Cruel y extraño (10 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco.

BOOK: Cruel y extraño
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—Tengo un par de chaquetas de esquí, pantalones de pana, gorros, guantes… Puedes usar lo que quieras.

Deslizó su mano en la mía y me olfateó el cabello.

—Sigues sin fumar.

—Sigo sin fumar y no soporto que me recuerden que sigo sin fumar porque entonces pienso en fumar.

—Estás mucho mejor y no apestas a tabaco. Y no has engordado. Desde luego, este aeropuerto es cochambroso —observó Lucy, cuyo cerebro de ordenador tenía bastantes lagunas en los sectores de la diplomacia—. ¿Por qué lo llaman Richmond «internacional»?

—Porque hay vuelos a Miami.

—¿Por qué la abuela nunca viene a verte?

—No le gusta viajar y se niega a ir en avión.

—Es más seguro que el coche. La cadera se le está poniendo mal de veras, tía Kay.

—Ya lo sé. Ve recogiendo tus cosas mientras yo voy a buscar el coche —le dije cuando llegamos a la sala de equipajes—. Pero antes hemos de ver por cuál de las cintas sale.

—Sólo hay tres cintas. Seguro que soy capaz de descubrirlo.

Salí al aire frío y radiante, agradecida por disponer de unos instantes para pensar. Los cambios que había experimentado mi sobrina me habían cogido desprevenida y, de pronto, me sentía más insegura que nunca respecto a cómo tratarla. Lucy nunca había sido fácil.

Desde el primer día había presentado un prodigioso intelecto de adulta gobernado por emociones infantiles, una volatilidad que accidentalmente cobró forma cuando su madre se casó con Armando. Mis únicas ventajas habían sido el tamaño y la edad. Ahora Lucy era tan alta como yo y me hablaba con la voz baja y serena de una igual. No correría a refugiarse en su habitación y encerrarse de un portazo. Ya no zanjaría una desavenencia chillando que me odiaba o que se alegraba de que yo no fuera su madre.

Imaginé estados de ánimo imprevisibles y discusiones que yo no podría ganar. Imaginé a Lucy abandonando fríamente la casa y alejándose en mi coche.

Hablamos poco durante el trayecto, pues Lucy parecía fascinada por el clima invernal.

El mundo se derretía como una estatua de hielo mientras un nuevo frente frío se cernía sobre el horizonte en una amenazadora franja gris.

Cuando llegamos al vecindario en el que me había instalado tras su última visita, contempló atentamente los lujosos jardines y viviendas, los adornos de Navidad coloniales y las aceras de ladrillo. Un hombre vestido como un esquimal paseaba su perro viejo y obeso, y un Jaguar negro que la sal de las carreteras había manchado de gris pasó flotando lentamente entre salpicaduras de agua.

—Es domingo. ¿Dónde están los niños? ¿O es que no hay ninguno? —preguntó Lucy, como si la observación me incriminara de alguna manera.

—Hay unos cuantos —Giré hacia mi calle.

—No veo bicicletas en los patios, ni trineos o casas en los árboles. ¿Es que nunca sale nadie?

—Es un barrio muy tranquilo.

—¿Lo elegiste por eso?

—En parte. También es muy seguro, y es de esperar que una casa aquí resulte una buena inversión.

—¿Seguridad privada?

—Sí —respondí con creciente inquietud.

Lucy siguió contemplando las espaciosas casas que íbamos dejando atrás.

—Apuesto a que puedes meterte completamente dentro y cerrar la puerta y no oír nada de nadie, ni ver a nadie fuera a no ser que esté paseando al perro. Pero tú no tienes perro.

¿Cuántos niños llamaron a tu puerta en Halloween, la noche de los disfraces?

—Tuvimos un Halloween bastante tranquilo —contesté con una evasiva.

A decir verdad, el timbre sólo había sonado una vez, mientras yo estaba trabajando en el estudio.

Vi en la pantalla del monitor a los cuatro chiquillos que esperaban en el porche y, tras descolgar el auricular, me disponía a decirles que abría enseguida cuando alcancé a oír lo que estaban comentando:

«No, seguro que no tiene ningún muerto ahí dentro», decía la minúscula animadora universitaria.

«Sí que lo tiene —replicó Spiderman—. Siempre está saliendo en la tele porque corta a los muertos y guarda los pedazos en botes. Me lo dijo mi papá.»

Metí el coche en el garaje y me volví hacia Lucy.

—Te instalaremos en tu cuarto y a continuación encenderé la chimenea de la sala y prepararé un par de tazas de chocolate caliente. Luego pensaremos en el almuerzo.

—No tomo chocolate caliente. ¿Tienes una cafetera exprés?

—Desde luego.

—Eso sería perfecto, sobre todo si tienes torrefacto francés descafeinado. ¿Conoces a los vecinos?

—Sé quiénes son. Vamos, pásame esa bolsa y coge tú ésta para que pueda abrir la puerta y desactivar la alarma. Dios mío, cómo pesa.

—La abuela insistió en que trajera pomelos. Son bastante buenos, pero están llenos de semillas —Lucy entró en casa y paseó lentamente la mirada a su alrededor—. ¡Ahí va! i Claraboyas! ¿Cómo se llama este estilo arquitectónico, aparte de recargado?

Quizá su actitud se corregiría por sí sola si fingía no darme cuenta.

—El cuarto de los invitados está por ahí —le indiqué—. Puedes instalarte arriba, si quieres, pero he supuesto que preferirías estar aquí abajo, cerca de mí.

—Aquí abajo me va bien. Siempre y cuando también esté cerca del ordenador.

—Lo tengo en el estudio, que está al lado de tu habitación.

—He traído libros y notas sobre UNIX, y algunas otras cosas —Se detuvo unos instantes ante las puertas cristaleras de la sala—. El jardín no es tan bonito como el que tenías antes. No hay rosas —Lo dijo como si yo hubiera decepcionado a todos los que me conocían.

—Tengo muchos años por delante para arreglar el jardín. Me proporciona algo por lo que esperar.

Lucy examinó el entorno con lentitud y finalmente posó la mirada en mí.

—Tienes cámaras en las puertas, detectores de movimiento, una cerca, puertas blindadas ¿y qué más? ¿Nidos de ametralladoras?

—No hay nidos de ametralladoras.

—Esto es tu Fuerte Apache, ¿verdad, tía Kay? Te mudaste aquí porque Mark ha muerto y en el mundo ya sólo queda gente mala.

El comentario me golpeó con una fuerza terrible, y al instante se me llenaron los ojos de lágrimas. Fui al dormitorio de los invitados, dejé la maleta y comprobé que hubiera toallas, jabón y dentífrico en el cuarto de baño. De nuevo en el dormitorio, descorrí las cortinas, revisé los cajones de la cómoda, arreglé el armario y regulé la calefacción mientras mi sobrina permanecía sentada en el borde de la cama, pendiente de todos mis gestos.

Al cabo de unos minutos estuve en condiciones de volver a afrontar su mirada.

—Cuando hayas deshecho el equipaje, te enseñaré un armario lleno de cosas de invierno para que escojas lo que quieras —dije.

—Nunca viste a Mark como el resto de la gente lo veía.

—Lucy, es mejor que hablemos de otra cosa.

Enchufé una lámpara y comprobé que el teléfono estuviera conectado.

—Estás mejor sin él—añadió con convicción.

—Lucy…

—Mark no estaba disponible para ti como habría debido estarlo. No habría estado nunca disponible porque ésa era su forma de ser. Y cada vez que las cosas no iban bien, tú cambiabas.

Me paré ante la ventana y contemplé las latentes clemátides y rosas congeladas sobre las espalderas.

—Lucy, has de adquirir un poco de delicadeza y tacto. No puedes decir exactamente lo que piensas.

—Es curioso oírte eso a ti. Siempre me has dicho cuánto detestas la hipocresía y la falsedad.

—Las personas tienen sentimientos.

—Es verdad. Incluida yo —replicó.

—¿Te he lastimado de algún modo?

—¿Cómo crees que me sentía?

—No sé si comprendo.

—Porque no pensabas en mí para nada. Por eso no comprendes.

—Pienso en ti constantemente.

—Eso es como decir que eres realmente rica, pero nunca me das ni un centavo. ¿Qué me importa a mí lo que tienes escondido?

No supe qué decir.

—Ya no me llamas nunca. No has venido a verme ni una sola vez desde que lo mataron —El dolor de su voz llevaba mucho tiempo contenido—. Te escribí y no me contestaste.

Y de repente me llamas y me pides que venga a visitarte porque necesitas algo de mí.

—No lo hice con esa intención.

—Es lo mismo que hace mamá.

Cerré los ojos y apoyé la frente sobre el frío cristal.

—Esperas demasiado de mí, Lucy. No soy perfecta.

—No espero que seas perfecta. Pero creía que eras distinta.

—No sé cómo defenderme cuando haces una observación así.

—¡No puedes defenderte!

Vi una ardilla gris que avanzaba a saltos por el borde superior de la cerca del jardín. Había pájaros picando semillas de la hierba.

—¿Tía Kay?

Me volví hacia ella y nunca había visto en sus ojos una expresión tan abatida.

—¿Por qué los hombres son siempre más importantes que yo?

—No lo son, Lucy —musité—. Te lo juro.

Mi sobrina quiso almorzar ensalada de atún y café con leche, y mientras yo me sentaba ante el fuego a revisar un artículo para una revista profesional, ella se puso a hurgar en el armario y en los cajones de la cómoda. Procuré no pensar que otro ser humano estaba tocando mi ropa, doblando una prenda como yo no lo haría o devolviendo una chaqueta a la percha que no le correspondía.

Lucy tenía el don de hacer que me sintiera como el Hombre de Lata oxidándose en el bosque. ¿Estaba convirtiéndome en la adulta rígida y seria que tanto me habría disgustado cuando yo tenía su edad?

—¿Qué te parece? —preguntó al salir de mi dormitorio, a la una y media. Llevaba uno de mis chándales para el tenis.

—Me parece que has estado mucho rato para salir sólo con eso. Y, sí, te queda perfecto.

—He encontrado unas cuantas cosas que están bien, pero la mayoría son demasiado serias. Todos esos trajes de abogada en negro y azul—noche, seda gris con rayas finísimas, caqui y cachemir, y blusas blancas. Debes de tener al menos veinte blusas blancas, y otras tantas chalinas. A propósito, no tendrías que ir de marrón. No he visto nada en rojo, y te quedaría muy bien el rojo, con tus ojos azules y tu cabello rubio grisáceo.

—Rubio ceniza —le corregí.

—La ceniza es gris o blanca. Mira el fuego, si no. No calzamos el mismo número, pero tampoco es que me tiren mucho los Cole—Haan o los Ferragamo. Y he encontrado una cazadora de cuero negro estupenda. ¿Fuiste motorista en otra vida?

—Es piel de cordero y puedes usarla si te gusta.

—¿Y las perlas y el perfume Fendi? ¿Tienes unos tejanos?

—Sírvete tú misma —Me eché a reír—. En efecto, tengo unos tejanos por alguna parte. Quizás en el garaje.

—Quiero encargarme de las compras, tía Kay.

—Tendría que estar loca.

—Por favor.

—Ya veremos —respondí.

—Si no es un problema, me gustaría ir a tu club para hacer un poco de ejercicio. Me he quedado anquilosada en el avión.

—Si quieres jugar a tenis mientras estés aquí, miraré a ver si Ted tiene un momento libre para jugar contigo. Las raquetas están en el armario, a la izquierda. Acabo de comprarme una Wilson nueva. Puedes enviar la pelota a cien kilómetros por hora. Te encantará.

—No, gracias. Preferiría utilizar la StairMaster y las pesas o salir a correr. ¿Por qué no juegas tú con Ted mientras yo hago ejercicio, y así vamos juntas?

Obediente, descolgué el teléfono y marqué el número del club de Westwood. Ted no tenía ningún hueco hasta las diez de la noche.

Le di a Lucy las llaves del coche, le expliqué cómo llegar allí y, cuando se fue, me puse a leer ante el fuego y me quedé dormida.

Cuando abrí los ojos oí desmoronarse las brasas en la chimenea y el viento que tañía suavemente las campanillas de peltre colgadas tras la puertas correderas de cristal. La nieve descendía en copos grandes y lentos, y el cielo había tomado el color de una pizarra polvorienta. Se habían encendido las luces del patio, y en la casa reinaba un silencio tal que se podía oír el tictac del reloj de pared. Eran poco más de las cuatro y Lucy aún no había vuelto del club. Marqué el número del teléfono del coche y no contestó nadie. Lucy nunca había conducido por carreteras nevadas, pensé con inquietud. Además, tenía que ir a la tienda a recoger el pescado de la cena. Podía telefonear al club y pedir que la buscaran. Me dije que sería una ridiculez. Lucy apenas llevaba dos horas fuera. Ya no era una niña. Cuando dieron las cuatro y media, volví a marcar el número del coche. A las cinco llamé al club y no pudieron encontrarla. Empecé a sentir pánico.

—¿Seguro que no está en la StairMaster o en el vestuario de mujeres tomando una ducha? ¿No puede ser que se haya detenido en la cafetería? —le pregunté una vez más a la joven del club.

—La hemos llamado cuatro veces, doctora Scarpetta. Y yo misma he ido a buscarla. Lo intentaré otra vez. Si la encuentro, haré que la llame inmediatamente.

—¿Sabe usted si realmente ha estado en el club? Habría debido llegar hacia las dos.

—Caramba. No lo sé. Yo he llegado a las cuatro. Seguí llamando al teléfono del coche.

«El número del abonado de Richmond Cellular que acaba de marcar no contesta…»

Intenté llamar a Marino y no estaba en casa ni en jefatura. A las seis, marqué el número de su buscapersonas y me quedé de pie en la cocina mirando por la ventana. La nieve seguía cayendo bajo el resplandor calizo de las farolas. El corazón me latía con fuerza mientras paseaba de habitación en habitación y seguía llamando a mi coche.

A las seis y media decidí llamar a la policía para dar aviso al departamento de personas desaparecidas, pero justo entonces sonó el teléfono. Regresé corriendo al estudio y estaba a punto de descolgar el auricular cuando me fijé en el número conocido que acababa de materializarse en la pantalla de Identificación de Llamadas. Las llamadas habían cesado después de la ejecución de Waddell, y no había vuelto a pensar en ellas. Perpleja, contuve el gesto y esperé a que se cortara la comunicación después de sonar el mensaje grabado en el contestador. Me llevé un verdadero sobresalto cuando reconocí la voz que empezó a hablar.

—No me gusta tener que hacerle esto, doctora… Descolgué precipitadamente el auricular, carraspeé y pregunté con incredulidad:

—¿Marino?

—Sí —respondió—. Tengo malas noticias.

4

—¿Dónde está? —reclamé, con los ojos clavados en la pantalla.

—En el East End, y hace un tiempo de perros —contestó Marino—. Tenemos un cadáver. Mujer blanca. A primera vista parece el típico suicidio por inhalación de monóxido de carbono, el coche encerrado en el garaje, la manguera conectada al tubo de escape. Pero las circunstancias son un poco extrañas. Creo que debería venir.

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