—Voy anotando todo lo que decimos. Muy bien. Empecemos por lo evidente. El nombre del fichero, t-t-y-cero-siete, nos da una buena pista. Se trata de un periférico. Dicho de otro modo, lo más probable es que t-t-y-cero-siete sea el terminal de alguien de tu oficina. También podría ser una impresora, pero yo diría que la persona que accedió a tu directorio quería enviar una nota al dispositivo llamado t-t-y-cero-siete. Pero esa persona metió la pata y en lugar de enviar una nota creó un fichero.
—Cuando escribes una nota, ¿no creas siempre un fichero? —pregunté, desconcertada.
—No si te limitas a enviar caracteres del teclado.
—¿Cómo?
—Es fácil. ¿Estás en UNIX ahora?
—Sí.
—Escribe cat redirect t-t-y-q…
—Espera un poco.
—Y no te preocupes por barra dev.
—Más despacio, Lucy.
—Prescindimos deliberadamente del directorio dev, que es lo que estoy segura que hizo esa persona…
—¿Qué viene después de cat?
—De acuerdo. Cat redirect y el periférico…
—Más despacio, por favor.
—Tu aparato tendría que llevar un procesador cuatro ochenta y seis, tía Kay. ¿Cómo es que va tan lento?
—¡Lo que va lento no es el maldito procesador!
—Oh, lo siento —se disculpó Lucy sinceramente—. No me acordaba.
¿De qué no se acordaba?
—Volvamos al problema —prosiguió—. A propósito, doy por supuesto que no tienes ningún periférico que se llame t-t-y-q. ¿Por dónde vas?
—Aún sigo en cat —respondí, frustrada—. Luego viene redirect… Maldita sea. ¿Es el signo «mayor que»?
—Sí. Ahora pulsa Intro y el cursor pasará a la línea siguiente, que está en blanco. Entonces escribes el mensaje que quieres enviar a la pantalla de t-t-y-q.
«Mira cómo corre el perro», escribí.
—Dale a Intro y luego control C —me indicó Lucy—. Y ahora puedes hacer un ls menos uno y dirigirlo a p—g y verás el fichero.
Me limité a teclear «ls» y vislumbré un destello de algo que pasó fugazmente por la pantalla.
Te diré lo que creo que ocurrió —dijo Lucy—. Alguien accedió a tu directorio, y en seguida llegaremos a eso. Quizás estuvo buscando algo en tus ficheros y no logró encontrarlo, así que envió un mensaje, o lo intentó, al dispositivo llamado t-t-y-cero siete. Pero debía de tener prisa y en vez de escribir cat redirect barra d—e—v barra t-t-y-cero siete se olvidó del directorio dev y sólo escribió cat redirect t-t-y-cero siete. O sea que el mensaje no llegó a la pantalla de t-t-y-cero siete. Dicho de otro modo, en vez de enviar un mensaje a t-t-y-cero siete, lo que hizo esa persona fue crear sin darse cuenta un fichero llamado t-t-y-cero siete.
—Si ese alguien hubiera escrito la orden correcta y enviado los caracteres, ¿habría quedado grabado el mensaje? —le pregunté.
—No. Habrían aparecido los caracteres en la pantalla de t-t-y-cero siete y habrían permanecido allí hasta que el usuario los borrase. Pero tú no habrías encontrado ningún indicio de ello en tu directorio ni en ninguna otra parte. No se habría creado ningún fichero.
—Lo cual quiere decir que no sabemos cuántas veces pueden haber enviado mensajes desde mi directorio, suponiendo que lo hicieran correctamente.
—Exacto.
—¿Cómo es posible que alguien haya podido leer algo de mi directorio? —Repetí la pregunta fundamental.
—¿Estás segura de que nadie más conoce tu contraseña?
—Sólo Margaret.
—¿Es tu analista informática?
—Sí.
—¿Crees que puede habérsela dado a alguien?
—Lo encuentro inconcebible —respondí.
—Muy bien. Un usuario con privilegios de raíz podría entrar sin contraseña —prosiguió Lucy—. Vamos a comprobarlo ahora mismo. Cambia al directorio, etc., consulta el fichero llamado Grupo y busca grupo raíz; eso es r-o-o-t-g-r-p. Mira a ver qué usuarios vienen listados a continuación. Empecé a escribir.
—¿Qué ves?
—Aún no he terminado —repliqué, incapaz de suprimir la impaciencia de mi voz.
Lucy repitió las instrucciones lentamente.
—Veo tres nombres inscritos en el grupo raíz —dije.
—Bien. Anótalos. Ahora marca punto y coma, q, bang y ya has salido de Grupo.
—¿Bang? —repetí, confundida.
—Un signo de exclamación. Ahora tienes que pasar al fichero contraseña, que es p-a-s-s-w-d, y comprobar si alguno de los usuarios con privilegios de raíz no tiene contraseña.
—Lucy —dije apartando las manos del teclado.
—Es fácil darse cuenta porque en el segundo campo verás la forma codificada de la contraseña del usuario, si es que la tiene. Si en el segundo campo sólo hay dos signos dedos puntos, es que ese usuario no tiene contraseña.
—Lucy.
—Lo siento, tía Kay. ¿Otra vez voy demasiado deprisa?
—No soy una programadora de UNIX. Para mí, es como si hablaras en wahili.
—Podrías aprender. Te aseguro que UNIX es muy divertido.
—Gracias, pero el problema es que en estos momentos no tengo tiempo para aprender. Alguien se ha metido en mi directorio, donde tengo informes y documentos muy confidenciales. Además, si alguien está leyendo mis ficheros privados, ¿qué más debe de estar mirando, quién lo hace y por qué?
—El quién resulta fácil, a no ser que el intruso se comunique por módem desde el exterior.
—Pero la nota la enviaron a alguien de mi oficina, a un dispositivo de mi oficina.
—Eso no significa que alguien de dentro no recurriese a alguien de fuera para infiltrarse, tía Kay. Quizás el fisgón no sabe UNIX y necesita ayuda para acceder a tu directorio, de modo que utiliza a un programador del exterior.
—Esto es grave —observé.
—Podría serlo. Por lo menos, me da la impresión de que tu sistema no es muy seguro.
—¿Cuándo debes presentar ese trabajo de curso? —pregunté.
—Después de las vacaciones.
—¿Lo has terminado?
—Casi.
—¿Cuándo empiezan las vacaciones de Navidad?
—El lunes.
—¿Te gustaría venir a pasar unos días aquí conmigo, y me ayudas a resolver esto? —le pregunté.
—Estás de broma.
—Lo digo muy en serio. Pero no esperes gran cosa. Por lo general, no suelo tomarme muchas molestias con la decoración. Unas cuantas flores de la Pascua y velas en las ventanas. Ahora bien, te prometo que yo cocinaré.
—¿No pones árbol?
—¿Es eso un problema?
—Supongo que no. ¿Está nevando?
—A decir verdad, sí.
—Nunca he visto la nieve. No en vivo.
—Será mejor que me dejes hablar con tu madre —concluí.
Dorothy, mi única hermana, se mostró de lo más solícita cuando finalmente se puso al teléfono, varios minutos más tarde.
—¿Aún sigues trabajando tanto, Kay? Eres la persona más trabajadora que jamás he conocido. La gente se queda impresionada cuando les digo que somos hermanas. ¿Qué tiempo hace en Richmond?
—Hay muchas probabilidades de que tengamos unas Navidades blancas.
—Qué entrañable. Lucy tendría que ver unas Navidades blancas al menos una vez en la vida. Yo no las he visto nunca. Bueno, retiro lo dicho. Una Navidad fui a esquiar con Bradley al oeste.
No pude recordar quién era Bradley. Los maridos y acompañantes de mi hermana menor componían un interminable desfile que yo había dejado de observar desde hacía años.
—Me gustaría muchísimo que Lucy viniera a pasar la Navidad conmigo —le anuncié—. ¿Podría ser?
—¿No puedes venir a Miami?
—No, Dorothy. Este año, no. Estoy metida de pleno en varios casos muy difíciles y tendré que estar en los tribunales prácticamente hasta Nochebuena.
—No puedo imaginarme una Navidad sin Lucy —objetó con mucha renuencia.
—Ya la has pasado sin ella otras veces. Cuando fuiste a esquiar con Bradley al oeste, por ejemplo.
—Es verdad. Pero resultó duro —respondió sin inmutarse—. Y cada vez que he pasado unas vacaciones sin ella, he hecho el voto de no repetirlo nunca más.
—Comprendo. Otra vez será —concedí, harta de los juegos que se traía mi hermana. Sabía muy bien que no veía la hora de deshacerse de Lucy.
—Por otra parte, se me está echando encima el plazo de entrega de mi último libro y voy a pasarme casi todas las fiestas pegada al ordenador —se apresuró a reconsiderar—. Puede que Lucy esté mejor contigo. Mi compañía no va a ser muy divertida. ¿Te he dicho que ahora tengo un agente en Hollywood? Es fantástico y conoce a todos los que son alguien allí. Está negociando un contrato con Disney.
—Eso es magnífico. Estoy segura de que pueden hacer películas estupendas con tus libros —Dorothy escribía excelentes libros infantiles y había ganado varios premios prestigiosos. Donde fracasaba era como ser humano.
—Mamá está aquí —dijo mi hermana—. Quiere decirte algo. Escucha, me he alegrado mucho de hablar contigo. Tendríamos que hacerlo más a menudo. Procura que Lucy coma algo además de ensaladas, y te advierto que se dedicará a hacer ejercicio hasta volverte loca. Me preocupa que empiece a parecer demasiado masculina.
Antes de que pudiera decir nada, se puso mi madre.
—¿Por qué no puedes venir aquí, Katie? Hace sol, y tendrías que ver los pomelos.
—No puedo, mamá. De veras que lo siento.
—¿Y ahora Lucy también se marcha? ¿Es eso lo que he oído? ¿Qué tengo que hacer, comerme un pavo yo sola?
—Estarás con Dorothy.
—¿Qué? ¿Estás de guasa? Dorothy estará con Fred, y no puedo soportarlo.
Dorothy había vuelto a divorciarse el verano anterior. No pregunté quién era Fred.
—Creo que es iraní o algo por el estilo. Es capaz de exprimir un centavo hasta que la moneda se ponga a gritar y le salga pelo en las orejas. Sé que no es católico, y últimamente Dorothy ya no lleva a Lucy a la iglesia. Si quieres saber mi opinión, esta niña se va a ir al infierno de cabeza.
—Van a oírte, mamá.
—Qué va. Estoy sola en la cocina, mirando un fregadero lleno de platos sucios que Dorothy espera que lave yo, aprovechando que estoy aquí. Es igual que cuando viene a casa, porque no ha hecho nada para cenar y está esperando que cocine yo. ¿Se ofrece alguna vez para traer algo? ¿Le importa que yo sea una anciana prácticamente inválida? Quizá tú puedas hacer entrar a Lucy en razón.
—¿En qué aspecto le falta razón a Lucy? —quise saber.
—No tiene amigos, excepto una chica que da qué pensar. Tendrías que ver el cuarto de Lucy: parece algo sacado de una película de ciencia ficción, con tantos ordenadores e impresoras y cacharros y aparatos. No es normal que una adolescente viva todo el rato dentro de su cabeza y no salga con gente de su edad. Me preocupa lo mismo que me preocupabas tú.
—Yo al final he salido bien —apunté.
—Bueno, pasabas demasiado tiempo con tus libros de ciencia, Katie. Ya ves cómo acabó tu matrimonio.
—Mamá, me gustaría que Lucy tomara el avión mañana, si puede ser. Haré las reservas desde aquí y me encargaré de los pasajes. Asegúrate de que lleva ropa de abrigo. Lo que no tenga, como un chaquetón de invierno, podemos comprarlo aquí.
—Seguramente podrá utilizar tu ropa. ¿Cuándo fue la última vez que la viste? ¿La Navidad pasada?
—Creo que hace todo ese tiempo, sí.
—Pues déjame que te diga una cosa: le han crecido los pechos, desde entonces. ¡Si vieras cómo se viste! ¿Y crees que se molestó en consultar con su abuela antes de cortarse su hermosa cabellera? No. ¿Por qué habría de molestarse en decirme que…?
—Tengo que llamar a las líneas aéreas.
—Me gustaría que vinieras tú aquí. Podríamos estar todas juntas —Su voz empezaba a sonar de un modo extraño. Mi madre estaba a punto de llorar.
—A mí también me gustaría —respondí.
El domingo salí a media mañana hacia el aeropuerto, conduciendo por calzadas oscuras y mojadas que cruzaban un deslumbrante mundo vitrificado. Fragmentos de hielo aflojados por el sol se desprendían de cables telefónicos, tejados y árboles y se estrellaban contra el suelo como proyectiles de cristal arrojados desde el cielo. El parte meteorológico pronosticaba otra tormenta, y me sentí profundamente complacida, a pesar de las molestias. Quería momentos de tranquilidad ante el hogar en compañía de mi sobrina. Lucy estaba creciendo.
No parecía que hubiera pasado tanto tiempo desde que nació. Nunca olvidaría los ojos grandes y fijos que seguían todos mis movimientos en casa de su madre, ni los desconcertantes arrebatos de ira y pesar cuando le fallaba en alguna menudencia. La patente adoración de Lucy me conmovía tan profundamente como me asustaba. Me había hecho experimentar una intensidad de sentimiento que no había conocido hasta entonces.
Conseguí que los guardias de seguridad me franquearan el paso y esperé ante la puerta examinando ansiosa a los pasajeros que emergían del túnel de embarque. Buscaba a una adolescente regordeta con una larga cabellera rojo oscuro y un alambre de ortodoncia en la boca cuando una joven impresionante se plantó ante mí y sonrió.
—¡Lucy! —exclamé, y la estreché entre mis brazos—. Dios mío. Casi no te conocía.
El pelo, corto y deliberadamente alborotado, acentuaba el efecto de los ojos verde claro y de una buena estructura ósea que yo no sabía que tuviera. No llevaba ni rastro de metal en los dientes, y había cambiado sus gruesas gafas por una leve montura de carey que le confería la apariencia de una seria pero atractiva estudiante de Harvard. Sin embargo, lo que más me sorprendió fue el cambio que se había producido en su cuerpo, pues desde la última vez que la vi había dejado de ser una adolescente rolliza para convertirse en una esbelta deportista de largas piernas vestida con unos cómodos tejanos descoloridos y varios centímetros demasiado cortos, una blusa blanca, un cinturón rojo de cuero trenzado y mocasines sin calcetines. Llevaba una bolsa para libros, y vislumbré el destello de una fina pulsera de oro en el tobillo. Me fijé en que no llevaba maquillaje ni sostenes.
—¿Dónde tienes el abrigo? —le pregunté mientras íbamos en busca del equipaje.
—Esta mañana, cuando he salido de Miami, estábamos a veintisiete grados.
—Te congelarás antes de llegar al coche.
—Es físicamente imposible que me congele antes de llegar al coche, a no ser que lo tengas aparcado en Chicago.
—¿No llevas ningún jersey en la maleta? —inquirí.
—¿Te has dado cuenta de que me hablas igual que la abuela te habla a ti? Por cierto, dice que parezco una vagabunda rockera. Es su despropósito del mes.