Crónicas de la América profunda (25 page)

BOOK: Crónicas de la América profunda
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Él está a punto de retirarse de la iglesia, mientras que yo todavía no puedo creer que mi hermano pequeño sea predicador, aunque lo cierto es que no debería sorprenderme en absoluto. En nuestro árbol genealógico abundan los «predicadores de frontera», sobre todo de las corrientes baptista y pentecostal. Las fotos de todos ellos estaban colgadas a lo largo de la escalera, hombres como el tatarabuelo Baldwin, un anciano flaco con gafas y pinta de cabreado, vestido con traje blanco y posando con las piernas cruzadas en una silla de respaldo recto bajo los árboles y en medio un césped típicamente sureño. Y, por si fuera poco, mis padres se conocieron en un encuentro evangelista del reverendo Billy Graham durante la segunda guerra mundial, y se casaron poco después. El hecho de que yo naciera antes de que se cumplieran nueve meses del día de la boda es una prueba del carisma del reverendo Graham.

En ocasiones miro la foto enmarcada del tatarabuelo Baldwin, predicador pentecostal del Movimiento de la Santidad. Mi madre y sus hermanos se escondían debajo de la cama cada vez que veían aparecer entre los pinos del camino de tierra su figura cadavérica enfundada en el traje blanco. Era carpintero —y el oficio se le daba muy bien siempre y cuando encontrara un jefe que le aguantara—. A veces mataba serpientes venenosas con su bastón mientras andaba por los caminos con la biblia bajo el brazo, y al mismo tiempo murmuraba que no eran más que «víboras en el camino de los hombres justos». Cuenta la leyenda que una vez le dio con el bastón a una mujer que se negaba a dejar de bombear agua de un pozo un domingo, y que aquel mismo día en su sermón abogó por la idea de que los cristianos se unieran y les hicieran la guerra a los no creyentes. Nunca invitó a los pecadores a subir al altar para ser salvados (y tampoco es que los pecadores tuvieran cojones para asistir a sus oficios). Hay que emplumar a los modernos, decía el viejo, y colgar a los contrabandistas. Miembros de mi familia fallecidos hace tiempo me contaban que al tatarabuelo le parecía que el presidente Warren G. Harding era un discípulo del diablo, puesto que defendía el sufragio femenino y además tenía «sangre de negro». Algunos de mis parientes le daban la razón.

Ahora miro su fotografía y pienso: lo conseguiste, viejo. Tuvieron que pasar cuatro generaciones, pero al final vaya si lo conseguiste. Conseguiste que se desatara aquella guerra que siempre soñaste contra la razón y la superioridad del laicismo. Y hasta conseguiste que procesaran a Scopes, del que se dice que fue uno de tantos granos en tu culo hasta el día de tu muerte. Pues ya está, viejo, alégrate, porque tus hordas se han reunido en torno al más antiguo núcleo de ignorancia y superstición que haya podido existir: el fundamentalismo cristiano norteamericano, y son tantos que han asfixiado a la esfera política del país entero, y ahora son reconocidos como la fuerza política mayoritaria. Ahí tienes a los episcopalianos, a los judíos, a los ricachones metodistas y católicos de las zonas suburbanas, todos rascándose la cabeza, sudando y jurando a voces que ese hatajo de fanáticos de clase baja no puede representar a la mayoría, al menos no a esa mayoría que ellos estudiaban en las fantasiosas clases de sociología, ni tampoco la mayoría a la que se referían en tono tranquilizador los comentaristas de la tele, tipos como ellos, al fin y al cabo. Así que, en fin…, que tengas dulces sueños, tatarabuelo Baldwin. Brindaré por ti desde el infierno.

No se necesita una licenciatura en Sociología para ver que el principal indicador —y el más obvio— de clase en América es la fe religiosa y que el fervor religioso está concentrado en la clase baja y la clase trabajadora de raza blanca. Sólo hay que mirar al hermano Charlie expulsando al demonio que se ha metido en el motor de un Chevrolet Camaro: eso lo dice todo. Los trabajadores de raza blanca siempre han sido protestantes evangelistas, y ya en 1820 podemos encontrar, tanto en los retratos de las viñetas como en las crónicas de los periódicos, alusiones al fervor religioso de la desaforada clase baja, menciones de esas llamadas al altar desbordantes de espiritualidad y referencias a los predicadores delirantes y manipuladores. En aquel entonces el fenómeno era considerado una locura propia de catetos, y a día de hoy producen la misma impresión. Los lugares donde este fundamentalismo florece, los sitios donde viven millones de trabajadores, todavía son vistos como rincones de clase baja. Sitios que son francamente desagradables. Paul Fussell lo explica muy bien en su libro
Class: A Guide Through the American Status System
(«Clase: una guía del sistema de estatus americano»):

Otra manera de juzgar si un lugar es poco atractivo es midiendo hasta qué punto se identifica con el fundamentalismo religioso. Akron (Ohio) […] es una ciudad fatalmente conocida por ser el hogar del telepredicador Rex Humbard, del mismo modo que Greenville (Carolina del Sur) es conocida como la sede de la Universidad de Bob Jones, y a Wheaton (Illinois) se la asocia con el Wheaton College y por tanto se la recuerda como la tierra en la que se forjó Billy Graham. Asimismo, Garden Grove (California) es el centro de operaciones del reverendo Robert Schuller, famoso por su sonrisa automática y su alegre catedral de cristal. ¿Podría una persona de clase alta vivir en Lynchburg, Virginia? Difícil, sobre todo desde que se convirtió en la ciudad de origen de los programas radiofónicos del doctor Jerry Falwell, el lugar en el que se encuentra su iglesia y la dirección postal de las donaciones voluntarias. De hecho, parece que ninguna persona de clase alta podría vivir en ningún lugar estrechamente ligado con las profecías religiosas o los milagros.

Desde este punto de vista parece que definitivamente no hay esperanzas para Winchester, Virginia. Ninguna persona culta con más de dos dedos de frente podría llevar ahí una vida agradable, al menos no en el plano intelectual. Con sólo andar cuatro manzanas hasta el bar tengo que pasar obligatoriamente por dos asociaciones pentecostales: la Iglesia de la Segunda Oportunidad y el «Instituto para la Ciencia de la Creación», con varios televisores en sintonía con Dios expuestos en un escaparate y con sus locutores bramando el mensaje creacionista para recreo de los peatones:

Si los primates dieron a luz criaturas que dieron a luz a los seres humanos, entonces yo me pregunto: ¿por qué no lo siguen haciendo? ¿Por qué no seguimos viendo a los primates dando a luz hombres mono? ¿Veis a alguno por ahí? ¡Claro que no! Ahí tenéis la refutación de la teoría de la evolución, justo delante de vuestros ojos.

¿Cómo demonios puede alguien entender la evolución como un antagonismo entre el sexo de los simios y la lógica, y más aún imponer esa interpretación a otra gente? Sin duda millones de personas así lo aprendieron en las escuelas cristianas cuando eran pequeños Josués. Pero son muchísimos más los que nunca pusieron un pie en una escuela cristiana y han aceptado esa versión porque les sonaba como un buen argumento científico. Además de que resulta fácil de entender y sustenta el rencor que ellos sienten por esos lumbreras de la ciencia, que por cierto son unos malditos sabihondos.

Se trata de una forma de ignorancia exclusivamente americana. Con la mitad de su población situada entre la alfabetización mínima y el analfabetismo funcional, la verdad está condenada a caer bajo la guadaña del rumor y el deseo lascivo de espectáculo. Esta parte de la población norteamericana tiene ojos, o mejor dicho una cámara para filmar todo lo que les rodea, pero les falta el software de la inteligencia para editar todo lo que ven y encontrarle un sentido. Por eso hay millones de fundamentalistas produciendo sus propias películas mentales acerca de la realidad americana, y en ellas el secretario general de las Naciones Unidas es el mismísimo Anticristo mientras que la familia Clinton forma parte del crimen organizado, trafica con cocaína y está vinculada con la familia Gambino. En estas películas los médicos que practican abortos meten luego los fetos en el microondas y se los zampan, según el testimonio de los antiabortistas frente al subcomité del Congreso de Kansas, mientras que a una multitud de buenas personas se les humedecen los ojos cuando el coche que pilota el reverendo Pat Evans en la «Carrera por los pastores de Jesucristo» ruge entrando a la pista. ¿Un coche evangélico en la NASCAR? Pues sí. La cadena ABC lo llamó «el deporte descaradamente evangelista». Puedo imaginar a mis queridos lectores corriendo agarrándose la cabeza y gritando sólo de pensarlo. Pero es cierto. Las pistas de Bristol y Talladega tiemblan de emoción cuando pasa un coche a toda pastilla y ven que se trata de Jesúúúúúúúússsssssssss.

Ya puedes saborear el triunfo de la ignorancia, viejo Baldwin, esa chusma de hombres justos que una vez más claman por el linchamiento del fantasma de Darwin. Y que sepas que se lo están pasando bomba en Talladega. Es lo que hay: nadie puede impedir que los ignorantes disfruten de una diversión y un espectáculo para ignorantes, porque es prácticamente la única clase de diversión y espectáculo que tenemos en este país. De todos modos, viejo, estarías orgulloso de esa multitud de Josués nacidos de tus entrañas, orgulloso de esa grotesca promesa del Éxtasis Eterno, la marca imborrable que estampaste en todos tus descendientes, yo mismo incluido.

Un día de septiembre, cuando estaba en tercero de primaria, me bajé del autobús escolar y anduve por el camino de tierra hasta mi casa, y al llegar me encontré con que no había nadie. La puerta principal, blanca y sucia, de la vieja casa de madera estaba abierta. Mis pasos en el porche descascarillado y sombrío crujían en medio de aquella tranquilidad otoñal. El pánico crecía en mi interior mientras recorría todas las habitaciones, hasta que salí afuera y empecé a correr alrededor de la casa llorando, preso de la soledad y el terror. Estaba convencido de que había llegado la hora del Éxtasis Eterno y de que a toda mi familia se la habían llevado al cielo, mientras que yo me había quedado solo en la Tierra para enfrentarme a la cólera de Dios. Al final resultó que estaban en casa de un vecino a escasos trescientos metros de allí, y por suerte regresaron al cabo de unos minutos. Pero aun así tardé horas en tranquilizarme. Recuerdo que soñé con aquel día durante años.

A partir de entonces he tenido ocasión de hablar con varias personas que crecieron en un entorno familiar fundamentalista y pasaron por la misma experiencia durante la infancia, esa sensación de llegar a casa y pensar que todos menos TÚ han ascendido a los cielos. El Éxtasis Eterno es muy real para la gente que ha sido inducida desde el día de su nacimiento a creer en esa promesa gloriosa y grotesca. Incluso los que escapan del fundamentalismo están de acuerdo en que es algo que se lleva de por vida como una marca indeleble. Puede que dejemos de creer en la posibilidad de elevarnos algún día llevados de la mano de Jesucristo, pero la lúgubre arquitectura fundamentalista de nuestras almas se mantiene en pie sobre los cimientos de cada día. La crudeza de lo apocalíptico permanece dentro de nosotros, oculta en algún lugar, una crudeza que tiñe nuestros sentimientos y pensamientos respecto a las cosas superiores. Sobre todo en lo relativo a la muerte (oh, bella y terrible muerte), una eternidad al desnudo es algo mucho más palpable para nosotros que para los que han nacido en el seno del humanismo laico.

En los últimos años he recibido correspondencia de cientos de personas como yo, los que consiguieron escapar y se convirtieron en abogados, profesores, terapeutas, mecánicos de coches, traficantes, agentes de Bolsa o camareras. Todos y cada uno de ellos han sentido en ocasiones aquel vacío de miedo, aquel relampagueo interior que arroja luz sobre la masacre de las almas perdidas, una visión en presencia de la cual nos sentimos insignificantes y lo único que podemos hacer es invocar la sangre de Jesús.

Invocar la sangre de Jesús. Es una expresión que nunca llegué a oír de pequeño. Aunque el lenguaje bíblico de aquella época metía mucho miedo, la terminología del fundamentalismo actual es aún más siniestra. Observadores próximos a la cristiandad americana conservadora saben que se ha vuelto más oscura y que en las últimas décadas hacen mayor hincapié en la sangre. Los sermones hablan de «invocar la sangre de Jesús», «la redención de la sangre» y «la doctrina de la sangre». Tal como escribió Diane Christian, catedrática de Literatura Inglesa en la Universidad del Estado de Nueva York en Búfalo, «se ha dado un gran salto desde la liberación del Éxodo, cuando los judíos salpicaban con sangre el dintel de la puerta, hasta la salvación propuesta por los cristianos, en la cual la sangre es bebida por una comunidad religiosa. La comunidad cristiana no sólo vive después de la muerte a través de la sangre de Cristo, sino que en vida también se alimenta de ella. ¿Qué puede significar eso de beber sangre?

Lo más probable es que no signifique poner la otra mejilla.

Me tocó cenar con la familia de Mike en la época en que las cadenas de televisión mostraban los cuerpos desmembrados de los civiles norteamericanos colgados de un puente en Faluya, al tiempo que el Cristo ensangrentado de Mel Gibson agonizaba en todas las salas de cine del país. La crispación emocional provocada por estas y otras ofertas mediáticas bañadas de sangre coincidió con la Semana Santa, si mal no recuerdo. Que yo sepa, mi familia y sus amigos fundamentalistas no dijeron una palabra al respecto, o por lo menos no comentaron el tema conmigo. Tampoco es que tuvieran necesidad de hablar sobre lo que estaba ocurriendo. Tanto la mujer de mi hermano como sus hijos y toda la gente que se mueve en su mundo estaban totalmente de acuerdo en lo que debía hacerse en Tierra Santa. Ellos sabían que su presidente se ocuparía del asunto. Y lo cierto es que no pasó mucho tiempo hasta que Faluya recibió una espantosa represalia por aquellas imágenes que salieron en la televisión, una represalia que contó con la incondicional aprobación de la familia Bageant y de la Iglesia Baptista de Shenandoah.

Sólo un liberal que haya crecido entre fundamentalistas podría entender lo extraña e infernal que puede llegar a resultar una situación como ésta. El hecho de que tu familia desprecie todo aquello en lo que tú crees y te vea como un instrumento humanista de Satanás, y que aun así sientan cariño por ti y estén ahí para apoyarte cuando no puedes moverte de la cama por un problema de columna o cuando un divorcio destroza tu vida es sin duda conmovedor. El hecho de que nunca se olviden, pese a todo, de invitarte a la cena del día de Acción de Gracias.

Obviamente, no se me ocurre mucho de que hablar en la mesa de la festividad de Acción de Gracias. En materia política y espiritual puede decirse que mi familia y yo somos enemigos extremos. Amor y odio coexisten. Hay charla, sí, pero no hay comunicación. A veces parece que conversemos a través de máscaras imaginarias y que cada cual sepa que está hablando con un alienígena. En el ambiente flota una especie de gemido mental alto y espeluznante. Es el sonido de dos mundos que no se comprenden y que en su veloz trayectoria hacia un destino incierto se cruzan provocando una tremenda fricción psicológica, evidente para ambas partes pero no reconocida como tal por ninguno de nosotros.

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