver a Samir y Özcan y les dio un recado: Pocol quería hablar con ellos. Inmediatamente.

Se presentaron poco después en el salón de peluquería (a Pocol no se lo hacía esperar). Les ofreció té y dulces, reinaba el buen humor. De pronto, Pocol se puso a gritar, agarró a Samir de los pelos, lo arrastró por todo el salón y, en una de las esquinas, lo pateó hasta dejarlo planchado. Samir no se defendió y, entre patada y patada, le ofreció el treinta por ciento. Pocol gruñó, asintió con la cabeza, dejó a Samir y, con una tabla que tenía en el salón para estos casos, golpeó a Özcan en la frente. Luego se calmó, se sentó de nuevo en el sillón y llamó a su novia, que estaba en la habitación contigua.

Hasta hacía pocos meses, la novia de Pocol había trabajado de modelo, y había conseguido ser la chica
Playboy
de septiembre. Soñaba con pasarelas o con una carrera en un canal musical de televisión, hasta que Pocol la descubrió, propinó una paliza al que hasta entonces era su novio y se erigió en su representante. Pocol llamaba a eso «coger flores». Le pagó un aumento de pecho y un relleno de labios. Al principio, ella creía en sus planes y Pocol se dejaba la piel para colocarla en una agencia. Cuando le resultó demasiado fatigoso, llegaron las actuaciones en discotecas, luego en clubes de
striptease
, y finalmente en películas porno que en Alemania no podían adquirirse legalmente. Llegó un día en que Pocol le dio el primer chute de heroína, y ahora dependía de él y lo amaba. Pocol había dejado de acostarse con ella cuando sus amigos, los de él, la utilizaron de orinal en una película. Si seguía a su lado era sólo porque tenía la intención de venderla a Beirut —la trata de blancas funcionaba también en esa dirección—; después de todo, debía recuperar el dinero invertido en las operaciones de cirugía estética.

La novia de Pocol aplicó una venda en la herida abierta de Özcan; Pocol bromeaba y le decía que parecía un indio, «Ya sabes, como un piel roja». Volvió a ofrecerles té recién hecho y dulces. Luego mandó salir a su novia y pudieron proseguir con las negociaciones. Acordaron un cincuenta por ciento; los relojes y el cuenco de té se los quedaría Pocol. Samir y Özcan admitieron su error; Pocol insistió en que no era nada personal y, a la hora de despedirse, abrazó a Samir y lo besó cariñosamente.

Poco después de que estos dos se marcharan de la peluquería, Pocol llamó a Wagner. Wagner era un estafador y un impostor. Medía un metro sesenta, la piel se le había vuelto amarillenta de tantos años de tomar rayos UVA, llevaba el pelo teñido de castaño y en las raíces le crecían un par de centímetros de color gris. La de Wagner era el estereotipo de casa de los ochenta. Contaba con dos plantas; el dormitorio, con armarios de luna, alfombras de Flokati y una cama enorme, estaba en la de arriba. El salón, en la planta de abajo, era un paisaje de sofás de piel blancos, suelos de mármol blanco, paredes esmaltadas en blanco y mesillas con forma de diamante. A Wagner le encantaba todo lo que brillara; tenía incrustadas piedras de cristal hasta en la tapa del teléfono móvil.

Años atrás se había declarado insolvente, había repartido sus bienes entre los familiares y, como la justicia en estos casos es lenta, se las arregló para seguir contrayendo deudas. A decir verdad, Wagner no tenía ya nada de su propiedad; la casa era de su ex mujer, hacía meses que no podía pagar el seguro médico, y la factura del salón de belleza por el maquillaje permanente de su novia seguía pendiente de pago. El dinero fácil que había ganado en otros tiempos lo había gastado en coches y fiestas de champán y cocaína en Ibiza. Ahora, los banqueros especialistas en inversiones con los que en su día se había ido de fiesta habían desaparecido, y ya no podía permitirse unos neumáticos nuevos para el Ferrari, que tenía diez años. Wagner llevaba mucho tiempo esperando la gran oportunidad que lo cambiara todo para bien. En los cafés pedía a las camareras «uno rapidito», y una y otra vez se echaba a reír por aquel chiste antediluviano. Wagner había sufrido toda la vida su propia insignificancia.

~ ~ ~

Mientras que el impostor medio se limita a estafar, Wagner tenía además otras dotes. Se las daba de «tipo duro», de «joven berlinés de la calle» que «se lo había currado». La gente de mejor posición social le cogía confianza. Creían, cómo no, que era un hombre grosero, desagradable y que hablaba a gritos, pero, precisamente por eso, honrado y transparente. Wagner ni era un tipo duro ni un hombre honrado. Incluso a sus propios ojos, no «se lo había currado». Era inteligente sólo de una manera astuta, y como él mismo era débil, sabía reconocer las debilidades de los demás. Y así se aprovechaba de ellas aun cuando, en realidad, no obtuviera ninguna ventaja.

A veces Pocol utilizaba a Wagner. Le daba una paliza cuando se ponía gallito, cuando hacía mucho de la última vez o simplemente cuando le apetecía. Por lo demás, lo consideraba escoria. Sin embargo, le pareció que era la persona indicada para ese trabajillo. Pocol sabía por experiencia que, por cuestiones de origen e idioma, nadie fuera de su círculo se lo tomaba en serio.

Wagner recibió el encargo de ponerse en contacto con Tanata y ofrecerle el cuenco y los relojes; los términos y pormenores de la transacción debía dejarlos por concretar. Wagner aceptó. Averiguó el número de teléfono de Tanata y habló veinte minutos con su secretario, que le aseguró que la policía no iba a intervenir. Después de colgar, se alegró, acarició a los dos chihuahuas, que había bautizado
Dolce
y
Gabanna
, y se puso a pensar en cómo podía engañar un poco a Pocol.

~ ~ ~

En la actualidad, la palabra
garrotte
designa un alambre fino en cuyos extremos se fijan unas pequeñas asas de madera. Tiene su origen en un instrumento medieval de tortura y ejecución —en España se usó para ajusticiar a algunos reos hasta 1974—, y todavía hoy goza de cierto predicamento como herramienta de asesinato. Sus componentes pueden comprarse en cualquier gran almacén de materiales para la construcción, es barato, fácil de transportar y efectivo: se ajusta el lazo al cuello de la víctima y se estrecha con fuerza por detrás; no puede gritar y muere rápidamente.

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