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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

Cronicas del castillo de Brass (2 page)

BOOK: Cronicas del castillo de Brass
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El castillo de Brass, al igual que en los días del propio conde Brass, tenía una apariencia impresionante y confortable al mismo tiempo. El castillo no había sido construido para que el gusto o el poder de sus habitantes impresionaran a nadie. Aunque se había demostrado su resistencia, tampoco había sido construido con ese fin, y no se tuvieron en cuenta consideraciones estéticas a la hora de reconstruirlo. Su objetivo era la comodidad, cosa rara en un castillo. Tal vez era el único castillo en el mundo erigido con tal idea! Incluso los jardines terraplenados, situados en el exterior del castillo, poseían un aspecto hogareño, pues en ellos crecían verduras y flores de todo tipo, suministrando los productos básicos no sólo al castillo, sino a buena parte de la ciudad.

Cuando volvían de sus excursiones a caballo, la familia tomaba una cena suculenta pero sencilla, que compartían con muchos de sus sirvientes; después, Yisselda acostaba a los niños y les contaba un cuento. A veces, el cuento era muy antiguo, anterior al Milenio Trágico, en otras lo inventaba ella misma, y en algunas ocasiones, ante la insistencia de Manfred y Yarmila, llamaba a Dorian Hawkmoon para que les contara algunas de sus aventuras en lejanos países, cuando servía al Bastón Rúnico. Les narraba su encuentro con el pequeño Oladhan, cuyo cuerpo y rostro estaban cubiertos de fino vello rojizo, y que se jactaba de ser descendiente de los Gigantes de la Montaña. Les hablaba de Amarehk, enclavada más allá del gran mar, en dirección norte, y de la ciudad mágica de Dnark, donde había visto por primera vez al Bastón Rúnico. Hawkmoon debía modificar tales narraciones, por supuesto, pues la verdad era más siniestra y terrible de lo que muchas mentes adultas podían concebir. Hablaba sobre todo de sus amigos muertos y sus nobles hazañas, y mantenía vivo el recuerdo del conde Brass, Bowgentle, D'Averc y Oladahn. La fama de dichas hazañas se había extendido ya por toda Europa.

Y cuando los cuentos concluían, Yisselda y Dorian Hawkmoon se sentaban en mullidas butacas, a cada lado del gran hogar sobre el que colgaban la armadura de latón y la espada del conde Brass, y charlaban o leían.

De vez en cuando recibían cartas de Londra, en las que la reina Flana les refería los progresos de su política. Londra, aquella enfermiza ciudad de altos techos, había sido derruida casi por completo, y se habían levantado hermosos edificios abiertos en ambas orillas del río Thayme, cuyas aguas ya no eran rojas como la sangre. Se había abolido el uso de máscaras y la inmensa mayoría de la población de Granbretán se había acostumbrado, pasado un cierto tiempo, a descubrir su rostro, aunque había sido necesario administrar suaves correctivos a algunos testarudos, empeñados en aferrarse a los viejos y demenciales usos del Imperio Oscuro. Las Ordenes de las Bestias también habían sido prohibidas, y se había alentado a la gente a abandonar la oscuridad de sus ciudades y volver a la casi desierta campiña de Granbretán, abundante en bosques de robles, olmos o pinos que se extendían kilómetros y kilómetros. Durante siglos, Granbretán había vivido del pillaje, y ahora tenía que alimentarse de sus propios recursos. Por tanto, los soldados que habían pertenecido a las órdenes de las bestias fueron enviados a trabajar en las granjas, limpiar los bosques, cuidar el ganado y plantar cosechas. Se eligieron consejos locales en representación de los intereses de los habitantes. La reina Flana convocó un parlamento, que ahora la aconsejaba y ayudaba a gobernar con justicia. Resultaba extraño que una nación tan propensa a la guerra, una nación de castas militares, se hubiera convertido con tanta rapidez en una nación de granjeros y guardabosques. Casi todos los habitantes de Granbretán habían aceptado su nueva vida con alivio, una vez convencidos de que se hallaban libres de la locura que había afectado a toda la nación y que, de hecho, aspiraba a extenderse por todo el mundo.

Y los días transcurrían con tranquilidad en el castillo de Brass.

Y así habría sido siempre (hasta que Manfred y Yarmilla hubieran crecido, Hawkmoon y Yisella envejecido y, por fin, fallecido un día en paz y tranquilidad, sabiendo que el terror del Imperio Oscuro jamás volverían a la Karmag), de no ser por algo extraño que empezó a suceder hacia finales del sexto verano transcurrido desde la batalla de Londra, cuando Dorian Hawkmoon descubrió, asombrado, que los habitantes de Aigues-Mortes le dirigían miradas peculiares cuando les saludaba en la calle; algunos simulaban no conocerle y otros fruncían el ceño, murmuraban y se alejaban cuando él se acercaba.

Era costumbre de Dorian Hawkmoon, como lo había sido del conde Brass, asistir a las grandes celebraciones que marcaban el final del verano. Entonces, Aigues-Mortes se decoraba con flores y estandartes. Los ciudadanos se ponían sus mejores ropas, se soltaban toros blancos por las calles y los guardianes de las torres de vigilancia cabalgaban engalanados con sus relucientes armaduras y sobrevestes de seda, las espadas al cinto. Y había corridas de toros en el anfiteatro, increíblemente antiguo, enclavado en las afueras de la ciudad. Allí fue donde el conde Brass salvó en cierta ocasión la vida del gran torero Mahtan Just, cuando un gigantesco toro le corneó. El conde Brass saltó a la arena y sujetó al toro con sus manos desnudas, hasta poner de rodillas al animal y recibir las aclamaciones de la multitud, porque el conde Brass ya era un hombre de cierta edad.

Ahora, los festejos ya no se circunscribían al ámbito local. Embajadores de toda Europa acudían a rendir homenaje al héroe y la heroína supervivientes de Londra, y la reina Flana había visitado el castillo de Brass en dos ocasiones anteriores. Este año, sin embargo, asuntos de estado habían retenido a la reina Flana en su país, y envió a un noble como representante. A Hakwmoon le complacía advertir que el sueño acariciado por el conde Brass, una Europa unificada, empezaba a convertirse en realidad. Las guerras con Granbretán habían contribuido a derribar las viejas fronteras, uniendo a los supervivientes en una causa común. Europa aún estaba compuesta por un millar de pequeñas provincias, todas independientes, pero colaboraban en muchos proyectos relacionados con el bien común.

Los embajadores llegaron de Scandia, Muscovy, Arabia, de los territorios griegos y búlgaros, de Ukrainia, Nurnberg y Catalania. Llegaron en carruajes, a caballo o en ornitópteros cuyo diseño copiaba a los de Granbretán. Trajeron regalos y discursos (algunos largos, otros breves) y hablaron de Dorian Hawkmoon como si fuera un semidiós.

En años anteriores, sus alabanzas habían encontrado una respuesta entusiasta en el pueblo de la Kamarg, pero este año, por algún motivo, sus discursos no obtuvieron tantos aplausos como antes. Pocos lo advirtieron, no obstante. Sólo Hawkmoon y Yisselda que, si bien sin resentimiento, se quedaron muy sorprendidos.

El discurso más fervoroso pronunciado en la antigua plaza de toros de Aigues-Mortes provino de Lonson, príncipe de Shkarlan, primo de la reina Flana y embajador de Granbretán. Lonson era joven y apoyava con vigor la política de la reina. Apenas contaba diesisiete años cuando la batalla de Londra arrebató a su nación su maligno poder, y por eso no abrigaba ningún rencor hacia Dorian Hawkmoon von Koln. De hecho, consideraba a Hawkmoon un salvador, que había traído paz y cordura a su reino. El discurso del príncipe Lonson rezumaba admiración hacia el nuevo Señor Protector de la Kamarg. Recordó grandes proezas bélicas, grandes esfuerzos de voluntad y autodisciplina, grandes ideas en las artes de la estrategia y la diplomacia, gracias a las cuales, dijo, las futuras generaciones no olvidarían a Dorian Hawkmoon. No sólo había salvado a la Europa continental, sino al Imperio Oscuro de sí mismo.

Dorian Hawkmoon, sentado en su palco tradicional con los invitados extranjeros, escuchó el discurso con cierto embarazo y esperó que no se prolongara en exceso. Vestía la armadura ceremonial, tan labrada como incómoda, y le dolía horriblemente la nuca. No sería educado sacarse el casco y rascarse mientras el príncipe Lonson hablaba. Contempló la multitud sentada en los bancos de granito del anfiteatro y en el ruedo de la propia plaza. Aunque la mayoría de los espectadores escuchaban con aprobación el discurso del príncipe Lonson, otros murmuraban entre sí, con el ceño fruncido. Un anciano, al que Hawkmoon reconoció como un exguardia que había combatido al lado del conde Brass en muchas de sus batallas, llegó a escupir en el ruedo cuando el príncipe Lonson comentó la inquebrantable lealtad de Hawkmoon a sus camaradas.

Yisselda también se dio cuenta y frunció el ceño. Miró a Hawkmoon para ver si lo había advertido. Sus ojos se encontraron. Dorian Hawkmoon se encogió de hombros y le dirigió una breve sonrisa. Ella sonrió, pero sin alterar su expresión preocupada.

El discurso concluyó por fin, sonaron aplausos y la gente empezó a abandonar el ruedo para que entrara el primer toro y un torero intentara apoderarse de las cintas de colores atadas a los cuernos de la bestia (pues no existía costumbre en la Kamarg de demostrar el valor martirizando animales; sólo se utilizaba la destreza contra la fiereza de los toros).

Sólo quedó un hombre en la arena. Hawkmoon recordó su nombre. Era Czernik, un mercenario búlgaro que se había unido con sus fuerzas al conde Brass y cabalgado con él en una docena de campañas. Czernik tenía la cara colorada, como si hubiera bebido, y se tambaleó un poco cuando apuntó con el dedo al palco de Hawkmoon y volvió a escupir.

—¡Lealtad! —graznó el anciano—. A mí no me engañáis. Yo sé quién fue el asesino del conde Brass, quién le vendió a sus enemigos. ¡Cobarde! ¡Comediante! ¡Falso héroe!

Hawkmoon se quedó estupefacto al escuchar la retahíla de Czernik. ¿A qué se refería el viejo?

Saltaron al ruedo varios senescales, agarraron a Czernik por los brazos y trataron de llevárselo, pero el viejo se resistió.

—¡Así es como vuestro amo intenta silenciar la verdad! —rugió Czernik—. ¡Pero no puede ser silenciada! ¡Ha sido acusado por el único en cuya palabra se puede confiar!

Sí sólo hubiera sido Czernik el que demostrara tal animosidad, Hawkmoon habría atribuido su estallido a la senilidad, pero no era el caso. Czernik había expresado lo que Hawkmoon había visto hoy en más de un rostro… y también en los días previos.

—¡Soltadle! —gritó Hawkmoon, poniéndose en pie e inclinándose sobre la balaustrada—. ¡Dejadle hablar!

Por un momento, los senescales no supieron qué hacer. Después, de mala gana, soltaron al viejo. Czernik permaneció en pie, tembloroso, y plantó cara a Hawkmoon.

—Bien, di de qué me acusas, Czernik. Te escucharé —habló Hawkmoon.

La atención de todos los congregados estaba concentrada en Dorian y Czernik. Un gran silencio cayó sobre el anfiteatro.

Yisselda tiró del sobreveste de su marido.

—No le escuches, Dorian. Está borracho. Está loco.

—¡Habla! —le conminó Hawkmoon.

Czernik se rascó la cabeza, donde el pelo gris empezaba a ralear. Paseó la mirada por la multitud. Masculló algo.

—¡Habla más claro! —dijo Hawkmoon—. Ardo en deseos de escucharte, Czernik.

—¡Os he llamado asesino y eso es lo que sois!

—¿Quién te ha dicho que soy un asesino?

Czernik farfulló algo inaudible.

—¿Quién te lo ha dicho?

—¡Aquel al que vos asesinasteis! —gritó Czernik—. Aquel al que traicionasteis.

—¿Un muerto, al que yo traicioné?

—Aquel al que todos amamos. Aquel al que seguí por cien provincias. Aquel que salvó mi vida dos veces. Aquel al que, vivo o muerto, siempre rendiré lealtad.

Yisselda se estremeció detrás de Hawkmoon, incrédula.

—Sólo puede estar hablando de mi padre…

—¿Te refieres al conde Brass? —gritó Hawkmoon.

—¡Sí! —respondió Czernick, desafiante—. Al conde Brass, que llegó a la Kamarg hace tantos años y la libró de la tiranía. ¡Que combatió contra el Imperio Oscuro y salvó al mundo entero! Sus hazañas son bien conocidas. Lo que no se sabe es que en Londra fue traicionado por alguien que no sólo codiciaba a su hija, sino también a su castillo. ¡Y que mató por conseguirlos !

—Mientes —replicó Hawkmoon—. Si fueras más joven, Czernik, te desafiaría a defender con la espada tus repugnantes palabras. ¿Cómo puedes creer tales mentiras?

—¡Muchos las creen! —Czernik indicó a la multitud—. ¡Muchos han oído lo que yo he oído!

—¿Y dónde lo has oído? —preguntó Yisselda desde la balaustrada.

—En las tierras pantanosas que se extienden más allá de la ciudad. Por la noche. Alguna gente, como yo, al volver a casa desde otra ciudad… lo han oído.

—¿Y de qué labios mentirosos?

Hawkmoon temblaba de rabia. Había combatido al lado del conde Brass, cada uno dispuesto a morir por el otro…, y ahora se esparcía esta horrible mentira, una mentira insultante para la memoria del conde Brass. De ahí la cólera de Hawkmoon.

—¡De los labios del mismísimo conde Brass!

—¡Maldito borracho! El conde Brass está muerto. Tú mismo lo has dicho.

—Sí, pero su fantasma ha vuelto a la Kamarg. Cabalga a lomos de su gran caballo con cuernos, con su armadura de acero centelleante, el cabello y el bigote rojos como el latón, y los ojos como latón bruñido. Está en el pantano, traicionero Hawkmoon, al acecho. Y explica vuestra traición a aquellos que se topan con él, explica que le abandonasteis cuando sus enemigos le cercaron, que le dejasteis morir en Londra.

—¡Es mentira! —chilló Yisselda—. Yo estaba presente. Yo combatí en Londra. Nada podía salvar a mi padre.

—Y el conde Brass también me dijo —continuó Czernik, con voz más profunda pero audible— que os habíais conchabado con vuestro amante para traicionarle.

—¡Oh! —Yisselda se llevó las manos a los oídos—. ¡Esto es obsceno! ¡Obsceno!

—Cállate ya, Czernik —le conminó Hawkmoon—. ¡Contén tu lengua, pues has ido demasiado lejos!

—Os aguarda en los marjales. Se vengará de vos una noche, cuando traspaséis las murallas de Aigues-Mortes, si os atrevéis. Y su fantasma es aún más héroe, más hombre que vos, renegado. Sí, renegado. Primero servisteis a Koln, después servisteis al Imperio, luego os volvisteis contra el Imperio, a continuación ayudasteis al Imperio a conspirar contra el conde Brass, y por fin volvisteis a traicionar al Imperio. Vuestra historia confirma la verdad de mis aseveraciones. No estoy bebido ni loco. Otros han visto y oído lo que yo he visto y oído.

—Eso quiere decir que te han engañado —afirmó Yisselda.

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