—No habría tenido acceso a los informes de laboratorio —respondí—. Pero cuando entraron en mi directorio, los resultados de laboratorio aún no podían estar disponibles. Las pruebas toxicológicas y del VIH, por ejemplo, llevan semanas.
—Y Susan era consciente de ello.
—Sin la menor duda.
—Lo mismo que tu administrador.
—Absolutamente.
—Tiene que haber otra cosa —concluyó.
La había, pero cuando me vino a la cabeza me resultó imposible imaginar su significado.
—Waddell, o quienquiera que fuese, llevaba un sobre en el bolsillo de atrás de los tejanos para que fuera enterrado con él. Supongo que Fielding no lo abrió hasta subir a su despacho con todos los papeles, después de la autopsia.
—¿De modo que Susan no pudo averiguar qué contenía el sobre mientras estuvo en la morgue aquella noche? —preguntó Wesley con interés.
—Exactamente. No habría podido averiguarlo.
—¿Y había algo significativo en ese sobre?
—Sólo contenía varios recibos de comidas y peajes.
Wesley volvió a fruncir el ceño.
—Recibos —repitió—. ¿Para qué podía quererlos, en el nombre de Dios? ¿Los tienes aquí?
—Están en la carpeta —Saqué las fotocopias—. Todos llevan la misma fecha, el treinta de noviembre.
—Es decir, más o menos la fecha en que Waddell fue conducido de Mecklenburg a Richmond.
—Así es. Fue conducido quince días antes de la ejecución —asentí.
—Tenemos que seguir la pista a estos recibos, ver a qué lugares corresponden. Podría ser importante. Muy importante, a la luz de lo que estamos contemplando.
—¿Que Waddell está vivo?
—Sí. Que de alguna manera hubo un cambio y Waddell quedó en libertad. Quizás el hombre que fue a la silla quiso llevar estos recibos en el bolsillo al morir porque pretendía decirnos algo.
—¿De dónde pudo sacarlos?
—Tal vez durante la conducción de Mecklenburg a Richmond, que habría sido el momento ideal para cualquier jugada —respondió Wesley—. Quizás iban dos hombres en la conducción, Waddell y algún otro.
—¿Insinúas que se pararon a comer?
—Se supone que los guardias no han de pararse por nada cuando conducen a un condenado a muerte, pero si se trataba de una conspiración pudo ocurrir cualquier cosa. Quizá se detuvieron a comprar comida para llevar, y fue durante este lapso cuando Waddell quedó en libertad. A continuación, el otro preso fue conducido a Richmond y encerrado en la celda de Waddell. Piénsalo. ¿Cómo podían saber los funcionarios ni los guardias de la calle Spring que aquel preso que les llevaban no era Waddell?
—Él mismo podía decir que no lo era, pero eso no significa que nadie le hiciera caso.
—Me temo que no le habrían hecho caso.
—¿Y la madre de Waddell? —pregunté—. Se supone que fue a visitarlo horas antes de la ejecución, y desde luego se habría dado cuenta si el preso que le presentaron no era su hijo.
—Tenemos que comprobar si realizó esa visita. Pero en cualquier caso, a la señora Waddell le habría convenido seguir adelante con el plan. No creo que quisiera que mataran a su hijo.
—Entonces estás convencido de que ejecutaron a quien no debían —dije de mala gana, pues en aquellos momentos había pocas teorías que más deseara ver desacreditadas.
Su respuesta fue abrir el sobre que contenía las fotografías de Robyn Naismith y sacar un grueso fajo de copias en color que no dejarían de impresionarme por más veces que las viera. Lentamente, fue repasando la historia gráfica de su terrible muerte.
—Si consideramos los tres homicidios que acaban de producirse, Waddell no da el perfil adecuado —dijo al fin.
—¿Qué quieres decir, Benton? ¿Que tras diez años de cárcel le cambió la personalidad?
—Lo único que puedo decirte es que he oído hablar de asesinos organizados que se desequilibran, que pierden la cabeza. Empiezan a cometer errores. Bundy, por ejemplo. Hacia el final se volvió frenético. Pero lo que generalmente no suele verse es que un individuo desorganizado cambie hacia el otro extremo, que una personalidad psicótica se vuelva metódica, racional…, que se vuelva organizada.
Cuando Wesley mencionaba a los Bundy de este mundo, lo hacía de un modo teórico, impersonal, como si sus análisis y teorías se fundaran en información obtenida de fuentes secundarias. No alardeaba. No citaba nombres célebres ni se daba aires de conocer personalmente a esos criminales. Su actitud, en consecuencia, era deliberadamente engañosa.
De hecho, se había pasado largas horas en íntimo contacto con individuos como Theodore Bundy, David Berkowitz, Sirhan Sirhan, Richard Speck y Charles Manson, además de otros agujeros negros, menos conocidos, que habían robado luz del planeta Tierra. Recordé que Marino había comentado una vez que cuando Wesley regresaba de algunas de estas peregrinaciones a prisiones de máxima seguridad se le veía pálido y consumido. Casi lo enfermaba físicamente absorber el veneno de esos hombres y sobrellevar los lazos que inevitablemente establecían con él. Algunos de los peores sádicos de la historia reciente le escribían cartas con regularidad, le mandaban felicitaciones navideñas y se interesaban por su familia. No era de extrañar que Wesley pareciese abrumado por una pesada carga y que con frecuencia prefiriera guardar silencio. A cambio de información, hacía lo que ninguno de nosotros quiere hacer. Permitía que el monstruo conectara con él.
—¿Se determinó que Waddell era psicótico? —pregunté.
—Se determinó que estaba cuerdo cuando asesinó a Robyn Naismith —Wesley eligió una fotografía y la deslizó hacia mí—. Pero, con franqueza, yo no lo creo.
La fotografía era la que yo recordaba con más vividez, y al examinarla me resultó imposible imaginar a una persona desprevenida que se encontrara con tal escena.
La sala de estar de Robyn Naismith no contenía muchos muebles; sólo unas cuantas sillas con cojines verde oscuro y un sofá de piel color chocolate. En el centro del parquet había una pequeña alfombra de Bujara, y las paredes eran de madera teñida para que pareciese cerezo o caoba. El televisor estaba junto a la pared que quedaba justo enfrente de la puerta, ofreciendo a cualquiera que entrara una imagen frontal completa de la horrible obra de arte de Ronnie Joe Waddell.
Lo que vio la amiga de Robyn nada más abrir la puerta, mientras entraba llamándola por su nombre, fue un cadáver desnudo sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra el televisor y la piel tan manchada y salpicada de sangre seca que hubo que esperar la autopsia para determinar la naturaleza exacta de las heridas. En la fotografía, el charco de sangre coagulada que rodeaba las nalgas de Robyn parecía alquitrán teñido de rojo, y se veían varias toallas empapadas de sangre tiradas por el suelo. El arma del crimen no llegó a encontrarse, aunque la policía descubrió en la cocina un juego de cuchillos de acero inoxidable fabricados en Alemania del que faltaba un cuchillo para carne, y las características de la hoja desaparecida se correspondían con las heridas.
Wesley abrió la carpeta del caso Eddie Heath y, extrayendo un bosquejo de la escena del crimen, dibujado por el agente de policía del condado de Henrico que había encontrado al muchacho gravemente herido detrás de una tienda de comestibles, lo dejó junto a la fotografía de Robyn Naismith. Durante unos instantes permanecimos los dos en silencio, mientras nuestros ojos pasaban de una imagen a la otra. Las semejanzas eran mucho más pronunciadas de lo que yo me imaginaba; los dos cadáveres se hallaban prácticamente en la misma posición, desde las manos extendidas a los lados hasta la ropa amontonada de cualquier manera entre sus pies descalzos.
—Debo reconocer que es muy inquietante —comentó Wesley—. Es casi como si la escena de Eddie Heath fuera una imagen reflejada de ésta otra —Tocó la fotografía de Robyn Naismith—. Los cuerpos dispuestos como muñecas de trapo, apoyados contra objetos en forma de caja. Un televisor de gran tamaño. Un contenedor de basura marrón.
Extendió otras fotografías sobre la mesa como si fueran naipes de, juego y apartó otra del montón. Era un primer plano del cadáver de Robyn en la morgue que mostraba claramente los irregulares círculos de mordeduras humanas en el pecho izquierdo y en la cara interior del muslo izquierdo.
—Otra semejanza asombrosa —señaló—. Estas huellas de mordiscos, aquí y aquí, coinciden precisamente con las zonas de carne extirpada en el hombro y el muslo de Eddie Heath —Se quitó las gafas y me miró—. Dicho de otro modo, parece probable que el asesino mordiera a Eddie Heath y luego extirpara la carne para eliminar la evidencia.
—Lo cual quiere decir que el asesino estaba más o menos familiarizado con los métodos forenses —observé.
—Casi todos los delincuentes que han pasado algún tiempo en prisión están familiarizados con los métodos forenses. Si cuando Waddell mató a Robyn Naismith no sabía que las huellas de mordiscos son identificables, a estas alturas sin duda tendría que saberlo.
—Hablas como si este asesinato también fuera suyo —objeté—. Hace un momento has dicho que no daba el perfil adecuado.
—Hace diez años no daba el perfil adecuado. Es lo único que afirmo.
—Tienes su protocolo de evaluación. ¿Podemos comentarlo?
—Desde luego.
El protocolo era en realidad un cuestionario de cuarenta páginas que el FBI rellenaba durante una entrevista cara a cara en la cárcel con todo delincuente violento.
—Hojéalo tu misma —dijo Wesley, y depositó el protocolo de Waddell delante de mí—. Me gustaría escuchar tus opiniones antes de darte las mías.
La entrevista de Wesley con Ronnie Joe Waddell se había producido seis años antes en la galería de condenados a muerte del condado de Mecklenburg. El protocolo empezaba con los habituales datos descriptivos. La actitud de Waddell, su estado emocional, sus hábitos de comportamiento y su estilo de conversación indicaban que se hallaba agitado y confundido. Luego, cuando Wesley le ofreció la posibilidad de formular preguntas, Waddell sólo hizo una: «Al pasar ante una ventana he visto copitos blancos. ¿Está nevando o es ceniza del incinerador?»
La fecha del protocolo, advertí, era de agosto.
Las preguntas acerca de cómo se habría podido evitar el asesinato no conducían a nada. ¿Habría matado Waddell a su víctima en una zona habitada? ¿La habría matado de haber testigos presentes? ¿Había algo que le hubiera impedido matarla? ¿Creía que la pena capital era un factor disuasorio? Waddell declaró que no se acordaba de haber matado a «la señora de la tele». Ignoraba qué habría podido impedirle cometer un acto que no recordaba. Su único recuerdo era que se había sentido «pegajoso». Decía que era como despertar tras una polución nocturna. La sustancia pegajosa a que Ronnie Waddell se refería no era esperma. Era la sangre de Robyn Naismith.
—Su lista de problemas parece bastante vulgar —reflexioné en voz alta—. Dolores de cabeza, una gran timidez, una pronunciada tendencia a soñar despierto, se marchó de casa a la edad de diecinueve años… No veo ninguna de las señales de peligro habituales. No se mencionan actos de crueldad contra animales, incendios, agresiones, etcétera.
—Sigue adelante —me aconsejó Wesley.
Leí por encima unas cuantas páginas más.
—Drogas y alcohol —comenté.
—Si no lo hubieran encerrado, habría muerto de una sobredosis o le habrían pegado un tiro en la calle —dijo Wesley—. Y lo más interesante es que el consumo de drogas no se inició hasta llegar a la edad adulta. Recuerdo que Waddell me contó que no había probado nunca el alcohol hasta después de cumplir los veinte años, cuando ya se había ido de casa.
—¿Se crió en una granja?
—En Suffolk. Una granja relativamente grande en la que se cultivaba cacahuete, maíz y soja. Toda su familia vivía allí y trabajaba para los dueños. Ronnie Joe era el menor de cuatro hermanos. Su madre era muy religiosa y todos los domingos llevaba los niños a la iglesia. Prohibido el alcohol, el lenguaje soez y el tabaco. Tuvo una infancia muy protegida. De hecho, Ronnie nunca se alejó de la granja hasta después de la muerte de su padre, cuando decidió marcharse. Tomó el autobús de Richmond y, debido a su fuerza física, le fue fácil encontrar trabajo. Romper asfalto con un martillo neumático, levantar cargas pesadas, este tipo de cosas. Mi teoría es que no fue capaz de vencer la tentación cuando por fin se le presentó. Primero vinieron la cerveza y el vino, luego la marihuana. En menos de un año se había metido en la cocaína y la heroína, comprando y vendiendo, robando todo lo que encontraba a su alcance.
»Cuando le pregunté cuántos delitos había cometido sin ser detenido por ellos me contestó que no podía contarlos. Dijo que entraba a robar en las casas, que robaba objetos de los coches…, en otras palabras, delitos contra la propiedad. Hasta que un día se metió en la vivienda de Robyn Naismith y ella tuvo la mala suerte de volver a casa y encontrárselo allí.
—No se le describía como un individuo violento, Benton —le hice notar.
—Cierto. Nunca dio el perfil del típico delincuente violento. La defensa alegó demencia temporal debida al consumo de drogas y alcohol. Si he de ser sincero, creo que tenían razón.
»Poco antes de asesinar a Robyn Naismith había empezado a consumir habitualmente PCP Es muy posible que, cuando se encontró con Robyn Naismith, Waddell estuviera completamente alterado y luego le resultara imposible recordar lo que le hizo.
—¿Recuerdas si se llevó algo? —le pregunté—. Me gustaría saber si hubo algún indicio claro de que entró en la casa con la intención de cometer un robo.
—La casa estaba patas arriba. Sabemos que faltaban joyas. Habían desaparecido las medicinas del botiquín y la cartera de Robyn Naismith estaba vacía. Es difícil saber qué más robó, porque la víctima vivía sola.
—¿Alguna relación sentimental?
—Una cuestión fascinante —Wesley contempló abstraído a una pareja entrada en años que bailaba soporíficamente a las notas susurrantes de un saxofón—. Se encontraron manchas de esperma en una sábana de la cama y en la funda del colchón. La mancha de la sábana tenía que ser reciente a menos que Robyn no cambiara la ropa de cama muy a menudo, y sabemos que no fue Waddell el origen de las manchas. No corresponden a su grupo sanguíneo.
—Entre las personas que la conocían, ¿nadie mencionó nunca un amante?
—Nadie. Evidentemente, se suscitó un vivo interés por saber quién era ese hombre, y visto que nunca se puso en contacto con la policía, se sospechó que Robyn Naismith tenía una aventura sentimental, posiblemente con alguno de sus colegas o informantes casados.