Cruel y extraño (16 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco.

BOOK: Cruel y extraño
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—Un par de libros y un poema que me ha dado Marino.

—¿Desde cuándo pertenece al gremio de los literatos?

—Se puso en pie y se desperezó—. Voy a prepararme una infusión de hierbas. ¿Te apetece?

—Para mí un café, por favor.

—No te hace ningún bien —me advirtió mientras salía del cuarto.

—Oh, diablos —refunfuñé, irritada. Saqué los libros y el poema de la bolsa y las manos y la ropa se me llenaron de un polvo rojo fluorescente.

Neils Vander había realizado uno de sus habituales exámenes a fondo, y yo me había olvidado de la pasión que sentía por su nuevo juguete. Varios meses antes había adquirido una fuente de luz alterna y había relegado el láser a la chatarra. La Luma-Lite, con su «lámpara de arco de vapor metálico en azul realzado de alta intensidad, con trescientos cincuenta vatios de potencia y tecnología de vanguardia», como la describía amorosamente Vander cada vez que surgía la ocasión, teñía cabellos y fibras virtualmente invisibles de un naranja llameante. Los restos de semen y los residuos de drogas callejeras resaltaban como manchas solares, y, lo mejor de todo, la luz ponía de manifiesto huellas dactilares que hasta entonces no había manera de ver.

Vander se había empleado a fondo con las novelas de Jennifer Deighton. Las colocó en el depósito de vidrio y las expuso a los vapores de Súper Glue, un éster de cianoacrilato que reacciona a los componentes de la transpiración segregada por la piel humana. A continuación, Vander espolvoreó las cubiertas de los libros con aquel polvo rojo fluorescente que acababa de desparramarse sobre mí. Para terminar, sometió los libros al frío escrutinio azul de la Luma—Lite y dejó sus páginas moradas de ninhidrina. Esperé que tanto esfuerzo tuviera su recompensa. La mía fue ir al cuarto de baño y limpiarme con un paño mojado.

Hojear Paris Trout no me reveló nada. La novela contaba la historia del depravado asesinato de una muchacha negra, y si eso tenía alguna relación con la historia de Jennifer Deighton yo no podía imaginar cuál. Seth Speaks era un relato espeluznante de alguien que supuestamente en otra vida se comunicaba por medio del autor. No me extrañó demasiado que la señorita Deighton, con sus inclinaciones ultramundanas, pudiera leer tales cosas. Lo que más me interesó fue el poema.

Estaba mecanografiado en una hoja de papel blanco con manchas moradas de ninhidrina, envuelto en una bolsa de plástico:

JENNY

De Jenny los muchos besos

entibiaban el penique

que llevaba atado al cuello

con un cordón de algodón.

Fue en primavera

cuando él lo encontró .

en la carretera polvorienta

al lado del prado

y se lo regaló.

No sonaron

palabras de pasión.

El la amó

con una prenda.

Ahora el prado está agostado

y cubierto de zarzales.

El se fue.

La moneda adormecida

está fría

en lo más hondo

de un pozo de los deseos

allá en el bosque.

No estaba fechado, ni firmado. El papel mostraba señales de haber sido doblado en cuatro. Me levanté y pasé a la sala de estar, donde Lucy había dejado té y café sobre la mesa y estaba atizando el fuego.

—¿No tienes hambre? —me preguntó.

—A decir verdad, sí —contesté, mientras releía una vez más el poema y trataba de imaginar cuál podía ser su sentido. Aquella «Jenny», ¿sería Jennifer Deighton?—. ¿Qué te apetece comer?

—Lo creas o no, un bistec. Pero sólo si es bueno y no han engordado a las vacas con un montón de productos químicos —dijo Lucy—. ¿Podrías utilizar un coche del trabajo para que yo pueda usar el tuyo esta semana?

—Por lo general no suelo traerme a casa el coche oficial si no estoy de servicio.

—Anoche tuviste que salir y en teoría no estabas de servicio. Tú siempre estás de servicio, tía Kay.

—Muy bien —accedí—. A ver qué te parece esto. Vamos adonde sirvan los mejores bistecs de la ciudad. Luego pasamos por la oficina y recojo el coche, y tú vuelves con el mío. Todavía queda algo de hielo en la carretera, en según qué sitios; has de prometerme que conducirás con un cuidado especial.

—Nunca he visto tu oficina.

—Te la enseñaré, si quieres.

—Ah, no. De noche, no.

—Los muertos no pueden hacerte ningún daño.

—Sí que pueden —protestó Lucy—. Papá me hizo daño cuando se murió. Me dejó a cargo de mamá.

—Vamos a buscar los abrigos.

—¿Cómo es que cada vez que saco a colación algo relacionado con nuestra extravagante familia tú cambias de tema?

Me dirigí hacia el dormitorio en busca de mi abrigo.

—¿Quieres que te preste la chaqueta de cuero negro?

—¿Lo ves? ¡Ya has vuelto a hacerlo! —gritó ella.

Durante todo el trayecto hasta Ruth's Chris Steak House no paramos de discutir, y cuando por fin aparqué el coche me dolía la cabeza y estaba completamente disgustada conmigo misma. Lucy me había hecho perder los estribos, y la única persona aparte de ella que lo conseguía de manera habitual era mi madre.

—¿Por qué eres tan difícil? —le dije al oído mientras nos conducían a una mesa.

—Quiero hablar contigo y tú te niegas —respondió.

Al instante apareció un camarero para tomar nota de las bebidas.

—Dewar's con soda —le pedí yo.

—Agua mineral con gas y una rodajita de limón —encargó Lucy—. Si conduces, no tendrías que beber.

—Sólo tomaré uno. Pero tienes razón. Sería mejor no tomar ninguno. Y otra vez estás criticando. ¿Cómo pretendes tener amigos si le hablas así a la gente?

—No pretendo tener amigos —Desvió la mirada—. Son los demás los que pretenden que tenga amigos. Puede que no quiera tener amigos porque la mayoría de la gente me resulta aburrida.

La desesperanza me oprimió el corazón.

—Creo que necesitas amigos más que ninguna otra persona que yo conozca, Lucy.

—Estoy segura de que lo crees. Y probablemente también crees que debería casarme en un par de años o así.

—De ninguna manera. En realidad, espero sinceramente que no lo hagas.

—Esta tarde, mientras estaba jugueteando en tu ordenador, he visto un fichero llamado Carne. ¿Por qué tienes un fichero con ese nombre? —quiso saber mi sobrina.

—Porque estoy en mitad de un caso muy difícil.

—¿El de ese chico llamado Eddie Heath? Vi su expediente en el fichero del caso. Lo encontraron desnudo al lado de un contenedor de basura. Alguien le había arrancado trozos de piel.

—No deberías leer los expedientes de mis casos, Lucy —la regañé, y justo entonces sonó mi busca personas. Lo desprendí de la cintura de la falda y miré el número que indicaba—. Perdona un momento —Me puse en pie cuando llegaban las bebidas.

Busqué un teléfono público. Eran casi las ocho de la tarde.

—Tengo que hablar con usted —dijo Neils Vander, que aún estaba en su oficina—. Quizá le interese pasarse por aquí y traer las tarjetas con las diez huellas de Ronnie Waddell.

—¿Por qué?

—Tenemos un problema sin precedentes. Ahora mismo voy a llamar a Marino.

—Muy bien. Dígale que me espere en la morgue dentro de media hora.

Cuando volví a la mesa, Lucy comprendió por mi expresión que me disponía a estropear otra velada.

—Lo siento muchísimo —me disculpé.

—¿Adónde vamos?

—A mi oficina, y de ahí al edificio Seaboard —Saqué el billetero.

—¿Qué hay en el edificio Seaboard?

—Es donde se trasladaron no hace mucho los laboratorios de serología, ADN y huellas dactilares. Marino se reunirá con nosotras allí —le expliqué—. Hace mucho que no lo ves.

—Los gilipollas como él no cambian ni mejoran con el tiempo.

—Eso no ha estado bien, Lucy. Marino no es un gilipollas.

—Lo era la última vez que estuve por aquí.

—Tú tampoco estuviste muy amable con él, precisamente.

—Yo no lo traté de mocoso malcriado.

—Pero recuerdo que le aplicaste algunos otros nombres, y constantemente le corregías la gramática.

Media hora más tarde dejé a Lucy en la oficina de la morgue y me precipité hacia el piso de arriba. Abrí el archivador, saqué la carpeta con el expediente de Waddell y apenas acababa de meterme en el ascensor cuando sonó el timbre de la puerta del garaje. Marino vestía tejanos y una parka azul marino, y se cubría la incipiente calvicie con una gorra de béisbol de los Richmond Braves.

—Ya se conocen los dos, ¿verdad? —pregunté—. Lucy ha venido a visitarme y me está echando una mano con un problema del ordenador —le expliqué a Marino mientras salíamos al frío aire de la noche.

El edificio Seaboard quedaba enfrente del aparcamiento de la morgue, y hacía esquina con la fachada de la estación de la calle Main, donde se habían instalado provisionalmente las oficinas administrativas del Departamento de Sanidad mientras eliminaban todo el amianto de su antigua sede. El reloj de la torre de la estación flotaba en lo alto como una luna llena, y en la cúspide de los edificios más elevados parpadeaban lentas luces rojas como advertencia a los aviones en vuelo bajo. En algún lugar de la oscuridad, un tren se arrastraba pesadamente por las vías, haciendo que la tierra temblara y crujiera como un buque en alta mar.

Marino marchaba por delante de nosotras, la brasa del cigarrillo refulgiendo a intervalos. Le disgustaba que Lucy estuviera allí, y yo sabía que ella se daba cuenta. Cuando llegó al edificio Seaboard, en el que se habían cargado vagones de suministros en la época de la guerra civil, llamé al timbre de la puerta. Vander nos abrió casi inmediatamente.

No saludó a Marino ni preguntó quién era Lucy. Si alguien de su confianza llegara acompañado por un ser del espacio exterior, Vander no le haría preguntas ni esperaría ser presentado. Lo seguimos por un tramo de escaleras hasta llegar al primer piso, donde los viejos pasillos y despachos habían sido repintados en tonos gris metálico y provistos de escritorios y librerías con acabados de cerezo y de butacas con tapicería azul verdosa.

—¿En qué está trabajando hasta tan tarde? —le pregunté cuando entramos en la sala que albergaba el sistema de identificación automática de huellas dactilares, conocido por las siglas AFIS.

—En el caso de Jennifer Deighton —respondió.

—Entonces, ¿para qué quiere las huellas dactilares de Waddell? —pregunté, perpleja.

—Quiero asegurarme de que la persona a la que le hizo usted la autopsia la semana pasada era realmente Waddell —dijo Vander sin andarse con rodeos.

—¿Qué diablos quiere decir con eso? —Marino se lo quedó mirando atónito.

—Ahora mismo se lo enseño —Vander tomó asiento ante el terminal de acceso remoto, que parecía un ordenador personal corriente. El terminal estaba conectado por módem con el ordenador de la policía estatal, en el que residía una base de datos con más de seis millones de huellas dactilares. Vander pulsó varias teclas y activó la impresora láser.

—Las impresiones perfectas son muy escasas, pero aquí tenemos una —Vander empezó a teclear, y una huella dactilar de un blanco luminoso llenó la pantalla—. Dedo índice derecho, verticilo sencillo —Señaló el vórtice de líneas que se arremolinaban tras el cristal—. Una huella parcial condenadamente buena encontrada en la casa de Jennifer Deighton.

—¿En qué lugar de la casa? —quise saber.

—En una silla del comedor. Al principio pensé que debía tratarse de un error, pero parece que no —Vander siguió mirando fijamente la pantalla, y luego volvió a teclear mientras hablaba—. La identificación corresponde a Ronnie Joe Waddell.

—No es posible —protesté sobresaltada.

—Eso se diría —replicó Vander en tono abstraído.

—¿Encontraron algo en casa de Jennifer Deighton que pudiera indicar que Waddell y ella se conocían? —le pregunté a Marino mientras abría la carpeta de Waddell.

—No.

—Si le tomaron las huellas a Waddell en la morgue —dijo Vander dirigiéndose a mí—, podremos compararlas con las que hay en el AFIS.

Saqué dos sobres de papel marrón y al instante me pareció extraño que los dos fueran gruesos y pesados. Los abrí y me sentí enrojecer al descubrir que sólo contenían las fotografías habituales. No había ningún sobre con las diez huellas de Waddell. Cuando alcé la vista, todos estaban mirándome.

—No lo entiendo —confesé, notando la mirada inquieta de Lucy fija en mí.

—¿No tiene las huellas? —preguntó Marino con incredulidad.

Volví a examinar la carpeta.

—Aquí no están.

—Normalmente, Susan suele tomarlas, ¿no?

—Sí. Siempre. En principio, tenía que sacar dos juegos. Uno para Instituciones Penitenciarias y otro para nosotros. Puede que se las entregara a Fielding y él no se acordara de dármelas.

Saqué la libreta de direcciones y descolgué el teléfono. Fielding estaba en casa y no sabía nada de las tarjetas con las huellas.

—No, no vi si le tomaba las huellas, pero no veo ni la mitad de lo que se hace allí —respondió—. Supuse que te las había dado a ti.

Mientras marcaba el número de Susan intenté recordar si le había visto sacar las tarjetas o presionar los dedos de Waddell sobre el tampón.

—¿Recuerda si vio que Susan le tomara las huellas a Waddell? —le pregunté a Marino mientras el teléfono de Susan sonaba una y otra vez.

—No lo hizo delante de mí. De lo contrario, me habría ofrecido a ayudarla.

—No contestan —Colgué el auricular.

—Waddell fue incinerado —señaló Vander.

—Sí —confirmé.

Quedamos unos instantes en silencio.

A continuación, Marino se dirigió a Lucy con innecesaria brusquedad.

—¿Le importaría salir un momento? Tenemos que hablar a solas.

—Puede esperar en mi despacho —le dijo Vander—. Siguiendo el pasillo, el último a la derecha.

Cuando se hubo marchado, Marino comentó:

—Se supone que Waddell llevaba diez años entre rejas, y es imposible que la huella que encontramos en la silla de Jennifer Deighton la hubieran dejado hace diez años. Sólo hace unos meses que se instaló en su casa de Southside, y los muebles del comedor parecen recién estrenados. Además, en la alfombra de la sala encontramos unas marcas que nos hicieron suponer que alguien había llevado allí una silla del comedor, quizá la misma noche en que murió. Por eso pedí que espolvorearan las sillas, para empezar.

—Una posibilidad extraordinaria —dijo Vander—. En estos momentos, no podemos demostrar que el hombre que fue ajusticiado la semana pasada fuese Ronnie Joe Waddell.

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