—Tal vez exista alguna otra explicación para el hecho de que se haya encontrado una huella de Waddell en una silla de Jennifer Deighton —sugerí—. Por ejemplo, en la penitenciaría hay un taller de carpintería en el que hacen muebles.
—Eso es imposible —replicó Marino—. En primer lugar, no se trabaja la madera ni se hacen placas de matrícula en la galería de la muerte. Y aunque fuera así, la mayoría de los civiles no tiene en casa muebles hechos en la cárcel.
—De todos modos —intervino Vander—, sería interesante que pudiera averiguar dónde compró los muebles del comedor.
—No se preocupe —dijo Marino—. Eso tiene máxima prioridad.
—El FBI debe tener un expediente con los antecedentes completos de Waddell, incluyendo las huellas dactilares —prosiguió Vander—. Sacaré una copia de su tarjeta de huellas y buscaré la fotografía de la huella de pulgar que se encontró en el caso de Robyn Naismith. ¿Dónde más fue detenido Waddell?
—En ningún otro sitio —dijo Marino—. La única jurisdicción que debe tener su expediente es la de Richmond.
—¿Y esa huella encontrada en una silla del comedor es la única que han identificado? —le pregunté a Vander.
—Se encontraron unas cuantas que pertenecían a Jennifer Deighton, naturalmente —contestó—. Sobre todo en los libros que tenía junto a la cama y en esa hoja de papel doblada, el poema. Y un par de huellas parciales no identificadas en el coche, como era de esperar, quizá dejadas por quien le cargaba la compra en el maletero o le llenaba el depósito de gasolina. Eso es todo, por ahora.
—¿Y no ha habido suerte con Eddie Heath? —pregunté.
—No había mucho que examinar. Una bolsa de papel, una lata de sopa, una barra de caramelo. Pasé la Luma—Lite por la ropa y los zapatos. Nada.
Luego nos hizo salir por el almacén, donde una serie de neveras cerradas con llave contenía la sangre de tantos delincuentes condenados como para llenar una pequeña ciudad, muestras de ADN pendientes de introducción en el banco de datos de la Commonwealth. El automóvil de Jennifer Deighton estaba aparcado ante la puerta, y se me antojó más patético de lo que yo recordaba, como si hubiera sufrido una espectacular decadencia tras el asesinato de su propietaria. La plancha de los costados estaba abollada de tanto ser golpeada por las puertas de otros coches. La pintura estaba oxidada en algunos puntos y rayada y desconchada en otros, y la capota de vinilo empezaba a descascarillarse. Lucy se detuvo para echar una ojeada a través de la mugrienta ventanilla.
—Eh, no toque nada —le advirtió Marino.
Ella lo miró a los ojos sin decir palabra, y salimos todos afuera.
Lucy subió a mi coche y se fue directamente a casa sin esperarnos a Marino ni a mí. Cuando llegamos, ya estaba en el estudio con la puerta cerrada.
—Veo que sigue siendo Miss Simpatía —comentó Marino.
—Usted tampoco habría ganado ningún premio esta noche —Abrí la pantalla protectora de la chimenea y añadí varios troncos.
—¿Sabrá guardar en secreto lo que hemos estado hablando?
—Sí —le aseguré con voz cansada—. Por supuesto.
—Sí, bueno, ya sé que usted confía en ella, porque es su tía. Pero no sé si ha sido una buena idea que oyera todo eso, doctora.
—Confío en Lucy. Significa mucho para mí. Usted significa mucho para mí. Espero que lleguen a ser amigos. El bar está abierto, o si lo prefiere tendré mucho gusto en preparar una cafetera.
—El café está bien.
Se sentó en el borde de la chimenea y sacó su navajita del ejército suizo. Mientras yo preparaba el café, se recortó las uñas y echó los restos al fuego. Volví a marcar el número de Susan, pero no hubo respuesta.
—No creo que Susan le tomara las huellas —dijo Marino cuando deposité la bandeja del café sobre la mesita—. He estado pensando un poco mientras estaba usted en la cocina. Sé que no lo hizo mientras estaba yo en la morgue, y aquella noche estuve casi todo el rato. Ó sea que, si no las tomó justo cuando les trajeron el cuerpo, ya puede irse olvidando del asunto.
—No las tomó entonces —respondí, cada vez más nerviosa—. Los de Instituciones Penitenciarias salieron de allí en diez minutos. Toda la escena fue muy confusa. Era tarde y estábamos todos cansados. Susan se olvidó, y yo estaba demasiado atareada para darme cuenta.
—Eso es lo que usted espera, que fuese un olvido —Cogí la taza de café—. Por lo que me ha estado contando, creo que a esa chica le pasa algo. Yo no me fiaría de ella ni un pelo.
En aquellos momentos, yo tampoco.
—Tenemos que hablar con Benton —añadió.
—Usted mismo vio a Waddell en la mesa, Marino. Vio cómo lo ejecutaban. No puedo creer que no podamos asegurar que era él.
—No podemos asegurarlo. Podríamos compararlas fotos de la ficha policial con las fotos de la morgue y seguiríamos sin poder asegurarlo. Yo no había vuelto a verlo desde que lo trincaron, hace diez años. El tipo que llevaron a la silla debía de pesar unos cuarenta kilos más. Le habían afeitado el bigote, la barba y la cabeza. Se parecía lo suficiente para que no se me ocurriera dudar de su identidad. Pero no podría jurar que fuera él.
Recordé la llegada de Lucy al aeropuerto, la otra noche. Era mi sobrina. Sólo hacía un año que no la veía, y aun así me había costado reconocerla. Sabía muy bien lo poco digna de confianza que puede ser una identificación visual.
—Si alguien cambió un preso por otro —dije—, y si Waddell está libre y otra persona fue ejecutada en su nombre, dígame usted por qué.
Marino se echó más azúcar en el café.
—Un motivo, por el amor de Dios. ¿Qué motivo podría haber, Marino?
Alzó la mirada.
—No lo sé.
Justo entonces se abrió la puerta del estudio y nos giramos los dos al tiempo que salía Lucy. Vino a la sala y se sentó en el borde de la chimenea, en la esquina opuesta a Marino, que estaba de espaldas al fuego con los codos sobre las rodillas.
—¿Qué puedes decirme del AFIS? —me preguntó como si Marino no estuviera presente.
—¿Qué quieres saber? —repliqué.
—El lenguaje. Y si corre en un superordenador.
—No conozco los detalles técnicos. ¿Por qué?
—Podría averiguar si han modificado algunos ficheros.
Noté que la mirada de Marino se posaba sobre mí.
—No puedes entrar subrepticiamente en el ordenador de la policía estatal, Lucy.
—Seguramente podría, pero no estoy diciendo que sea necesario. Puede existir algún otro medio de acceder a él.
Marino se volvió hacia ella.
—Lo que quiere decir es que si han modificado la ficha de Waddell en el AFIS, usted se daría cuenta.
—Sí. Quiero decir que si hubieran modificado su ficha, yo me daría cuenta.
A Marino se le contrajeron los músculos de la mandíbula.
—Me parece a mí que si alguien fue lo bastante listo para conseguirlo, también sería lo bastante listo para asegurarse de que ningún chiflado de la informática pudiera notarlo.
—Yo no soy una chiflada de la informática. No soy una chiflada de ninguna clase.
Quedaron en silencio, sentados en los extremos de la chimenea como dos apoya libros desparejados.
—No puedes entrar en el AFIS —le dije a Lucy.
Me miró con expresión impasible.
—Tú sola, no —proseguí—. A no ser que haya una manera segura de acceder. Y aunque la haya, creo que preferiría que te mantuvieras al margen.
—No creo que lo digas en serio. Si han estado manipulando algo, sabes que lo descubriría, tía Kay.
—La chica es megalómana —Marino se levantó de la chimenea.
Lucy se volvió hacia él.
—¿Sería capaz de poner una bala en las doce del reloj que hay en aquella pared? ¿Si sacara la pistola ahora mismo y apuntara?
—No me interesa liarme a tiros en casa de su tía para demostrarle a usted nada.
—¿Sería capaz de acertar en las doce desde donde está ahora?
—No le quepa la menor duda.
—¿Está usted seguro?
—Sí. Estoy seguro.
—El teniente es megalómano —me dijo Lucy.
Marino se giró hacia el fuego, pero no antes de que yo pudiera ver esbozarse una sonrisa en sus labios.
—Neils Vander sólo tiene una estación de trabajo y una impresora —prosiguió Lucy—. Está conectada con el ordenador de la policía estatal por medio de un módem. ¿Ha sido siempre así?
—No —contesté—. Antes de trasladarse al nuevo edificio tenía muchos más aparatos.
—Descríbemelos.
—Bueno, había varios componentes distintos. Pero el ordenador en sí era muy parecido al que tiene Margaret en su despacho —Al recordar que Lucy no había estado nunca en el despacho de Margaret, añadí—: Un mini.
El resplandor de la chimenea proyectaba sombras movedizas sobre su rostro.
—Me jugaría algo a que el AFIS es un superordenador que no es un superordenador. Me jugaría algo a que es una serie de minis unidos entre sí, todos ellos conectados por UNIX o por alguna otra red multiusuaria y polivalente. Si me consigues acceso al sistema, seguramente podría hacerlo desde la terminal que tienes aquí en casa, tía Kay.
—No quiero dejar ningún rastro que conduzca hasta mí —protesté calurosamente.
—No habría ningún rastro. Me conectaría con tu ordenador de la oficina y luego pasaría por una serie de puertas. Crearía un lazo complicado de veras. Cuando estuviera todo listo, sería dificilísimo seguir el rastro.
Marino fue al cuarto de baño.
—Se porta como si estuviera en su casa —observó Lucy.
—En absoluto —repliqué.
Al cabo de unos minutos, acompañé a Marino a la puerta. La nieve helada del jardín parecía irradiar luz, y el aire era tan punzante como la primera bocanada de un cigarrillo mentolado.
—Me encantaría que viniera a comer con Lucy y conmigo el día de Navidad—le dije desde el umbral.
Vaciló unos instantes,; mirando el coche que había dejado aparcado en la calle.
—Es muy amable por su parte, doctora, pero no me es posible.
—Me gustaría que Lucy no le cayera tan mal —añadí, sintiéndome dolida.
—Estoy harto de que me trate como a un palurdo que nació en una choza.
—A veces se porta usted como un palurdo que nació en una choza. Y no ha hecho ningún esfuerzo por merecer su respeto.
—Es una mocosa consentida de Miami.
—Cuando tenía diez años era una mocosa de Miami —puntualicé—, pero nunca ha sido una niña consentida. Todo lo contrario, en realidad. Quiero que sean amigos. Es lo que quiero como regalo de Navidad.
—¿Quién ha dicho que iba a hacerle un regalo de Navidad?
—Pues claro que sí. Me dará lo que acabo de pedirle. Y sé exactamente cómo va a ser.
—¿Cómo? —preguntó con suspicacia.
—Lucy quiere aprender a tirar, y usted acaba de decirle que es capaz de acertar en las doce de un reloj. Podría darle un par de lecciones.
—Olvídelo —rezongó.
Los tres días siguientes fueron típicamente navideños. Nadie estaba en su oficina ni respondía a las llamadas telefónicas. Había sitio de sobra para aparcar, las horas dedicadas al almuerzo se prolongaban y las salidas por motivos de trabajo conllevaban paradas clandestinas en comercios, bancos y la oficina de correos. En la práctica, la Commonwealth había echado el cierre antes de que empezaran las vacaciones oficiales. Pero Neils Vander no era típico bajo ningún punto de vista. Cuando me llamó el día de Nochebuena por la mañana, se hallaba completamente ajeno a la fecha y el lugar.
—Estoy poniendo en marcha un programa para la intensificación de imágenes que me parece que podría interesarle —me explicó—. Para el caso de Jennifer Deighton.
—Salgo hacia ahí ahora mismo —respondí.
Al cruzar el pasillo estuve a punto de tropezar con Ben Stevens, que salía del lavabo de caballeros.
—Tengo una cita con Vander —le dije—. No creo que tarde mucho en volver.
—Precisamente ahora iba a verla.
Me detuve de mala gana para escuchar lo que tuviera que decirme, preguntándome si se daría cuenta de que tenía que hacer un esfuerzo para actuar con naturalidad delante de él. Lucy seguía controlando nuestro ordenador desde el terminal de mi casa para ver si alguien intentaba acceder de nuevo a mi directorio. De momento, nadie lo había hecho.
—Esta mañana he hablado con Susan —dijo Stevens.
—¿Cómo está?
—No volverá al trabajo, doctora Scarpetta.
No me sorprendió, pero me disgustó que no me lo dijera personalmente. Había intentado comunicarme con ella al menos media docena de veces, y no contestaba nadie o contestaba su marido y me daba cualquier excusa por la que Susan no podía ponerse al teléfono.
—¿Y eso es todo? —le pregunté—. ¿Sencillamente que no vuelve? ¿No te ha dicho por qué?
—Creo que el embarazo está resultándole más difícil de lo que ella se imaginaba. Supongo que no se ve con fuerzas para seguir trabajando.
—Tendrá que enviar una carta de renuncia —señalé, incapaz de disimular el enojo de mi voz—. Ya te ocuparás tú de resolver los trámites con Personal. Y habrá que empezar a buscar inmediatamente a alguien que la sustituya.
—En estos momentos no se contrata a nadie —me recordó mientras me alejaba.
En el exterior, la nieve apilada en las cunetas se había congelado y formaba montones de hielo sucio que impedían aparcar o llegar a pie a las aceras, y el sol brillaba tenuemente a través de nubes inquietantes. Pasó un tranvía que transportaba una pequeña banda de músicos, y subí unos escalones de granito cubiertos de sal a los acordes cada vez más lejanos de Joy to the World. Un agente de policía judicial me franqueó la entrada al edificio Seaboard, y en el primer piso encontré a Vander en una sala iluminada por monitores en color y luces ultravioleta. Sentado ante su, estación de trabajo, contemplaba fijamente la imagen de la pantalla mientras manipulaba un ratón.
—No está en blanco —me dijo sin ni siquiera un «Cómo está usted»—. Alguien escribió algo en la hoja de papel que había encima de ésta, o en una de las superiores. Si mira usted bien, verá que hay unas ligeras marcas.
Entonces empecé a comprender. En el centro de la mesa de luz que tenía a su izquierda había una hoja limpia de papel blanco, y me incliné para observarla más de cerca. Las marcas eran tan leves que no tuve la certeza de no estar imaginándomelas.
—¿Es la hoja de papel que se encontró bajo un cristal en la cama de Jennifer Deighton? —pregunté, empezando a interesarme.