—Lo siento —La voz que sonó a mis espaldas casi me hizo dar un salto—. Sólo he salido un momento, y esperaba estar de vuelta antes de que llegara.
Nicholas Grueman no me ofreció la mano ni me dedicó ninguna clase de saludo personal. Toda su preocupación parecía consistir en regresar a su asiento, cosa que hacía muy despacio y con ayuda de un bastón con puño de plata.
—Le ofrecería café, pero no lo hay cuando Evelyn no está aquí —prosiguió mientras se acomodaba en su silla de juez—. Pero la charcutería que dentro de poco nos servirá el almuerzo pondrá también algo para beber. Esperó que no le importe la demora. Y siéntese, por favor, doctora Scarpetta; me pone nervioso que una mujer me mire de arriba abajo.
Acerqué una silla al escritorio y me sorprendió descubrir que, visto en carne y hueso, Grueman no era el monstruo que yo recordaba de mi época de estudiante. Para empezar, daba la impresión de haberse encogido, aunque sospeché que la explicación más probable era que en mi imaginación le había conferido las proporciones del monte Rushmore. Ahora lo veía como un hombre delicado de cabellos blancos y con un rostro que los años habían tallado hasta convertirlo en una precisa caricatura. Seguía llevando pajarita y chaleco y fumaba en pipa, y cuando me miró, sus ojos grises eran tan aptos para la disección como cualquier escalpelo. Pero no me parecieron fríos. Eran sólo unos ojos que no revelaban nada, como los míos la mayor parte del tiempo.
—¿Por qué cojea? —le pregunté sin rodeos.
—Tengo gota. La enfermedad de los déspotas —respondió sin sonreír—. Se agudiza de vez en cuando, y le ruego que me ahorre sus buenos consejos y recetas. Ustedes, los médicos, me hacen perder la paciencia con sus opiniones no solicitadas sobre todos los temas, desde los fallos en el funcionamiento de las sillas eléctricas hasta la comida y la bebida que debería eliminar de mi lamentable dieta.
—No hubo ningún fallo en el funcionamiento de la silla eléctrica —objeté—. No en el caso al que estoy segura se refiere.
—No puede usted saber de ninguna manera a qué me refiero, y recuerdo bien que durante su breve estancia aquí tuve que amonestarla en más de una ocasión por su excesiva facilidad en hacer suposiciones. Lamento que no me escuchara. Sigue haciendo suposiciones, aunque, de hecho, en este caso ha sido una suposición correcta.
—Señor Grueman, me halaga que recuerde mis tiempos de estudiante, pero no he venido aquí para entregarme a reminiscencias sobre las horas desdichadas que pasé en su clase. Ni he venido tampoco para enzarzarme una vez más en ese arte marcial de la mente que tanto parece complacerle. Para dejar las cosas claras, le diré que goza usted de la distinción de ser el profesor más misógino y arrogante que he conocido en mis treinta y tantos años de educación formal. Y debo agradecerle que me entrenara tan bien en el arte de tratar con cabrones, porque el mundo está lleno de ellos y he de tratarlos a diario.
—Estoy seguro de que trata usted con ellos a diario, y todavía no he decidido si sabe hacerlo bien.
—No me interesa su opinión sobre el particular. Preferiría que me hablara de Ronnie Joe Waddell.
—¿Qué querría saber, aparte del hecho evidente de que la conclusión final fue incorrecta? ¿Le gustaría que los políticos decidieran si hay que matarla, doctora Scarpetta? ¡Sólo tiene que fijarse en lo que le ocurre ahora mismo! ¿Acaso la mala prensa que está teniendo últimamente no responde, parcialmente al menos, a motivaciones políticas? Todas las partes implicadas tienen sus propios intereses, algo que ganar con su descrédito público. No tiene nada que ver con la justicia ni con la verdad. Así que imagínese lo que sería que esta misma gente tuviera el poder de quitarle la libertad e incluso la vida.
»Ronnie fue destruido por un sistema injusto e irracional. No influyó en lo más mínimo qué precedentes se aplicaron ni si las apelaciones eran para una revisión directa o accesoria. No influyó en lo más mínimo qué cuestiones pude plantear, porque en este caso, en su encantadora Commonwealth, el habeas no sirvió como elemento disuasorio destinado a garantizar que el Tribunal del Estado y los jueces de apelación procuraran de manera consciente dirigir los procedimientos en concordancia con los principios constitucionales establecidos. ¡Dios nos libre del menor interés por las violaciones de los derechos constitucionales, que hubiera podido favorecer la evolución de nuestro pensamiento en algún campo del Derecho! Durante los tres años que luché por Ronnie, lo mismo hubiera podido estar bailando una jiga.
—¿A qué violaciones de los derechos constitucionales se refiere? —le pregunté.
—¿De cuánto tiempo dispone? Pero empecemos por el uso evidente de recusaciones perentorias por parte de la acusación de un modo racialmente discriminatorio. Los derechos de Ronnie según la cláusula de igual protección fueron absolutamente pisoteados, y las impropiedades de la acusación infringieron de un modo flagrante el derecho reconocido por la sexta enmienda a un jurado compuesto por una representación justa de la comunidad. Supongo que no siguió el juicio de Ronnie y que no debe de saber mucho acerca de él, puesto que se celebró hace más de nueve años, antes de que llegara usted a Virginia. La publicidad local fue abrumadora, pero aun así no hubo cambio de tribunal. El jurado lo componían ocho mujeres y cuatro hombres. Seis de las mujeres y dos de los hombres eran de raza blanca. Los cuatro jurados negros eran un vendedor de automóviles, un cajero de banco, una enfermera y una profesora universitaria. En cuanto a los blancos, iban desde un guardagujas retirado que aún llamaba «negratas» a los negros hasta una rica ama de casa que sólo veía a los negros cuando salía uno de ellos por televisión por haberle pegado un tiro a otro. La composición demográfica del jurado impedía por sí misma que Ronnie pudiera recibir una sentencia justa.
—¿Y dice usted que esta impropiedad constitucional, o cualquier otra que pudo darse en el caso de Waddell, respondía a motivaciones políticas? ¿Qué motivación política podría aconsejar que Waddell fuese condenado a muerte?
Grueman se volvió de pronto hacia la puerta.
—Si el oído no me engaña, creo que ya llega el almuerzo.
Oí unos pasos apresurados y crujido de papel, y enseguida una voz gritó:
—¡Hola, Nick! ¿Estás ahí?
—Pasa, Joe —le invitó Grueman sin levantarse de la silla. Apareció un negro joven y enérgico vestido con tejanos y zapatillas deportivas que depositó dos bolsas delante de Grueman.
—Aquí están las bebidas, y en ésta otra tenemos dos bocadillos de marino, ensaladilla de patata y encurtidos. Serán quince con cuarenta.
—Quédate el cambio. Y muchas gracias, Joe. ¿No te dan nunca vacaciones?
—La gente quiere comer todos los días. Tengo que darme prisa.
Grueman repartió la comida y las servilletas mientras yo intentaba desesperadamente establecer un curso de acción. Me sentía cada vez más influida por su actitud y sus palabras, pues no veía en él nada de evasivo, nada que me pareciese arrogante ni falto de sinceridad.
—¿Qué motivación política? —insistí mientras desenvolvía mi bocadillo.
Grueman abrió una botella de ginger ale y retiró la tapa de su ensaladilla.
—Hace unas semanas creía tener la posibilidad de conocer la respuesta a esta pregunta —contestó—. Pero la persona que hubiera podido ayudarme apareció muerta en el interior de su coche. Y estoy seguro de que ya sabe a quién me refiero, doctora Scarpetta. Jennifer Deighton es uno de los casos que lleva usted, y aunque todavía no se ha declarado públicamente que su muerte sea un suicidio, eso es lo que se nos ha dado a entender. Encuentro muy curioso, por no decir inquietante, que su muerte se haya producido en estos momentos.
—¿Debo deducir que conocía usted a Jennifer Deighton? pregunté tan suavemente como pude.
—Sí y no. No la vi nunca en persona, y nuestras conversaciones telefónicas, las pocas que sostuvimos, fueron muy breves. Comprenda: no entré en contacto con ella hasta después de la muerte de Waddell.
—De lo cual debo deducir también que ella conocía a Waddell.
Grueman le dio un mordisco al bocadillo y cogió la botella de ginger ale.
—Waddell y ella se conocían, ciertamente —asintió—. Como ya debe de saber, la señorita Deighton llevaba un servicio de horóscopos, trataba en parapsicología y este tipo de cosas. Bien; hace ocho años, cuando Ronnie estaba en la galería de la muerte de la prisión de Mecklenburg, vio anunciados sus servicios en una revista y le escribió una carta. En principio, esperaba que ella pudiera consultar su bola de cristal, por decirlo así, y revelarle el futuro. Más específicamente, creo que deseaba saber si iba a morir en la silla eléctrica o no, y le aseguro que no es un fenómeno insólito. Muchos presos escriben a videntes y quirománticos para preguntarles por su futuro, o se ponen en contacto con clérigos y religiosos para pedirles que recen por ellos. El caso de Ronnie, sin embargo, tomó un cariz un poco más desusado, ya que, por lo visto, la señorita Deighton y él mantuvieron una correspondencia personal que duró hasta unos meses antes de la ejecución. De súbito, Ronnie dejó de recibir sus cartas.
—¿Ha tomado en cuenta la posibilidad de que las cartas de la señorita Deighton fueran interceptadas?
—No cabe la menor duda de que así fue. Cuando hablé por teléfono con Jennifer Deighton, me aseguró que había seguido escribiéndole. Además, me dijo que hacía varios meses que no recibía ninguna carta de Ronnie, y eso me hace sospechar que también las cartas de él eran interceptadas.
—¿Por qué esperó hasta después de la ejecución para ponerse en contacto con ella? —inquirí, perpleja.
—Porque, hasta entonces, no sabía que existiera. Ronnie no me dijo nada de ella hasta nuestra última conversación, que fue quizá la conversación más extraña que he sostenido jamás con un preso al que representara —Grueman jugueteó con el bocadillo y, finalmente, lo apartó y echó mano a la pipa—. No sé si estará usted enterada de ello, doctora Scarpetta, pero Ronnie me plantó.
—No comprendo qué quiere usted decir.
—La última vez que hablé con Ronnie fue una semana antes de la fecha prevista para su traslado de Mecklenburg a Richmond. En aquella ocasión, me dijo que tenía la seguridad de que iba a ser ejecutado y que nada de lo que yo pudiera hacer serviría para impedirlo. Dijo que lo que iba a sucederle estaba dispuesto desde el principio y que había aceptado la inevitabilidad de su muerte. Afirmó también que esperaba la muerte con impaciencia y que prefería que yo dejara de solicitar un habeas corpus federal. Y a continuación me pidió que no volviera a telefonearle ni fuera a verlo nunca más.
—Pero no le despidió.
Grueman aplicó una llama a la cazoleta de su pipa de brezo y aspiró por la boquilla.
—No, eso no. Sólo se negó a verme y a hablar conmigo.
—A primera vista, creo que este mero hecho bastaría para justificar un aplazamiento de la ejecución mientras se determinaba su competencia.
—Ya lo intenté. Cité todo lo imaginable, desde el precedente de Hays contra Murphy hasta el Padrenuestro. El tribunal llegó a la brillante conclusión de que Ronnie no había pedido que lo ejecutaran. Sólo había declarado que esperaba la muerte con impaciencia, así que la apelación fue rechazada.
—Si no tuvo usted contacto con Waddell durante las semanas inmediatamente anteriores a la ejecución, ¿cómo llegó a conocer la existencia de Jennifer Deighton?
—En el curso de mi última conversación con Ronnie, me hizo tres últimas peticiones. La primera se refería a una reflexión que había escrito y que deseaba ver publicada en el periódico unos días antes de su muerte. Me dio el texto en cuestión y yo me ocupé de que apareciera en el Richmond Times—Dispatch.
—La leí —dije.
—La segunda petición, y cito literalmente sus palabras, fue: «No deje que le ocurra nada a mi amiga.» Al preguntarle a qué amiga se refería, me contestó, y otra vez cito sus propias palabras: «Si es usted un buen hombre, cuídela. Nunca le ha hecho daño a nadie.» Luego me dio sus datos y me pidió que no entrara en contacto con ella hasta después de la ejecución. Entonces debía llamarla y decirle lo mucho que había significado para Ronnie. Naturalmente, no respeté este deseo al pie de la letra. Intenté comunicarme con ella de inmediato, porque yo sabía que estaba perdiendo a Ronnie y tenía la sensación de que se estaba cometiendo un terrible error. Por eso esperaba que esta amiga pudiera ayudarme. Si habían mantenido correspondencia, por ejemplo, quizás ella pudiera revelarme algo.
—¿Y pudo hablar con ella? —pregunté, mientras recordaba que Marino me había dicho que Jennifer Deighton había pasado dos semanas en Florida hacia el día de Acción de Gracias.
—No contestó nadie mis llamadas —me explicó Grueman—. Hice varios intentos durante algunas semanas, y luego, francamente, debido a circunstancias de tiempo y de salud relacionadas con el ritmo del litigio, las vacaciones y un condenado ataque de gota, se me fue de la cabeza. No volví a pensar en llamar a Jennifer Deighton hasta después de la muerte de Ronnie, cuando me vi obligado a ponerme en contacto con ella y comunicarle, según la solicitud de Ronnie, lo mucho que había significado para él, etcétera.
—Y antes de eso, en sus anteriores intentos de localizarla, ¿no le dejó ningún mensaje en su contestador automático?
—Estaba desconectado. Lo cual resulta muy comprensible, volviendo la vista atrás. Sin duda no quería regresar de vacaciones para encontrarse quinientos mensajes de personas incapaces de tomar ninguna decisión hasta después de haber consultado el horóscopo. Y dejar un mensaje en el contestador anunciando que iba a pasar dos semanas fuera de la ciudad habría constituido una perfecta invitación para los rateros.
—¿Y qué ocurrió luego, cuando por fin llegó a hablar con ella?
—Fue entonces cuando ella divulgó que habían mantenido correspondencia durante ocho años y que se amaban. Me aseguró que nunca se sabría la verdad. Le pregunté qué quería decir con eso, pero ella se negó a explicármelo y cortó la conversación. Finalmente, le escribí una carta rogándole que hablara conmigo.
—¿Cuándo le escribió esa carta? —pregunté.
—Vamos a ver. El día siguiente a la ejecución. Supongo que sería el catorce de diciembre.
—¿Y ella respondió?
—En efecto; y, cosa curiosa, lo hizo por fax. No sabía que dispusiera de un fax, pero mi número figuraba en el membrete. Tengo una copia de su fax, si desea verla.