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Authors: Ferdinand Von Schirach

Tags: #Relatos,crimen

Crí­menes (8 page)

BOOK: Crí­menes
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Ni que decir tiene que siguieron dándole collejas a Karim. No comprendieron que había salvado a Walid y asestado un golpe a la justicia.

Karim no dijo nada. Pensaba en el erizo y los zorros.

Suerte

Su cliente llevaba veinticinco años en política. Mientras se desnudaba, le contó cómo se las había arreglado para llegar tan alto. Había pegado carteles, pronunciado discursos en la trastienda de locales pequeños, construido su propio distrito electoral y superado su tercera legislatura como diputado en una posición intermedia en las listas. Dijo que tenía muchos amigos y que incluso estaba al frente de una comisión de investigación. No es que fuera una comisión muy importante, pero él era el presidente. Y ahí estaba frente a ella, en ropa interior. Irina no sabía qué era una comisión de investigación.

El hombre, que era grueso, encontraba la habitación demasiado estrecha. Sudaba. Aquel día debía hacerlo por la mañana, a las diez tenía una sesión. La chica le había dicho que no había problema. La cama parecía limpia y ella era guapa. No tendría más de veinte años, pechos bonitos, labios turgentes, por lo menos un metro setenta y cinco de estatura. Como casi todas las chicas de la Europa del Este, iba muy maquillada. Al gordo eso le gustaba. Sacó setenta euros de su billetera y se sentó en la cama. Había dejado sus cosas cuidadosamente dobladas sobre el respaldo de la silla; era importante que la raya del pantalón no se arrugara. La chica le quitó los calzoncillos y le apartó hacia arriba los michelines; él no le veía a ella más que el cabello, y sabía que iba a necesitar mucho tiempo. «Al fin y al cabo es su trabajo», pensó, y se recostó en la cama. Lo último que el gordo sintió fue una punzada en el pecho; quiso levantar las manos y decirle a la chica que parara, pero sólo fue capaz de gruñir.

Irina interpretó los gruñidos como un signo de beneplácito y continuó unos minutos más, hasta que advirtió que el hombre se había quedado mudo. Alzó la mirada. Su cliente tenía la cabeza vuelta a un lado, con un reguero de saliva en la almohada y los ojos en blanco, en dirección al techo. Le gritó y, como él seguía sin moverse, fue a la cocina a buscar un vaso de agua y se lo echó en la cara. El hombre no reaccionó. Aún llevaba puestos los calcetines. Estaba muerto.

~ ~ ~

Irina vivía en Berlín desde hacía año y medio. Hubiera preferido quedarse en su país, donde había ido al parvulario y a la escuela, donde vivían su familia y amigos y cuya lengua era su hogar. Allí había trabajado de modista y poseía un piso bonito en el que tenía de todo: muebles, libros, CD, plantas, álbumes de fotos y un gato blanco y negro que de un día para otro se había instalado en su casa. Tenía toda la vida por delante y la vivía con ilusión. Diseñaba moda femenina, había cosido ya algunos vestidos e incluso vendido un par. Sus bocetos eran diáfanos y de trazo fino. Soñaba con abrir una pequeña tienda en la calle principal.

Pero en su país había guerra.

Un fin de semana fue a casa de su hermano, en el campo. Éste se había puesto al frente de la finca paterna y por ello lo habían eximido del ejército. Ella lo convenció para que fueran al pequeño lago que lindaba con la finca. Pasaron un buen rato sentados en el embarcadero, al sol de la tarde; Irina le contó sus planes y le enseñó el cuaderno con sus nuevos diseños. Él se mostró contento y le pasó el brazo por los hombros.

Cuando regresaron, en la casa había soldados. Pegaron un tiro al hermano y violaron a Irina. En ese orden. Los soldados eran cuatro. Uno le escupió en la cara mientras la tenía debajo. La llamó puta y la golpeó en los ojos. Después de esto, Irina dejó de oponer resistencia. Cuando se marcharon, ella permaneció tumbada sobre la mesa de la cocina. Se arrebujó en el mantel rojo y blanco y cerró los ojos. Esperaba que para siempre.

A la mañana siguiente volvió al lago. Creyó que le resultaría fácil ahogarse, pero no lo logró. Cuando subió de nuevo a la superficie, abrió la boca y se le llenaron los pulmones de oxígeno. Permaneció en el agua, desnuda; no había más que los árboles de la orilla, el cañaveral y el cielo. Entonces gritó. Gritó hasta que no pudo más, gritó contra la muerte y la soledad y el dolor. Sabía que iba a sobrevivir, pero también que aquél había dejado de ser su país.

Al cabo de una semana enterraron a su hermano. Era una sepultura sencilla con una cruz de madera. El sacerdote dijo algo sobre la culpa y el perdón, mientras el alcalde clavaba la mirada en el suelo y apretaba los puños. Irina entregó la llave de la finca a los vecinos de al lado, les regaló el poco ganado que quedaba y todo cuanto había en la casa. Luego cogió la maleta pequeña y el bolso, y se marchó a la capital en autobús. No se volvió. Atrás dejaba su álbum de bocetos.

Preguntó por la calle y en los bares por «pasadores» que pudieran llevarla a Alemania. El intermediario fue hábil: le quitó todo el dinero que tenía. Sabía que ella buscaba seguridad y que estaba dispuesta a pagar por ello (había muchas como Irina, eran un buen negocio).

Irina y las otras partieron en un microbús hacia el Oeste. Al cabo de dos días se detuvieron en un calvero, bajaron del autobús y, a pie, se adentraron en la noche. El hombre que las guió y las ayudó a cruzar riachuelos y a atravesar una ciénaga era parco en palabras, y cuando ellas ya no podían con su alma, les dijo que se encontraban en Alemania. Otro autobús las llevó a Berlín. Se detuvo en algún lugar de las afueras, hacía frío y había niebla; Irina estaba cansada, pero por entonces se creía a salvo.

A lo largo de los meses siguientes conoció a otros hombres y mujeres de su país. Le hablaron de Berlín, de sus autoridades y sus leyes. Irina necesitaba dinero. Legalmente no podía trabajar; en realidad, ni siquiera podía estar en Alemania. Las mujeres le echaron una mano durante las primeras semanas. Se apostó en la Kurfürstenstrasse, aprendió los precios de la felación y del coito. Su cuerpo le resultaba ajeno, se servía de él como quien usa una herramienta; quería seguir viviendo, aunque no supiera para qué. Había dejado de sentirse.

~ ~ ~

Él se sentaba todos los días en la acera. Cuando ella se subía a los coches de los hombres lo veía, y lo veía cuando volvía a casa por la mañana. Colocaba delante de sí un vaso de plástico en el que la gente echaba dinero de tarde en tarde. Irina se acostumbró a su presencia, estaba permanentemente allí. Él le sonreía (y, al cabo de unas semanas, ella le devolvió la sonrisa).

Cuando llegó el invierno, Irina le llevó una manta que había comprado en una tienda de ropa de segunda mano. Él se mostró contento.

—Me llamo Kalle —dijo, e hizo que su perro se sentara sobre la manta. Lo envolvió en ella y lo acarició detrás de las orejas, mientras él volvía a acuclillarse sobre un par de periódicos.

Kalle llevaba unos pantalones finos y pasaba frío, pero aun así abrigaba al perro. A Irina le tiritaban las piernas y prosiguió rápidamente su camino. Se sentó en un banco a la vuelta de la esquina, se cogió las rodillas y agachó la cabeza. Tenía diecinueve años y hacía uno que nadie la abrazaba. Por primera vez desde aquella tarde en su país, lloró.

Cuando atropellaron al perro, ella estaba al otro lado de la calle. Vio a Kalle correr a cámara lenta por el asfalto e hincarse de rodillas delante del coche. Kalle recogió al perro. El conductor le gritó algo desde atrás, pero él siguió caminando por el centro de la calzada con el perro en brazos. No se volvió. Irina corrió tras él, comprendía su dolor, y de pronto se dio cuenta de que tenían el mismo sino. Juntos, enterraron al perro en un parque municipal; Irina lo cogió de la mano.

Así empezó todo. Llegó un día en que decidieron intentarlo juntos. Irina dejó la pensión mugrienta, encontraron un piso de una habitación, compraron una lavadora y un televisor, y poco a poco fueron adquiriendo el resto de las cosas. Era el primer piso de Kalle. Se había largado de casa a los dieciséis años, desde entonces había vivido en la calle. Irina le cortó el pelo, le compró pantalones, camisetas, jerséis y dos pares de zapatos. Él encontró un trabajillo de repartidor de correo comercial y por las noches ayudaba en un bar.

Por entonces los hombres acudían a su casa, Irina ya no tenía que hacer la calle. Por la mañana, cuando volvían a estar solos, sacaban del armario su ropa de cama, se acostaban y no se soltaban el uno al otro. Yacían fundidos en un abrazo, desnudos, inmóviles y en silencio, no oían más que la respiración del otro y se abstraían del mundo. Nunca hablaban del pasado.

~ ~ ~

Irina tenía miedo del gordo muerto, y miedo de que la detuvieran a la espera de la expulsión y la repatriaran. Iría a casa de su amiga, y allí haría tiempo hasta que llegara Kalle. Cogió el bolso y bajó corriendo las escaleras. El móvil lo olvidó en la cocina.

Como todas las mañanas, Kalle había salido con la bicicleta y un pequeño remolque en dirección a la zona industrial, pero aquel día el hombre que repartía el trabajo no tenía nada para él. Kalle tardó treinta minutos en volver a casa. Subió en el ascensor. Creyó oír el repiqueteo de los zapatos de Irina en la escalera. Cuando él abría la puerta de casa, ella salía del edificio en dirección a la parada del autobús.

Kalle estaba sentado en una de las dos sillas de madera y tenía la mirada clavada en el gordo muerto y en los calzoncillos, de un blanco nuclear. Por el suelo estaban los panecillos que había llevado a casa. Era verano, en la habitación hacía calor.

Kalle trató de concentrarse. Irina iría a la cárcel y luego debería volver a su país. Quizá el gordo le había pegado, ella nunca hacía nada sin motivo. Se acordó del día en que habían ido al campo en tren y se habían tumbado en un prado en pleno calor estival, e Irina lucía un aspecto infantil. Había sido feliz. Ahora creía que había llegado el momento de pagarlo. Y se puso a pensar en su perro. A veces se acercaba al lugar del parque en que lo había enterrado para ver si algo había cambiado.

A la media hora de haber empezado, Kalle se dio cuenta de que no había sido buena idea. Estaba desnudo, tan sólo se había dejado puestos los calzoncillos. El sudor se confundía con la sangre que había en la bañera. Había cubierto la cabeza del hombre con una bolsa de plástico, no quería verle la cara mientras lo hacía. Al principio se equivocó e intentó cortar los huesos, pero luego recordó cómo se parte un pollo y cogió el brazo del gordo y se lo retorció hasta sacárselo del hombro. La cosa mejoró, ahora sólo tenía que cortar músculos y filamentos. Llegó un momento en que el brazo descansaba sobre el suelo de azulejo amarillo, el reloj todavía en la muñeca. Kalle se volvió hacia la taza del váter y vomitó otra vez. Abrió el grifo del lavamanos, metió la cabeza debajo y se enjuagó la boca. El agua estaba fría, le dolían los dientes. Miró fijamente al espejo y no supo si estaba a este o al otro lado del mismo. Era necesario que el hombre que tenía enfrente se moviera para él hacer lo propio. El agua rebosó del lavamanos, le salpicó los pies, Kalle volvió en sí. De nuevo se arrodilló en el suelo y echó mano de la sierra.

Al cabo de tres horas había cercenado las extremidades. En una tienda de comestibles compró bolsas de basura negras. La cajera lo miró con cara de extrañeza. Kalle intentaba no pensar en cómo iba a arreglárselas con la cabeza, pero era incapaz. «Si dejo el cuello tal como está, no habrá manera de meter al tipo en el remolque —pensaba—. Es que no puedo.» Salió de la tienda; en la acera charlaban dos amas de casa, pasó el ferrocarril metropolitano, un joven chutó una manzana y la mandó al otro lado de la calzada. Kalle estaba furioso.

—No soy ningún asesino —dijo en voz alta justo cuando pasaba junto a un cochecito de niño.

La madre se volvió.

Hizo de tripas corazón. Una de las cubiertas del mango del serrucho se había desprendido, Kalle se hizo cortes en los dedos. Lloró como un niño, se le formaron burbujas en las ventanas de la nariz, serraba con los ojos cerrados. Lloraba y serraba, serraba y lloraba. Con el brazo, sujetaba la cabeza del gordo por debajo del cuello, la bolsa de plástico resbalaba y se le escurría una vez sí y otra también. Cuando al fin hubo separado la cabeza del tronco, se asombró de lo mucho que pesaba. Como un saco de carbón para la barbacoa, pensó, y se sorprendió de que le viniera a la mente el carbón de barbacoa. Kalle nunca había hecho una barbacoa.

Arrastró la bolsa más grande hasta el ascensor y bloqueó con ella la puerta automática. Luego fue por el resto. Las bolsas de basura aguantaban, para el tronco había utilizado dos. Entró el remolque de la bicicleta en el vestíbulo del edificio, nadie lo observaba. Eran cuatro bolsas de basura negras. Sólo se vio obligado a meter en una mochila los brazos; el remolque estaba lleno y se habrían caído.

Kalle se había puesto una camisa limpia. Tenía veinte minutos hasta el parque municipal. Pensó en la cabeza, en el cabello fino y en los brazos. Sintió los dedos del gordo en la espalda. Estaban mojados. Se apeó de la bicicleta de un salto y se quitó la mochila de mala manera. Luego se dejó caer sobre el césped. Esperaba que la gente gritara y se abalanzara sobre él, pero nada de eso ocurrió. De hecho, no ocurrió nada.

Kalle se quedó tumbado mirando al cielo y esperando.

Enterró al gordo en el parque municipal. Se le rompió el mango de la pala, se arrodilló y cogió la hoja de la pala con las manos. Lo metió todo a presión en el agujero, a sólo unos metros de distancia del perro muerto. No era suficientemente hondo, tuvo que hollar las bolsas de basura. La camisa que acababa de ponerse se había ensuciado, tenía los dedos negros y manchados de sangre, sentía una comezón en la piel. Tiró los restos de la pala en un cubo de la basura. Luego pasó casi una hora sentado en un banco del parque, observando a unos estudiantes que jugaban al
frisbee
.

~ ~ ~

Cuando Irina regresó de casa de su amiga, se encontró con que la cama estaba vacía. En el respaldo de la silla seguían la chaqueta y los pantalones doblados del gordo. Echó un vistazo al baño y se llevó la mano a la boca para no gritar. Enseguida lo comprendió: Kalle había intentado salvarla. La policía lo encontraría. Creerían que él había matado al gordo. Los alemanes esclarecían cualquier asesinato, constantemente daban prueba de ello en la televisión, pensó. Kalle terminaría en la cárcel. En la chaqueta del gordo no dejaba de sonar un móvil. Tenía que actuar.

Fue a la cocina y llamó a la policía. Los agentes apenas entendieron lo que les dijo. Cuando llegaron, inspeccionaron el baño y la detuvieron. Preguntaron por el cadáver, e Irina no supo qué responder. No cesaba de repetir que el gordo había muerto «en natural manera», que había sido un «corazón de ataque». Evidentemente, los policías no la creyeron. Cuando la conducían esposada fuera del edificio, pasó Kalle con la bicicleta. Ella lo miró y negó con la cabeza. Kalle no la entendió, bajó de la bicicleta de un salto y corrió a su encuentro. Tropezó. Los policías lo detuvieron también a él. Más tarde afirmaría que así estaba bien, que de todos modos no habría sabido qué hacer sin Irina.

BOOK: Crí­menes
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