—¿Desde dónde me llama? —insistí, con tanta energía que Marino vaciló. Pude percibir su sorpresa.
—Desde la casa de la víctima. Acabo de llegar. Ésa es otra cosa. No estaba cerrada. La puerta de atrás estaba abierta. Oí la puerta de mi garaje.
—Oh, gracias a Dios. Espere un momento, Marino —le rogué, sintiendo un gran alivio.
Hubo un crujir de bolsas de papel mientras se cerraba la puerta de la cocina.
Posé la mano sobre el auricular y grité:
—¿Eres tú, Lucy?
—No, soy el Hombre de las Nieves. ¡Tendrías que ver lo que está cayendo! ¡Es impresionante!
Busqué papel y lápiz y me dirigí a Marino.
—¿Nombre y dirección de la víctima?
—Jennifer Deighton. Ewing, dos uno siete.
El nombre no me dijo nada. Ewing era una travesía de Williamsburg Road, no muy lejos del aeropuerto, en un barrio que apenas conocía.
Lucy entró en el estudio cuando colgaba el teléfono. Tenía la tez rosada a causa del frío, y los ojos chispeantes.
—¿Se puede saber dónde has estado, en nombre de Dios? —salté yo.
Su sonrisa se esfumó.
—De compras.
—Bien, ya hablaremos de esto más tarde. Tengo que ir a la escena de un crimen.
Se encogió de hombros y me devolvió la irritación.
—¿No hay ninguna otra novedad?
—Lo siento. No tengo control sobre la muerte de la gente.
Cogí el abrigo y los guantes al pasar y me precipité hacia el garaje. Puse el motor en marcha, me abroché el cinturón de seguridad, regulé la calefacción y estudié el mapa antes de recordar el dispositivo de apertura automática de la puerta que llevaba adherido al visor. 'Es asombroso lo poco que tarda en llenarse de humo un espacio cerrado.
—Santo Dios —exclamé con severidad, sin dirigirme a nadie más que a mi propio carácter distraído, mientras me apresuraba a abrir la puerta del garaje.
La intoxicación por gases de escape de un vehículo de motor es una forma fácil de morir. Parejas de jóvenes que se acarician en el asiento de atrás, con el motor en marcha y la calefacción conectada, pierden la conciencia sin dejar de abrazarse y ya no despiertan más. Los suicidas convierten el automóvil en una pequeña cámara de gas y dejan sus problemas para que los resuelvan otros. Había olvidado preguntarle a Marino si Jennifer Deighton vivía sola.
La capa de nieve tenía ya varios centímetros de espesor, y la noche estaba iluminada por ella. No había circulación en mi barrio, y muy poca cuando tomé la vía, rápida hacia el centro. Música de Navidad sonaba sin cesar en la radio mientras mis pensamientos volaban en un tumulto de perplejidad y aterrizaban, uno por uno, en el miedo. Jennifer Deighton o alguien que utilizaba su teléfono había estado llamando a mi casa y colgando inmediatamente. Ahora ella estaba muerta. El paso elevado se curvaba sobre la zona este del centro, donde las vías de tren surcaban la tierra como heridas suturadas y los aparcamientos de hormigón tenían más pisos que muchos edificios. La estación de la calle Main se destacaba sobre el firmamento lechoso, con la cubierta de tejas blanqueada por la nieve y el reloj de la torre como un nublado ojo de cíclope.
Una vez en Williamsburg Road, conduje muy despacio mientras pasaba ante un centro comercial desierto y, justo antes de que la ciudad se convirtiera en el condado de Henrico, localicé la avenida Ewing. Las casas eran pequeñas, con camionetas descubiertas y viejos coches americanos aparcados ante ellas. Cuando llegué al 217, vi coches de la policía en la entrada y a ambos lados de la calle. Aparqué tras el Ford de Marino, bajé con mi maletín médico y anduve por el camino de acceso sin asfaltar que conducía a un garaje de una sola plaza, iluminado como un belén navideño. La puerta metálica estaba levantada, y en el interior un grupo de policías se apiñaba en torno a un destartalado Chevrolet beis. Encontré a Marino acuclillado junto a la portezuela trasera del lado del conductor, examinando un fragmento de manguera de jardín de color verde que iba desde el tubo de escape hasta una ventanilla parcialmente abierta. El interior del coche estaba sucio de carbonilla, y el olor de los gases de escape impregnaba aún el aire frío y húmedo.
—El encendido sigue conectado —observó Marino—. Se acabó la gasolina.
La difunta parecía tener cincuenta y pico o sesenta años. Estaba ante el volante, encogida sobre su costado derecho, y la carne desnuda del cuello y las manos era de un rosa vivo. Un líquido sanguinolento, seco ya, manchaba la tapicería color canela debajo de su cabeza. Desde donde me hallaba no alcanzaba a verle el rostro. Abrí el maletín, saqué un termómetro químico para tomar la temperatura del garaje y me enfundé unos guantes quirúrgicos. A continuación, le pregunté a un policía joven si podía abrir las portezuelas delanteras del automóvil.
—Íbamos a espolvorearlo —objetó.
—Esperaré.
Johnson, ¿qué tal si espolvoreamos los tiradores de las puertas para que aquí la doctora pueda entrar en el coche?
—Fijó en mí sus oscuros ojos latinos—. A propósito, soy Tom Lucero. Lo que tenemos aquí es una situación que no acaba de cuadrar. Para empezar, me molesta que haya sangre en el asiento delantero.
—Hay varias explicaciones posibles —señalé—. Por ejemplo, una evacuación post mortem.
Entornó un poco los párpados.
—Cuando la presión de los pulmones expulsa fluido sanguinolento por la boca y la nariz —le aclaré.
—Ah. Por lo general, eso no suele ocurrir hasta que el cuerpo empieza a descomponerse, ¿verdad?
—Por lo general.
—Según lo que sabemos, esta señora lleva muerta unas' veinticuatro horas, y aquí hace tanto frío como en el frigorífico de la morgue.
—Es cierto —asentí—. Pero si tenía la calefacción conectada, más los gases calientes del escape que entraban por la manguera, en el interior del coche debía de haber una temperatura bastante elevada hasta que se acabó la gasolina.
Marino atisbó por una ventanilla sucia de hollín y observó:
—Parece que la calefacción está puesta al máximo.
—Otra posibilidad —añadí— es que al perder la conciencia se desplomara hacia delante y se golpeara la cara contra el volante, el salpicadero o el asiento. Tal vez le sangró la nariz. Pudo morderse la lengua o partirse un labio. No lo sabré hasta que la haya examinado.
—De acuerdo, pero ¿qué me dice de la ropa? —preguntó Lucero—. ¿No le parece extraño que saliera al frío de la calle, entrase en un garaje frío, conectara la manguera y se metiera en un coche frío sin llevar nada más que una bata?
La bata, azul celeste y de manga larga, le llegaba hasta los tobillos y estaba hecha de lo que parecía ser un delgado tejido sintético. No existe ningún código de etiqueta para suicidas. Habría sido lógico que Jennifer Deighton se pusiera abrigo y zapatos antes de salir a la gélida noche invernal, pero si estaba pensando en quitarse la vida debía de saber que no padecería frío durante mucho tiempo.
El oficial de policía terminó de empolvar las portezuelas del coche. Consulté el termómetro. Dentro del garaje estábamos a un grado y medio bajo cero.
—¿Cuándo llegó aquí? —le pregunté a Lucero.
—Hará cosa de una hora y media. Naturalmente, el garaje estaba más caliente antes de que abriéramos la puerta, pero no mucho más. Aquí no hay calefacción. Además, el motor estaba frío. Imagino que el coche se quedó sin gasolina y la batería se agotó varias horas antes de que llegáramos.
Abrieron las portezuelas del automóvil y tomé una serie de fotografías antes de acercarme al lado del pasajero para examinar la cabeza de la víctima. Me preparé para reconocerla, para vislumbrar un detalle que pudiera activar un recuerdo largo tiempo enterrado. Pero no hubo ni el más leve destello. No conocía a Jennifer Deighton. No la había visto en mi vida.
Los cabellos, blanqueados con agua oxigenada y oscuros en la raíz, estaban apretadamente enroscados en pequeños rulos de color rosa, varios de los cuales se habían desplazado. La víctima era sumamente obesa, aunque los finos rasgos me hicieron pensar que debió de haber sido bastante hermosa en sus tiempos de juventud y esbeltez. Le palpé la cabeza y el cuello y no percibí ninguna fractura. Coloqué el dorso de la mano sobre su mejilla y luego traté de girarla. Estaba fría y rígida, y el lado de la cara que había quedado apoyado sobre el asiento aparecía pálido y ampollado por el calor. No parecía que hubieran movido el cuerpo después de la muerte, y la piel no palidecía al apretarla. Llevaba al menos doce horas muerta.
Hasta que no me dispuse a enfundarle las manos no me di cuenta de que tenía algo bajo la uña del índice derecho. Saqué una linterna a fin de verlo mejor y a continuación cogí un sobre de plástico para muestras y unas pinzas. La minúscula mota de color verde metálico estaba incrustada en la piel debajo de la uña. Decoración navideña, pensé. También hallé fibras de un tono dorado, y cuando le examiné los restantes dedos fui encontrando más. Tras enfundarle las manos en sendas bolsas de papel marrón, sujetas con bandas de goma a la altura de las muñecas, pasé al otro lado del coche. Quería verle los pies. Las piernas estaban completamente rígidas y ofrecieron resistencia cuando las desplacé bajo el volante y las coloqué sobre el asiento. Al examinar las plantas de los gruesos calcetines oscuros, vi fibras adheridas a la lana semejantes a las que había encontrado bajo las uñas de las manos. No había indicios de tierra, barro ni hierba. En el fondo de mi mente empezó a sonar una alarma.
—¿Ha descubierto algo interesante? —preguntó Marino.
—¿No han encontrado por aquí cerca zapatillas de estar por casa ni zapatos? —pregunté a mi vez.
—Nada —contestó Lucero—. Como ya le he dicho, me parece muy extraño que saliera descalza en una noche tan fría, pero…
Le interrumpí.
—Tenemos un problema. Los calcetines están demasiado limpios.
—Mierda —dijo Marino.
—Hay que trasladarla al centro —Me aparté del coche.
—Se lo diré a la brigada —se ofreció Lucero.
—Quiero ver la casa por dentro —le dije a Marino.
—Sí —Se había quitado los guantes y estaba echándose el aliento sobre las manos—. Yo también quiero que la vea.
Mientras esperaba a la brigada, me paseé por el garaje, atenta a dónde pisaba y procurando no estorbar. No había mucho que ver; sólo la acostumbrada confusión de artículos necesarios para el jardín y objetos dispares que carecían de otro lugar más adecuado en la casa. Vi montones de periódicos atrasados, cestas de mimbre, polvorientos botes de pintura y una barbacoa oxidada que daba la impresión de no haber sido utilizada en varios años. Enrollada al descuido en un rincón, como una culebra verde sin cabeza, estaba la manguera de la que parecían haber cortado el fragmento conectado al tubo de escape. Me arrodillé junto al extremo seccionado, sin tocarlo. El borde de plástico no parecía aserrado, sino seccionado oblicuamente de un solo golpe, y descubrí un corte rectilíneo en el suelo de cemento cerca de la manguera. Volví a levantarme y examiné las herramientas que colgaban de un tablero. Había un hacha y una maza de hierro, ambas oxidadas y festoneadas de telarañas.
Llegó la brigada de rescate con una camilla y una bolsa de plástico para el cuerpo.
—¿Han encontrado algo en la casa que hubiera podido servir para cortar la manguera? —le pregunté a Lucero.
—No.
Jennifer Deighton no quería salir del coche; la muerte se resistía a las manos de la vida. Me acerqué por el lado del pasajero para ayudar y la sujetamos entre tres por las axilas y la cintura mientras un ayudante le empujaba las piernas. Cuando quedó envuelta y abrochada, la sacaron a la nivosa noche y yo avancé penosamente por el camino de acceso al lado de Lucero, lamentando no haberme detenido a calzarme botas antes de salir de casa. Entramos en la casa de ladrillo estilo rancho por una puerta trasera que daba a la cocina.
La cocina parecía recién renovada, aparatos negros, superficies y armarios blancos, el papel mural con un diseño oriental de flores con tonos pastel sobre un azul delicado. Dirigiéndonos hacia el sonido de las voces, Lucero y yo cruzamos un angosto pasillo con suelo de madera y nos paramos ante la puerta de un dormitorio en cuyo interior Marino y un agente de policía estaban registrando los cajones de la cómoda. Durante un largo instante contemplé las peculiares manifestaciones de la personalidad de Jennifer Deighton. Era como si su dormitorio fuese una célula solar con la que capturaba energía radiante y la convertía en magia. Volví a pensar en las llamadas que había estado recibiendo, con una sensación de paranoia que crecía a pasos agigantados.
Paredes, cortinas, alfombra, ropa de cama y muebles de mimbre eran de color blanco. Curiosamente, sobre la cama deshecha, no lejos de las dos almohadas apoyadas contra la cabecera, una pirámide de cristal sujetaba una sola hoja de papel de escribir en blanco. Sobre el tocador y la mesita de noche había más cristales, y de los marcos de las ventanas colgaban otros más pequeños. Me imaginé arco iris danzando por la habitación y reflejos de luz en los prismas de cristal cuando entraba el sol.
—Es fantástico, ¿eh? —comentó Lucero.
—¿Era una especie de vidente? —pregunté.
—Digámoslo así: tenía su propio negocio y, en su mayor parte, lo llevaba desde aquí —Lucero se acercó a un contestador automático situado sobre una mesa próxima a la cama. La luz indicadora de mensajes estaba parpadeando, y el número treinta y ocho resplandecía en rojo—. Treinta y ocho llamadas desde las ocho de ayer tarde —prosiguió Lucero—. He escuchado por encima unas cuantas. La señora se dedicaba a los horóscopos. Por lo visto, la gente la llamaba para saber si iban a tener un día bueno, si les iba a tocar la lotería o. si podrían pagar las tarjetas de crédito después de Navidad.
Marino abrió la tapa del contestador y utilizó su navajita de bolsillo para extraer la cinta, que guardó en un sobre de plástico. En la mesita había otros objetos que despertaron mi interés, y me acerqué para observarlos. Junto a un bloc de notas y una pluma había un vaso que contenía un par de centímetros de un líquido transparente. Me agaché, pero no olí nada. Agua, pensé. Al lado había dos libros en rústica: Paris Trout, de Pete Dexter, y Seth Speaks, de Jane Roberts. No vi más libros en el dormitorio.
—Me gustaría echarles una ojeada—le dije a Marino.
—Paris Trout —musitó—. ¿De qué trata? ¿De la pesca en Francia?