Cronicas del castillo de Brass (5 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

BOOK: Cronicas del castillo de Brass
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Hawkmoon le persiguió, espoleando salvajemente a su caballo.

—¿Qué habéis querido decir?

El caballo se negó a mantener semejante trote. Piafó y trató de oponer resistencia, pero Hawkmoon espoleó al animal con más fuerza.

—¡Esperad!

Vio al jinete a unos cuantos metros delante de él, pero su perfil era cada vez menos definido. ¿Sería acaso un auténtico fantasma?

—¡Esperad!

El caballo de Hawkmoon resbaló en el barro. Relinchó de miedo, como si intentara advertir a Hawkmoon del peligro que ambos corrían. Hawkmoon espoleó al animal. Éste retrocedió. Sus patas traseras resbalaron en el cieno.

Hawkmoon intentó controlar al corcel, pero el animal cayó y le arrastró.

Salieron despedidos de la estrecha carretera del pantano, atravesaron los cañaverales del borde y cayeron en el barro, que les engulló ávidamente y trató de atenazarlos. Hawkmoon procuró regresar a la orilla, pero aún no había sacado los pies de los estribos y tenía una pierna atrapada bajo el cuerpo agitado del caballo.

Se estiró y aferró un puñado de cañas, intentando arrastrarse y ponerse a salvo. Avanzó unos centímetros hacia el sendero, pero las cañas cedieron y cayó hacia atrás.

Recobró la calma cuando comprendió que sus movimientos frenéticos le hundían cada vez más en el pantano.

Pensó que si tenía enemigos que deseaban verle muerto, iba a cumplir dicho deseo, gracias a su estupidez.

3. Una carta de la reina Flana

No veía a su caballo, pero podía oírlo.

El pobre animal piafó cuando el barro llenó su boca. Se debatía con movimientos mucho más débiles.

Hawkmoon había logrado sacar los pies de los estribos y ya no tenía la pierna atrapada, pero sólo sus brazos, cabeza y hombros sobresalían del cieno. Se iba deslizando poco a poco hacia su muerte.

Recordaba que se había apoyado sobre el lomo del caballo para saltar hacia el sendero, pero sus esfuerzos fueron inútiles. Sólo había conseguido hundir un poco más al animal. Ahora, la respiración del caballo era penosa y apagada. Hawkmoon sabía que no tardaría mucho en respirar como él.

Se sentía impotente por completo. Su estupidez le había metido en esta situación. Lejos de solucionar algo, se había creado más problemas. Y también sabía que, si moría, todo el mundo creería que le había matado el fantasma del conde Brass, lo cual confirmaría las acusaciones de Czernik y los demás. Significaría que Yisselda sería sospechosa de haberle ayudado a traicionar a su padre. En el mejor de los casos, podría abandonar el castillo de Brass, tal vez para ir a vivir con la reina Flana, o a Colinia. Significaría que su primogénito Manfred no heredaría el título de Señor Protector de la Karmag. Significaría que su hija Yarmila se avergonzaría de llevar su apellido.

—Soy un imbécil —dijo en voz alta—. Y un asesino. Porque he matado a un buen caballo, sin contarme a mí. Quizá Czernik estaba en lo cierto; quizá la Joya Negra me impulsó a cometer actos de traición que soy incapaz de recordar. Quizá merezco la muerte.

Entonces, creyó oír al conde Brass, que se burlaba de él con carcajadas fantasmales, aunque debía tratarse de un ganso de los pantanos, cuyo sueño había sido perturbado por un zorro.

El barro estaba aspirando su brazo izquierdo. Lo levantó con cuidado. Las cañas se encontraban demasiado lejos.

Oyó que su caballo exhalaba un último suspiro cuando su cabeza se hundió en el barro. Vio que su cuerpo se alzaba cuando intentó respirar. Luego, se quedó inmóvil. Su bulto desapareció de vista.

Oyó otras voces espectrales que se burlaban de él. ¿Era la voz de Yisselda? El grito de una gaviota. ¿Y las voces de sus soldados, más profundas? Los rugidos de los zorros y los osos de los pantanos.

En aquel momento, este engaño se le antojó el más cruel, porque era su propio cerebro quien le engañaba.

No pudo reprimir un pensamiento irónico. Haber combatido durante tantos años y con tal ardor contra el Imperio Oscuro. Haber sobrevivido a aventuras sin cuento en dos continentes… para morir de una forma ignominiosa, solo, en un pantano. Nadie sabría dónde o cómo había muerto. No tendría derecho a reposar en una tumba. Ninguna estatua le sería erigida frente a las murallas del castillo de Brass. Bien, pensó, al menos es una forma discreta de morir.

—¡Dorian!

Esta vez, dio la impresión de que el grito del ave imitaba su nombre.

Respondió a la llamada como un eco.

—¡Dorian!

—¡Dorian!

—Mi señor de Colonia —dijo la voz de un oso del pantano.

—Mi señor de Colonia —respondió Hawkmoon en el mismo tono.

Ya no podía liberar el brazo izquierdo. Notó que el barro sepultaba su mentón. La presión del barro sobre su pecho dificultaba su respiración. Estaba mareado. Confió en perder el sentido antes de que el barro se introdujera en su boca.

Si moría, tal vez descubriría que habitaba en algún submundo. Tal vez volvería a encontrarse con el conde Brass. Y con Oladahn de las Montañas Búlgaras. Y con Huillam d'Averc. Y con Bowgentle, el filósofo, el poeta.

—Ay —se dijo—, si estuviera seguro, recibiría a la muerte con más entereza, pero aún queda la cuestión de mi honor… y el de Yisselda. ¡ Yisselda!

—¡Dorian!

Una vez más, el grito del pájaro se le antojó extrañamente parecido a la voz de su esposa. Había oído que los moribundos abrigaban tales fantasías. Quizá facilitaba la muerte a algunos, pero no era su caso.

—¡Dorian! Creo haber oído tu voz. ¿Estás cerca? ¿Qué ha pasado?

Hawkmoon contestó al ave.

—Estoy en el pantano, mi amor, a punto de morir. Diles que Hawkmoon no era un traidor. Diles que no era un cobarde. ¡Diles que era un imbécil !

Las cañas cercanas a la orilla se agitaron. Hawkmoon miró en su dirección, pensando que se trataba de un zorro. Sería horroroso que le atacara mientras el barro le engullía. Se estremeció.

Pero fue un rostro humano lo que asomó entre las cañas. Un rostro que reconoció.

—¿Capitán?

—Mi señor —dijo el capitán Josef Vedla. Volvió la cabeza para hablar con otra persona—. Teníais razón, mi señora. Está aquí. Hundido casi por completo.

Ardió un tizón que Vedla extendió tanto como pudo, para averiguar la situación exacta de Hawkmoon.

—Deprisa, soldados… La cuerda.

—Me alegra verles, capitán Vedla. ¿Le acompaña mi señora Yisselda?

—Aquí estoy, Dorian. —Su voz era tensa—. Encontré al capitán Vedla y me llevó a la taberna donde se encontraba Czernik. Él nos dijo que te habías dirigido al marjal. Reuní los hombres que pude y vine a buscarte.

—Te lo agradezco —replicó Hawkmoon—, pero no estaría en este aprieto de no ser por mi estupidez… ¡Uj!

El barro había alcanzado su boca.

Arrojaron una cuerda hacia él. Consiguió agarrarla con la mano libre y pasar la muñeca por el lazo.

—Tirad dijo, y gruñó cuando el nudo se cerró en torno a la muñeca. Pensó que iba a descoyuntarse el brazo.

Su cuerpo surgió poco a poco del barro, poco propenso a dejar escapar su festín, hasta que pudo sentarse sobre la orilla, jadeante, mientras Yisselda le abrazaba entre sollozos, indiferente a que estuviera cubierto de apestoso limo de pies a cabeza.

—Creíamos que habías muerto.

—Yo también me di por muerto. En cambio, he matado a uno de mis mejores caballos. Merezco morir.

El capitán Vedla miraba con nerviosismo a su alrededor. Al contrario que los guardias, nacidos en la Karmag, jamás se había sentido atraído por los pantanos, ni siquiera a plena luz del día.

—He visto a ese tipo que se hace llamar conde Brass —dijo Hawkmoon al capitán Vedla.

—¿Le matasteis, mi señor?

Hawkmoon meneó la cabeza.

—Sospecho que se trata de un comediante que se parece mucho al conde Brass, pero estoy seguro de que no es el conde Brass, vivo o muerto. De entrada, es demasiado joven, y no tiene muy bien aprendido su papel. No sabe el nombre de su hija. No sabe nada de la Karmag. De todos modos, no creo que ese tipo abrigue malas intenciones. Puede que esté loco, pero lo más probable es que le hayan convencido mediante hipnotismo de que es el conde Brass. Algunos elementos del Imperio Oscuro, imagino, que quieren desacreditarme y vengarse al mismo tiempo.

Vedla pareció tranquilizarse.

—Al menos, podré contar algo a los chismosos —dijo—, pero este individuo debe de parecerse mucho al conde Brass, si logró engañar a Czernik.

—Sí, en todo: expresiones, gestos, etcétera. De todos modos, su comportamiento es un poco vago, como si existiera en un sueño. Eso me ha hecho pensar que no actúa con malicia, sino manipulado por alguien.

Hawkmoon se levantó.

—¿Dónde está ahora ese impostor? —preguntó Yisselda.

—Desapareció en el pantano. Le seguí, a demasiada velocidad, y tuve el accidente. —Hawkmoon lanzó una carcajada—. Estaba tan preocupado que, por un momento, pensé que había desaparecido… ¡como un fantasma!

Yisselda sonrió.

—Utiliza mi caballo —dijo—. Yo cabalgaré sobre tu regazo, como he hecho tantas veces.

Y el pequeño grupo, de mucho mejor humor, regresó al castillo de Brass.

A la mañana siguiente, la historia del encuentro entre Dorian Hawkmoon y el "comediante" se había esparcido por toda la ciudad, así como entre los embajadores alojados en el castillo. Se había convertido en un chiste. A todo el mundo le tranquilizó poder reír, mencionar el incidente sin peligro de ofender a Hawkmoon. Y las fiestas prosiguieron, animándose a medida que el viento aumentaba de fuerza. Hawkmoon, ahora que ya no temía por su honor, decidió hacer esperar al falso conde Brass uno o dos días, y se sumergió de pleno en la alegría general.

Pero una mañana, a la hora de desayunar, mientras Hawkmoon y sus invitados decidían los planes del día, el joven Lonson de Shkarlan bajó con una carta en la mano. La carta llevaba muchos sellos y su aspecto era impresionante.

—La he recibido hoy, mi señor —dijo Lonson—. Llegó en ornitóptero desde Londra. Es de la propia reina.

—Noticias de Londra. Espléndido.

Hawkmoon aceptó la carta y procedió a romper los sellos.

—Ahora, príncipe Lonson, sentaos y desayunad mientras leo.

El príncipe Lonson sonrió y, a sugerencia de Yisselda, se sentó junto a la señora del castillo. Se sirvió un filete del plato que tenía delante.

Hawkmoon empezó a leer la carta de la reina Flana. Contenía noticias generales sobre sus proyectos para convertir en terrenos de cultivo extensas zonas de su nación. Daba la impresión de que marchaban viento en popa. De hecho, en algunos casos contaban con excedentes que pensaban vender a Normandía y Hanoveria, cuyas cosechas también iban bien. Pero fue el final de la misiva a lo que Hawkmoon dedicó mayor atención.

«Y ahora llegamos al único punto desagradable de esta carta, mi querido Dorian. Por lo visto, mis esfuerzos por librar a mi país de los restos de su oscuro pasado no han sido coronados con un éxito total. El empleo de máscaras ha vuelto a resurgir. Tengo entendido que se han producido algunos intentos de resucitar algunas Ordenes de las Bestias, en particular la Orden del Lobo, cuyo Gran Maestre, como recordarás, era el barón Meliadus. En algunas ocasiones, mis agentes se han disfrazado de miembros del culto y conseguido introducirse en sus reuniones. Se ha jurado, cosa que tal vez te divierta (¡confío en que no te preocupe!) restaurar la gloria del Imperio Oscuro, expulsarme de mi trono y destruir a todos mis leales, así como vengarse de ti y de tu familia. Dicen que los supervivientes de la batalla de Londra han de ser exterminados. En tu segura Kamarg, dudo que unos cuantos disidentes de Granbretán representen algún peligro para ti, por lo cual te aconsejo que sigas durmiendo bien. Sé con toda seguridad que esos cultos secretos no son muy populares, y sólo arraigan en aquellas partes de Londra que aún no han sido reconstruidas. La gran mayoría del pueblo, tanto aristócratas como plebeyos, ha abrazado con alegría la vida rural y el gobierno parlamentario. Cuando Granbretán era sana, se gobernaba así. Confío en que hayamos recobrado la cordura y que pronto se erradiquen de nuestra sociedad esos escasos atisbos de locura. Otro rumor peculiar que mis agentes aún no han podido verificar es que algunos de los peores señores del Imperio Oscuro siguen con vida, y aguardan ocultos a recobrar su "legítimo lugar como gobernantes de Granbretán". No puedo creerlo; se me antoja la típica leyenda inventada por los desheredados. Debe haber un millar de héroes que duermen en cavernas diseminadas por toda Granbretán, a la espera de acudir en ayuda de alguien cuando llegue el momento (¡me pregunto por qué no llega nunca!). Para asegurarse, mis agentes intentan descubrir la fuente de dichos rumores, pero lamento decir que varios han muerto ya, cuando los seguidores de los cultos descubrieron su auténtica identidad. Tardaremos varios meses, pero creo que pronto nos desembarazaremos por completo de los que llevan máscaras, teniendo en cuenta que los lugares oscuros donde prefieren habitar se están derruyendo con extrema rapidez».

—¿Contiene noticias inquietantes la carta de Flana? —preguntó Yisselda a su marido, mientras éste doblaba el pergamino.

Hawkmoon meneó la cabeza.

—No, pero encajan con algo que he oído hace poco. Dice que en Londra se ha vuelto a poner de moda llevar máscaras.

—Será por poco tiempo. ¿La costumbre se ha extendido?

—Por lo visto, no.

El príncipe Lonson lanzó una carcajada.

—Os aseguro, mi señora, que se trata de un vicio muy minoritario. Casi toda la gente normal se sintió muy complacida de quitarse esas máscaras incómodas y las prendas gruesas. Eso también se aplica a la nobleza, excepto a los pocos miembros de las castas de guerreros que sobrevivieron… No muchos, por fortuna.

—Según Flana, circulan rumores de que los principales líderes siguen con vida —dijo Hawkmoon.

—Imposible. Vos mismo matasteis al barón Meliadus. ¡Le abristeis en canal, príncipe de Colonia, desde el cuello a la ingle!

El comentario del príncipe Lonson molestó a algunos invitados, y el embajador se apresuró a disculparse.

—El conde Brass —prosiguió— eliminó a Adaz Promp y a varios más. Vos también matasteis a Bhenegar Trott, en Dnark, ante el Bastón Rúnico. Y todos los demás (Mikosevaar, Nankenseen y el resto) están muertos. Taragorm murió en una explosión y Kalan se suicidó. ¿Quién queda?

Hawkmoon frunció el ceño.

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