Crónicas de la América profunda

BOOK: Crónicas de la América profunda
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Joe Bageant es uno de los «nuevos periodistas» más leídos de Estados Unidos. Su retrato de los blancos pobres norteamericanos es una obra maestra de ternura y brutalidad, de cariño y espanto. Porque, desmintiendo tópicos y sugiriendo incómodos paralelismos para todo lector occidental,
Crónicas de la América profunda
nos abre los ojos al desalentador espectáculo de una gente embrutecida, endeudada, fundamentalista cristiana y amante de la caza, a la que no le alcanza ni para pagar las medicinas. Personas que, sin embargo, en defensa del «estilo de vida americano», votan a los republicanos «porque tienen más pelotas», y de este modo acaban decidiendo el destino de un mundo que ni conocen ni comprenden.

Joe Bageant

Crónicas de la América profunda

Escenas de la lucha de clases en el corazón del Imperio

ePUB v1.0

chungalitos
08.07.12

Título original:
Deerhunting with Jesus: Dispatches from America's Class War

Joe Bageant, 2007

Retoque portada: Preferido

Corrección de erratas: noelez

Editor original: chungalitos (v1.0)

ePub base v2.0

NOTA DEL AUTOR

Si bien las cosas que cuenta este libro son reales —desde las palizas propinadas a chimpancés en las ferias ambulantes hasta las peleas de lucha libre en los parkings de caravanas poblados por fundamentalistas—, los nombres y señas particulares de muchas de las personas mencionadas han sido cambiados a fin de proteger su intimidad.

INTRODUCCIÓN

Cuando despertaron la mañana del 2 de noviembre de 2004, millones de votantes del Partido Demócrata norteamericano contemplaron un nuevo orden. El humo de las hogueras neoconservadoras se elevaba sobre todas las ciudades del Sur y del Este. Las peludas hordas del fundamentalismo cristiano, las legiones de obreros y campesinos blancos y de otras culturas visigodas se agitaban detrás de sus remotas trincheras. En las ciudades universitarias situadas en la otra punta del país, en San Francisco, Seattle y Boulder, en la más demócrata de todas las fortalezas demócratas americanas, la ciudad de Nueva York, y en cada rincón encapsulado y remoto de la América liberal donde se puede comprar un ejemplar de
The Nation
en el kiosco de la esquina, los demócratas se hundían en una profunda depresión a prueba de Prozac. ¿Qué había ocurrido en el corazón del país —se preguntaban—, en esas zonas del interior cuya iconografía apenas conocían a través de la televisión y las revistas, en esos mundos remotos salpicados de bonitas torres de iglesia, anticuados salones de baile, las carreras NASCAR y festivales tradicionales? ¿Y por qué la clase trabajadora había votado tan evidentemente en contra de sus propios intereses?

Dos años más tarde, el Partido Demócrata había recuperado cierta mayoría, al menos momentáneamente, y durante un período los liberales tuvieron tiempo de estudiar lo que ellos ven como una multitud sumamente inculta que los derrotaron en 2004. En estos años han mirado con atención las mesas redondas en la televisión pública y discutido acerca de en qué falló la estrategia política. Pero lo que los liberales urbanitas y de izquierdas no han hecho es darse un paseo por la tierra de los godos, exponerse a entrar en contacto con la sucia clase trabajadora americana, esa Norteamérica provinciana de gente que va a la iglesia, que practica la caza y la pesca, y que bebe Bud Light. Esa gente que ni siquiera es capaz —y tampoco les preocupa demasiado— de situar Iraq o Francia en el mapa, suponiendo que tengan uno. Son pocos los liberales cultos a los que encontraremos tomando una cerveza de lata en el bar de una calle sin asfaltar, o escuchando al pastor que explica la infalibilidad de la Biblia en relación con todos los asuntos conocidos, desde la biología hasta el reglamento del béisbol, o asistiendo a la ceremonia de entrega de premios en una escuela cristiana, o cogiendo una cogorza mientras Teddy y los Starlight Ramblers tocan música country en el Eagles Club.

Pues bien… ¡Jajay! ¡Bienvenidos a mi mundo!

Aquí, en mi ciudad natal, Winchester, en Virginia Occidental, resulta imposible darle esquinazo a esa América profunda que llevó a George W. Bush a la victoria en 2004 (y que elegiría a un tipo igual de indeseable aunque se volvieran contra Bush como perros salvajes en los últimos días de su intento por convertirse en emperador, o si lo sacaran a rastras del Despacho Oval bajo custodia). Winchester es una de esas localidades sureñas donde la cuestión de si Stonewall Jackson tenía hongos en la ingle durante la batalla de Chancellorsville todavía se discute con el mismo encono que la teoría de la evolución, el control de las armas de fuego, el aborto o si Dale Earnhardt Jr. es la mitad de bueno al volante de lo que en vida fue su padre. Se trata de una región cristiana homogéneamente fundamentalista y neoconservadora, impregnada de la sombría idea ultraprotestante según la cual el hombre nace malvado y despreciable, y a partir de ahí no hace sino ir de mal en peor. Aunque sólo fuera por eso, Winchester constituye un lugar estupendo para observar este país, un lugar donde la América más vieja y la más reciente, y todas las fases de mutantes que hay entre ambas, conviven en un mosaico de colores abigarrados.

Winchester es ante todo una ciudad de trabajadores, y sigue siéndolo pese a los monstruosos cinturones suburbanos para yuppies que emergen por doquier subdivididos en parcelas de infinitas hectáreas, y a pesar de las operaciones de maquillaje llevadas a cabo en el centro histórico. Puede que uno trabaje fabricando bombillas en la planta de General Electric o cubos de poliestireno para fregonas en Rubbermaid, o que sea mozo de almacén, reponedor o cajero en el Wal-Mart o en Home Depot. Sea cual sea el trabajo, resulta más que probable que uno lo desempeñe en una cadena de montaje o en la caja de un supermercado —de pie sobre una esterilla de caucho y con el escáner en la mano—. Y que lo haga por un salario de obrero —cerca de 16.000 dólares al año si se es cajero, unos 26.000 si se es operario—. En cualquier caso, este lugar que describo y desde el cual redacto estas líneas podría ser cualquiera de los miles de comunidades semejantes que se encuentran a lo largo y ancho de Estados Unidos. Un mundo paralelo, del todo desconocido para los liberales universitarios de las grandes ciudades, precisamente el mundo que los pilló por sorpresa en noviembre de 2004, y un mundo que tarde o temprano deberán tratar de comprender si pretenden llegar a ser alguna vez de nuevo políticamente relevantes.

¿Qué me autoriza para ponerme a despotricar desde estas páginas? Nada, en realidad. Apenas el hecho de haber nacido aquí y ser hijo de la América proletaria venida a menos. Caí en la cuenta de ello en 1999, cuando después de treinta años de ausencia decidí regresar a mi ciudad natal y fui testigo de la degradación progresiva (y espeluznante) que habían sufrido los miembros de mi familia, mi vecindario y mi comunidad, y de cómo sus vidas de trabajadores habían sido devaluadas por aquellas fuerzas contra las cuales la gente de izquierdas siempre ha clamado, las mismas fuerzas que mi familia y toda la población apoyaron firmemente en las urnas.

Los barrios que se concentran en mi parte de la ciudad, la zona norte de Winchester, son la expresión más pura y dura de la clase obrera, los vecindarios en donde resulta más probable encontrar trabajadores con sueldos de 20.000 dólares al año y peones que apenas alcanzan los 14.000 anuales, reunidos en los tugurios de comida rápida. Aquí crecí yo. Mi padre trabajaba en una gasolinera y mi madre en una fábrica de tejidos que demolieron más tarde y cuyos ruidosos telares fueron la constante música de fondo de nuestras vidas. Aquí me fumé mi primer cigarrillo y aquí me casé con una chica blanca y pobre que vivía cerca de mi casa. Aquí están enterrados mis antepasados y merodean todos mis fantasmas: los fantasmas de doscientos cincuenta años de ancestros, los de mis viejos amores, los de mi juventud. Conozco los apellidos de todos, quién es hijo de quién, y quién se lo montaba con quién cuando íbamos al instituto. Así que al regresar, después de haber vivido treinta años en el Oeste, fue como si mi corazón volviera a su sitio. Una sensación que duró cerca de tres meses.

No tuve que hacer demasiadas visitas a la taberna del viejo barrio ni a la desvencijada iglesia a la que acudía cuando era niño para descubrir que en este vecindario, situado en el país más rico del planeta, la gente lo estaba pasando mal. Y la cosa ha ido a peor. En la zona norte, dos de cada cinco residentes no han acabado el bachillerato. Casi todos los que sobrepasan los cincuenta años sufren graves problemas de salud, los índices de solvencia apenas superan los quinientos dólares, y la bebida, Jesucristo y los excesos alimentarios son las tres vías de escape preferidas. En la actualidad el barrio parece un cuadro de Edward Hooper que con el tiempo haya sido sombríamente invadido por gánsteres, ancianos con whisky de garrafón, madres solteras que curran todo el día y niños montados en maltrechos triciclos de plástico barato. El ayuntamiento intenta ocultar la pobreza con ordenanzas que obligan a los caseros a pintar las fachadas de las casas donde esas personas viven de alquiler. Pero no es mucho lo que una mano de pintura puede ocultar.

Comprimido entre la vieja estación de tren y el cementerio Confederado, el barrio de la zona norte era antiguamente la barrera que separaba la gente blanca de los negros de Winchester. Todo el mundo sabía qué calles en particular representaban esa frontera del color. Ahora esas mismas calles están volviéndose negras y latinas, y resulta fácil ver que esas nuevas familias luchan por obtener una mísera respetabilidad en sus casitas de alquiler, del mismo modo que antaño lo hacían los blancos pobres y trabajadores que las compraron en los cincuenta y a principios de los sesenta, cuando aún era posible comprar una casa con un salario humilde si trabajaban los dos miembros de la pareja. Los nuevos vecinos de esas calles ponen macetas envueltas en papel de aluminio en los porches y recortan con sumo esmero la hierba de las esquinas del trocito de tierra que hay delante de su casa, como si en la arcilla pisoteada por los niños del barrio pudiese algún día crecer suficiente césped como para invadir las aceras. En suma, hacen exactamente lo mismo que los trabajadores blancos hicieron antaño a fin de proclamar: «Puede que seamos pobres, pero no somos de color».

Hay que reconocer que mi gente es más cutre que la mayoría; al fin y al cabo, estamos hablando del Sur, aunque Winchester sea la localidad más norteña de todo el Sur. Pero sus necesidades —una atención sanitaria a su alcance, un salario que permita subsistir, un trabajo estable, alquileres razonables y algo de dinero para la jubilación— no son muy distintas a las del resto de la clase obrera americana. No existe una línea divisoria tajante entre los trabajadores pobres que viven de alquiler en mi barrio y los propietarios de las viviendas modulares de chapa de madera que se pueden ver en las desarboladas zonas suburbanas de esta ciudad y de cualquier otra de este país. La clase trabajadora de esta región, lo que algunos se empeñan ahora en llamar «el corazón de país» (y que abarca cuanto se encuentra entre una gran ciudad y la siguiente), se debate entre la inseguridad total y la inseguridad casi total que resulta de tener un trabajo decente pero en peligro de extinción. Una existencia que abarca territorios sin fin y que va de la apatía de los más pobres a la ira más encendida de quienes tienen algo que perder. Lo cual no es gran cosa, considerando que los ingresos por hogar rondan los 30.000 o 35.000 dólares al año sumando los ingresos de dos personas. Muchos de ellos son obreros pobres, pero se engañan a sí mismos con la idea de que pertenecen a la clase media. En parte por orgullo y en parte por ese viejo cuento chino nacional que desde hace tiempo difunde la idea de que los norteamericanos son en general de clase media.

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