Cruel y extraño (8 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco.

BOOK: Cruel y extraño
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La tienda de comestibles de la avenida Patterson se hallaba justo enfrente, a nuestra izquierda. No pude recordar su antiguo nombre, y habían retirado los rótulos, sin dejar más que un desnudo cascarón de ladrillo con varias ventanas cegadas con tablones. El espacio que ocupaba estaba mal iluminado, y sospeché que el policía no se habría molestado en inspeccionar la parte posterior del edificio de no ser por la hilera de comercios que había a su izquierda. Conté cinco: una farmacia, el taller de un zapatero remendón, una tintorería, una ferretería y un restaurante italiano, todos cerrados y desiertos la noche que Eddie Heath fue conducido allí y dejado por muerto.

—¿Recuerda cuándo cerró esta tienda?

—Más o menos cuando cerraron muchas otras. Cuando empezó la Guerra del Golfo —dijo Marino.

Se internó por un callejón. Los haces de los faros lamían paredes de ladrillo y se bamboleaban sobre los baches del camino sin asfaltar. Detrás de la tienda, una cerca de malla metálica separaba un retazo de asfalto agrietado de una zona boscosa que se agitaba oscuramente bajo el viento. Por entre las ramas de los árboles desnudos vi farolas lejanas y el anuncio luminoso de un Burger King.

Marino detuvo el automóvil y los faros taladraron un contenedor de basuras marrón, canceroso de óxido y pintura descascarillada, por cuyos flancos rezumaban hilos de agua. La lluvia azotaba el cristal y tamborileaba sobre el techo, y por la radio los agentes de la centralita estaban atareados despachando coches hacia las escenas de accidentes.

Marino cerró las manos sobre el volante y encorvó los hombros. Después se dio un masaje en la nuca.

—Me estoy haciendo viejo, puñeta —se quejó—. Tengo un impermeable en el maletero.

—Usted lo necesita más que yo. No voy a disolverme —repliqué, y abrí la portezuela.

Marino recogió su impermeable policial azul marino y yo me subí el cuello del abrigo hasta las orejas. La lluvia me asaeteó la cara y me golpeó fríamente la cabeza. Casi al instante, empezaron a aterírseme las orejas. El contenedor estaba junto a la cerca, en el límite exterior del asfalto, a unos veinte metros de la pared posterior de la tienda. Advertí que el contenedor se abría por arriba, no por el lado.

—Cuando llegó el policía, ¿el contenedor estaba abierto o cerrado? —le pregunté a Marino.

—Cerrado —La capucha del impermeable le impedía mirarme sin girar el torso—. Ya ve que no hay nada en que subirse —Paseó el haz de una linterna en torno al contenedor—. Además, estaba vacío. No había ni una maldita cosa dentro, excepto óxido y el cadáver de una rata lo bastante grande como para ensillarla y montar.

—¿Puede levantar la tapa?

—Sólo unos cinco centímetros. Casi todos los contenedores de este tipo tienen un pasador a cada lado. Si eres lo bastante alto, puedes levantar la tapa unos centímetros y deslizar la mano bajo el borde, y luego sigues levantando la tapa dándole a los pasadores para que vayan corriendo poco a poco. Al final, consigues abrirla lo suficiente para echar dentro la bolsa de la basura. El problema es que en este contenedor los pasadores no se sujetan. Habría que abrir la tapa del todo y dejarla caer hacia el otro lado, y eso no hay manera de hacerlo sin subirse encima de algo.

—¿Cuánto mide usted? ¿Un metro ochenta y cinco, un metro ochenta y ocho?

—Sí. Si yo no puedo abrir el contenedor, él tampoco. En estos momentos, la teoría favorita es que sacó al chico del coche y lo dejó apoyado contra el contenedor mientras intentaba abrir la tapa, como quien deja la bolsa de basura en el suelo por unos instantes para tener las manos libres. Cuando vio que no podía abrir la tapa, se largó a toda prisa dejando al chico y sus cosas tirados en el suelo.

—Hubiera podido arrastrarlo hasta el bosque.

—Hay una valla.

—No es muy alta; metro y medio más o menos —observé—. Como mínimo, hubiera podido dejar el cuerpo detrás del contenedor. Tal como ocurrió, cualquiera que pasara tenía que verlo.

Marino se quedó callado y contempló los alrededores, enfocando la linterna hacia la cerca de alambre. Las gotas de lluvia atravesaban el estrecho haz de luz como un millón de clavos impulsados desde el cielo. Yo apenas podía doblar los dedos. Tenía el cabello empapado y me entraba agua helada por el cuello. Volvimos al coche y Marino puso la calefacción a tope.

—Trent y sus hombres están obsesionados con la teoría del contenedor, la situación de la tapa y todo eso —comentó—. Mi opinión personal es que el único papel del contenedor en todo esto fue el de un maldito caballete para que el pájaro pudiera exponer su obra de arte.

Miré a través de la lluvia.

—La cuestión —prosiguió con voz dura— es que no trajo al chico hasta aquí para esconder el cuerpo, sino para asegurarse de que lo encontraban. Pero los muchachos de Henrico no quieren verlo así. Yo no sólo lo veo, sino que lo siento tan claramente como si algo me respirara sobre el cogote.

Seguí mirando el contenedor, y la imagen del pequeño cuerpo de Eddie Heath apoyado contra él era tan vívida como si hubiera estado presente cuando lo encontraron. La idea me asaltó de súbito y con fuerza.

—¿Cuándo repasó por última vez el caso de Robyn Naismith? —le pregunté.

—No importa. Lo recuerdo muy bien —respondió Marino, con la mirada fija al frente—. Estaba esperando a ver si usted pensaba en ello. A mí se me ocurrió la primera vez que estuve aquí.

3

Aquella noche encendí la chimenea y tomé una sopa de verduras junto al fuego mientras, fuera, la lluvia helada se mezclaba con nieve. Había apagado las luces y abierto las cortinas de la puerta corredera de cristal. La hierba estaba blanca de escarcha, las hojas de rododendro completamente enroscadas, y las desnudas ramas de los árboles se recortaban contra la luz de la luna.

El día me había agotado, como si una fuerza oscura y glotona hubiera absorbido toda la luz de mi ser. Sentí las manos invasoras de una guardia de prisiones llamada Helen y olí el hedor rancio de los cuchitriles que habían albergado a hombres empedernidos y llenos de odio. Recordé haber sostenido diapositivas ante la luz en el bar de un hotel de Nueva Orleans durante el congreso anual de la Asociación Norteamericana de Ciencias Forenses. El homicidio de Robyn Naismith estaba aún por resolver, y comentar lo que le habían hecho mientras no cesaban de pasar los tumultuosos juerguistas del martes de carnaval se me antojó en cierto modo horrible.

Había sido golpeada, maltratada y apuñalada a muerte, se creía, en su propia sala de estar. Pero lo que más conmocionó al público fue la actitud de Waddell después de matarla, su desacostumbrado y siniestro ritual. Después de muerta la desnudó. Si la violó, no quedaba constancia de ello. Sus preferencias, por lo visto, consistían en morder y penetrar repetidamente con un cuchillo las partes más carnosas del cuerpo.

Cuando una compañera de trabajo fue a verla, encontró el cuerpo torturado de Robyn apoyado contra el televisor, la cabeza caída hacia delante, los brazos a los lados, las piernas extendidas y la ropa apilada a su lado. Parecía una sanguinolenta muñeca de tamaño natural devuelta a su lugar tras una sesión e juego y fantasía que se había convertido en un horror.

Según la opinión de un psiquiatra que declaró ante el tribunal, después de asesinarla Waddell se sintió abrumado de remordimiento y permaneció sentado, acaso durante horas, hablándole a su cadáver. Un psicólogo forense de la Commonwealth conjeturó todo lo contrario, que Waddell sabía que Robyn era un personaje de la televisión y que el acto de apoyar su cuerpo contra el televisor era simbólico. Volvía a verla por televisión y fantaseaba. La devolvía al medio que se la había presentado, y eso, naturalmente, implicaba premeditación. Con el paso del tiempo, los matices y sutilezas de interminables análisis sólo fueron haciéndose más complicados.

La grotesca exhibición del cuerpo de aquella presentadora de veintisiete años era la firma particular de Waddell. Diez años más tarde, un niño moría asesinado y alguien —la víspera de la ejecución de Waddell— firmaba su trabajo de la misma manera.

Preparé café, lo eché en un termo y me lo llevé al estudio. Sentada ante el escritorio, conecté el ordenador y marqué el número del que tenía en la oficina. Aún no había visto los resultados de la búsqueda que le había encargado a Margaret, aunque sospechaba que era uno de los informes que componían el deprimente montón de papel que se acumulaba en mi bandeja la tarde del viernes. El fichero de salida, no obstante, aún debía de estar en el disco duro. Cuando apareció el símbolo de UNIX, tecleé mi nombre de usuario y mi contraseña y al instante me saludó la palabra «correo» en letras parpadeantes. Margaret, mi analista informática, me había dejado un mensaje.

«Consulte el fichero Carne», leí.

—Qué horrible —mascullé, como si Margaret pudiera oírme.

Pasé al directorio llamado Principal, al que Margaret dirigía rutinariamente los datos y en el que copiaba los ficheros que yo le solicitaba, e hice salir el fichero llamado Carne. Era bastante extenso, porque Margaret había seleccionado datos de toda clase de muertes y luego los había combinado con los que obtuvo del Registro de Traumatismos. Como era de esperar, la mayor parte de los datos seleccionados por el ordenador se componía de accidentes en los que se habían perdido miembros y tejido a consecuencia de accidentes de circulación y otras desventuras en las que intervenían máquinas. Cuatro casos eran de homicidios en los que los cadáveres mostraban marcas de mordeduras. Dos de estas víctimas habían muerto apuñaladas, y las otras dos estranguladas. Una de las víctimas era un hombre; dos, mujeres, y la última una niña de sólo seis años. Anoté los números de expediente y los códigos ICD—9.

Acto seguido, empecé a estudiar los historiales del Registro de Traumatismos, pantalla tras pantalla de datos sobre víctimas que habían sobrevivido el tiempo suficiente para ser ingresadas en un hospital. Esperaba que esta información fuera un problema, y lo fue. Los hospitales sólo proporcionaban información sobre sus pacientes después de haberla esterilizado y despersonalizado como un quirófano. Para mantener la confidencialidad, se suprimían los nombres, los números de la Seguridad Social y cualquier otro dato revelador. No había ningún lazo común mientras la persona recorría el laberinto de papeleo de los equipos de rescate, salas de urgencias, diversos departamentos policiales y otros organismos. La triste consecuencia era que los datos de una misma víctima podían estar dispersos en las bases de datos de seis agencias distintas sin relacionarse jamás entre sí, sobre todo si se había producido algún error en la introducción de datos en cualquier fase del procedimiento. Así pues, podía encontrar un caso que suscitara mi interés y no tener medio alguno de averiguar quién era el paciente ni si finalmente había sobrevivido o no.

Tras anotar los historiales del Registro de Traumatismos que juzgué más interesantes, salí del fichero. Antes de terminar, extraje un listado para ver qué antiguos ficheros de datos, informes o anotaciones podía eliminar de mi directorio para dejar más espacio libre en el disco duro. Fue entonces cuando descubrí un fichero que no me sonaba.

Se llamaba tty07. Su tamaño era de sólo dieciséis bytes, y la fecha y hora correspondían al 16 de diciembre, el jueves pasado, a las 4:26 de la tarde. Su contenido era una sola frase inquietante:

No lo encuentro.

Descolgué el teléfono y empecé a marcar el número particular de Margaret, pero me detuve. El directorio Principal y sus ficheros estaban protegidos. Aunque cualquiera podía pasar a mi directorio, si no introducía mi nombre de usuario y la contraseña, en teoría no debería serle posible listar ni abrir los ficheros que contenía. Aparte de mí, Margaret debería ser la única persona que conocía mi contraseña. Si había entrado en mi directorio, ¿qué era lo que no encontraba y a quién se lo decía?

No podía haber sido Margaret, me dije, contemplando fijamente la breve frase de la pantalla.

Pero no estaba segura, y pensé en mi sobrina. Quizá Lucy supiera desenvolverse en UNIX. Consulté mi reloj. Eran más de las ocho de una noche de sábado, y, en cierto modo, si encontraba a Lucy en casa me llevaría un disgusto. Tendría que haber salido con algún chico o con amigos. No era así.

—Hola, tía Kay —Su voz denotaba sorpresa, lo cual me recordó que hacía tiempo que no la llamaba.

—¿Cómo está mi sobrina preferida?

—Soy tu única sobrina. Estoy muy bien.

—¿Qué estás haciendo en casa un sábado por la noche? —le pregunté.

—Terminando un trabajo del curso. ¿Qué estás haciendo en casa un sábado por la noche?

Por un instante, no supe qué contestar. Mi sobrina de diecisiete años tenía una habilidad especial para ponerme en mi lugar.

—Estoy atascada con un problema de ordenador—le dije al fin.

—Entonces, desde luego, has llamado al departamento adecuado —respondió Lucy, que no era propensa a sufrir arrebatos de modestia—. Espera un momento a que aparte todos estos libros y papeles y deje sitio para el teclado.

—No es un problema de PC —le advertí—. Supongo que no conocerás un sistema operativo que se llama UNIX, ¿verdad?

—Yo no diría que UNIX sea un sistema operativo, tía Kay. Es como si hablaras del clima cuando en realidad te refieres al entorno, que se compone del clima y todos los demás elementos y los edificios. ¿Utilizas AT&T?

—Dios mío, Lucy. No lo sé.

—Bueno, ¿qué aparato tienes?

—Es un mini NCR.

—Entonces es AT&T.

—Creo que alguien ha violado la seguridad —le expliqué.

—A veces ocurre. Pero ¿qué te lo hace suponer?

—He encontrado un fichero extraño en mi directorio, Lucy. El directorio y los ficheros son seguros; nadie debería poder leer nada sin conocer la contraseña.

—Error. Si tienes privilegios de raíz, eres un superusuario y puedes hacer todo lo que quieras y leer todo lo que quieras.

—Mi analista es la única superusuario.

—Quizá sí. Pero puede que existan otros usuarios con privilegios de raíz que venían con el software, usuarios que ni siquiera sabes que existen. Eso podemos comprobarlo fácilmente, pero antes háblame de ese fichero extraño. ¿Cómo se llama y qué contiene?

—Se llama t-t-y-cero-siete y contiene una sola frase: «No lo encuentro.»

Oí tabletear su teclado.

—¿Qué estás haciendo? —le pregunté.

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