Cruel y extraño (22 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco.

BOOK: Cruel y extraño
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—Tengo que anunciarle una mala noticia, señora Dawson —respondió Marino—. Es su hija, Susan. Me temo que la han matado.

Hubo un rumor de piececitos en una habitación cercana y una niña apareció por una puerta situada a nuestra derecha. Se detuvo en el umbral y se nos quedó mirando con grandes ojos azules.

—¿Dónde está el abuelo, Hailey? —A la señora Dawson, ahora con el rostro ceniciento, se le quebró la voz.

—Arriba —Con los tejanos azules y unas zapatillas deportivas de cuero que parecían acabadas de estrenar, Hailey tenía todo el aspecto de un muchachito. Su cabello rubio relucía como el oro, y llevaba gafas para corregir un ojo izquierdo perezoso. Le calculé, como máximo, unos ocho años.

—Ve a decirle que baje —le pidió la señora Dawson—. Y quédate arriba con Charlie hasta que yo vaya a buscaros.

La niña vaciló, sin alejarse del umbral, y se metió dos dedos en la boca. Nos contemplaba a Marino y a mí con mirada cautelosa.

—¡Haz lo que te digo, Hailey!

Hailey se marchó con una brusca erupción de energía.

Nos sentamos en la cocina con la madre de Susan. Su espalda no tocaba el respaldo de la silla. No lloró hasta que llegó su marido, al cabo de unos minutos.

—Oh, Mack —exclamó con voz débil—. ¡Oh, Mack! —Empezó a sollozar.

Él le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia sí. Cuando Marino le explicó lo ocurrido, perdió todo el color y apretó los labios.

—Sí, conozco la calle Strawberry —dijo el padre de Susan—. No sé qué pudo llevarla allí. Por lo que yo sé, no es una zona a la qué tuviera costumbre de ir. Hoy debe de estar todo cerrado. No sé.

—¿Sabe dónde está su marido, Jason Story? —inquirió Marino.

—Está aquí.

—¿Aquí? —Marino miró en derredor.

—Arriba, durmiendo. Jason no se encuentra bien.

—¿De quién son los niños?

—De Tom y Marie. Tom es nuestro hijo. Han venido a pasar las fiestas con nosotros, pero esta tarde han salido temprano. A Tidewater. Para visitar a unos amigos. Deben de estar al llegar —Cogió a su mujer de la mano—. Millie, estas personas tendrán que hacer muchas preguntas. Vale más que vayas a buscar a Jason.

—Preferiría hablar a solas con él durante un minuto —objetó Marino—. ¿Podría conducirme a su cuarto?

La señora Dawson asintió con un gesto, la cara oculta entre las manos.

—Será mejor que vayas a ver qué hacen Charlie y Hailey —le dijo su marido—. E intenta llamar por teléfono a tu hermana. Quizá pueda venir.

Sus ojos, de un azul muy claro, siguieron a su esposa y a Marino hasta que hubieron salido de la cocina. El padre de Susan era alto y de huesos delicados, y su espesa cabellera castaño oscuro tenía muy poco gris. Sus ademanes eran medidos, sus emociones bien contenidas. Susan había heredado de él su aspecto, y quizá también su carácter.

—Su coche es viejo. No posee nada valioso que quisieran robarle, y sé que no podía estar metida en nada. Ni en drogas ni en nada extraño —Me escrutó la cara.

—No sabemos por qué ha ocurrido, reverendo Dawson.

—Estaba embarazada —prosiguió, y se le atragantaron las palabras—. ¿Cómo se puede…?

—No lo sé —respondí—. No sé cómo.

Tosió.

—No tenía pistola.

Por unos instantes, no comprendí a qué se refería. Luego me di cuenta y me apresuré a tranquilizarlo.

—No. La policía no encontró ningún arma. No hay nada que permita suponer que se lo hizo ella misma.

—¿La policía? ¿No es usted policía?

—No. Soy la jefa de Medicina Forense. Kay Scarpetta.

Me miró con expresión aturdida.

—Su hija trabajaba para mí.

—Ah. Naturalmente. Lo siento.

—No sé cómo consolarle —dije con dificultad—. Aún no he empezado a afrontar el hecho yo misma. Pero haré todo lo posible por descubrir qué ha pasado. Quiero que lo sepa.

—Susan hablaba de usted. Siempre había querido ser médico —Desvió la mirada y parpadeó para contener las lágrimas.

—Anoche la vi. Unos momentos, en su casa —Vacilé, resistiéndome a hurgar en su intimidad—. Susan me pareció preocupada. Y últimamente se la veía extraña en el trabajo.

Tragó saliva y entrelazó firmemente los dedos sobre la mesa. Tenía los nudillos blancos.

—Hemos de rezar. ¿Quiere rezar conmigo, doctora Scarpetta? —Extendió la mano—. Por favor.

Cuando sus dedos se cerraron con fuerza sobre los míos, no pude por menos de pensar en el evidente desdén de Susan hacia su padre y su desconfianza hacia todo lo que éste representaba. También a mí me asustaban los fundamentalistas. Me ponía nerviosa cerrar los ojos y coger de la mano al reverendo Mack Dawson mientras él le daba gracias a Dios por una piedad de la que yo no veía ninguna muestra y hablaba de promesas que Dios ya no estaba a tiempo de cumplir. Abrí los ojos y retiré la mano. Durante un incómodo instante temí que el padre de Susan percibiera mi escepticismo y me pidiera cuentas de mis creencias. Pero el rostro de mi alma no era lo que más le importaba en aquellos momentos.

En el piso de arriba sonó una voz fuerte, una protesta amortiguada que no alcancé a entender. Una silla arañó el suelo. El teléfono sonó una y otra vez, y la voz se alzó de nuevo en un grito visceral de ira y dolor. Dawson cerró los ojos y masculló entre dientes algo que me pareció bastante extraño. Creí oír: «Quédate en tu habitación.»

Jason ha estado aquí todo el día—me informó. Le latía visiblemente el pulso en las sienes—. Me doy cuenta de que puede hablar por sí mismo, pero quería que lo supiera usted por mí.

—Ha dicho usted antes que no se encuentra bien.

—Se ha despertado con un catarro, con un principio de catarro. Susan le tomó la temperatura después de almorzar y le aconsejó que se metiera en la cama. Nunca le haría daño… Bien —Volvió a toser—. Comprendo que la policía debe preguntar, que debe tener en cuenta la situación doméstica, pero le aseguro que no es el caso.

—Reverendo Dawson, ¿a qué hora salió Susan de casa y adónde dijo que iba?

—Se fue después de comer, después de que Jason se acostara. Creo que sería la una y media o las dos. Dijo que iba a casa de una amiga.

—¿Qué amiga?

Miró fijamente la pared.

—Una amiga que iba a la escuela secundaria con ella. Dianne Lee.

—¿Dónde vive Dianne?

—En Northside, cerca del seminario.

—El coche de Susan se encontró en la calle Strawberry, no en Northside.

—Supongo que si alguien… Hubiera podido terminar en cualquier parte.

—Convendría saber si llegó a casa de Dianne y de quién partió la idea de la visita.

Se levantó y empezó a abrir los cajones de la cocina. Necesitó tres intentos para dar con la guía telefónica. Le temblaban las manos mientras pasaba las páginas y marcaba el número. Tras carraspear varias veces, pidió hablar con Dianne.

—Comprendo. ¿Qué ha sido eso? —Quedó unos instantes a la escucha—. No, no —Se le quebró la voz—. No van bien las cosas.

Permanecí en silencio mientras explicaba lo ocurrido, y me lo imaginé muchos años antes, rezando y hablando por teléfono mientras se enfrentaba a la muerte de su otra hija, Judy. Cuando regresó a la mesa, me confirmó lo que ya temía. Susan no había visitado a su amiga aquella tarde ni había tenido ninguna intención de hacerlo. Su amiga no estaba en la ciudad.

—Está en Carolina del Norte, con la familia de su marido —me explicó el padre de Susan—. Hace varios días que se fue. ¿Por qué habría de mentir Susan? No hacía falta. Siempre le había dicho que, pasara lo que pasara, no necesitaba mentir.

—Por lo visto, no quería que nadie supiera adónde iba ni a quién iba a ver. Sé que esto suscita especulaciones poco gratas, pero hemos de afrontarlas —dije con delicadeza.

Se miró las manos.

—¿Se llevaban bien Jason y ella?

—No lo sé —Se esforzó por recobrar la compostura—. Dios mío, otra vez no —Volvió a susurrar algo curioso—: Vete a tu habitación. Vete, por favor —Acto seguido, me miró con ojos inyectados en sangre—. Tenía una hermana gemela. Judy murió cuando estaban en la escuela secundaria.

—En un accidente de tráfico, sí. Susan me lo contó. Lo siento muchísimo.

—Nunca llegó a superarlo. Le echaba la culpa a Dios. Me echaba la culpa a mí.

—Yo saqué otra impresión —objeté—. Si le echaba la culpa a alguien, era a una chica llamada Doreen.

Dawson se sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó discretamente.

—¿A quién? —preguntó.

—A una chica de la escuela secundaria que supuestamente era bruja.

Meneó la cabeza.

—¿Y le echó una maldición a Judy?

Pero era inútil explicar más. Resultaba evidente que Dawson no sabía de qué le estaba hablando. Hailey entró en la cocina y los dos nos volvimos hacia ella. Tenía ojos asustados y apretaba contra el pecho un guante de béisbol.

—¿Qué llevas ahí, preciosa? —le pregunté, e intenté sonreír.

Se me acercó. Pude percibir el olor del cuero nuevo. El guante iba atado con un cordel, con una pelota de softball en el centro como una gran perla grande dentro de una ostra.

—Me lo ha regalado tía Susan —respondió con una vocecita fina—. Hay que ablandarlo. Tía Susan dice que tengo que meterlo debajo del colchón durante una semana.

Su abuelo la cogió en brazos y la sentó sobre sus rodillas. Hundió la nariz en sus cabellos y la abrazó con fuerza.

—Necesito que vayas un ratito a tu habitación, cariño. ¿Querrás hacerme este favor para que yo pueda ocuparme de las cosas? ¿Sólo un ratito?

La niña asintió con la cabeza sin quitarme la vista de encima.

—¿Qué hacen Charlie y la abuela?

—No lo sé —Saltó de su regazo y nos dejó de mala gana.

—Ya lo había dicho usted antes —observé.

Puso una expresión desconcertada.

—Le ha dicho que se fuera a su habitación —proseguí—. Se lo he oído decir hace poco, que se fuera a su habitación. ¿A quién se lo decía?

Bajó la mirada.

—El yo es un niño. El yo siente con gran intensidad, llora, no puede controlar las emociones. A veces es mejor enviar el yo a su habitación, como acabo de hacer con Hailey. Para mantenerse entero. Es un truco que aprendí. Lo aprendí cuando era pequeño, no tuve más remedio; mi padre no reaccionaba bien si me veía llorar.

—No hay nada malo en llorar, reverendo Dawson.

Se le llenaron los ojos de lágrimas. Oí las pisadas de Marino en la escalera. Entró en la cocina a grandes pasos y Dawson volvió a repetir la frase, con angustia, en un murmullo.

Marino lo miró perplejo.

—Creo que ha llegado su hijo —le anunció.

El padre de Susan empezó a llorar de un modo incontenible mientras fuera sonaban portezuelas de coche en la oscuridad invernal y se oían risas en el porche.

La comida de Navidad fue a parar a la basura. Me pasé la tarde paseando de un lado a otro por la casa y hablando por teléfono mientras Lucy permanecía encerrada en mi estudio.

Había asuntos que resolver. El homicidio de Susan había sumido la oficina en un estado de crisis. El caso tendría que llevarse a puerta cerrada, evitando que las fotografías pudieran ser vistas por quienes la conocían. La policía tendría que registrar su despacho y su armario. Querrían interrogar a los miembros de mi personal.

—No puedo ir—se disculpó Fielding, mi delegado, cuando le llamé por teléfono.

—Lo comprendo —respondí con un nudo en la garganta—. No espero ni deseo que venga nadie.

—¿Y tú?

—Yo tengo que estar presente.

—Dios mío. No puedo creer que haya ocurrido esto. Es que no puedo creerlo.

El doctor Wright, mi delegado en Norfolk, accedió amablemente a desplazarse hasta Richmond a primera hora de la mañana siguiente. Como era domingo, no había nadie en el edificio a excepción de Vander, que había venido a colaborar con la Luma—Lite. Aunque mi estado de ánimo me hubiera permitido realizar la autopsia de Susan, igualmente me habría negado. Lo peor que podía hacer por ella era poner su caso en peligro exponiéndome a que la defensa cuestionara la objetividad y el juicio de una forense que era también la jefa de la víctima. Así pues, me senté ante un escritorio de la morgue mientras Wright trabajaba. De vez en cuando me dirigía algún comentario entre el tintineo de los instrumentos de acero y el ruido del agua corriente, mientras yo miraba los ladrillos de la pared. No toqué ni un solo papel ni pegué una sola etiqueta en un tubo de ensayo. Ni siquiera me volví para mirar.

Una vez le pregunté:

—¿Ha olido algo en la ropa? ¿Una especie de colonia?

Dejó lo que estaba haciendo y le oí dar varios pasos.

—Sí, decididamente. En el cuello del abrigo y en el pañuelo.

—¿Diría que huele a colonia masculina?

—Hmmm. Creo que sí. Sí, yo diría que es un aroma masculino. ¿Sabe si su marido usa colonia? —Wright, un hombre calvo y de barriga prominente, que hablaba con acento de Virginia occidental, se acercaba a la edad de la jubilación. Era un patólogo forense muy capaz, y sabía exactamente lo que yo estaba pensando.

—Buena pregunta —respondí—. Le pediré a Marino que lo compruebe. Pero ayer su marido no se encontraba bien y fue a acostarse después de comer. Eso no quiere decir que no se pusiera colonia. No quiere decir que su padre o su hermano no llevaran colonia y le dejaran el olor en el abrigo cuando la abrazaron.

—Por lo visto era un arma de pequeño calibre. No hay orificios de salida.

Cerré los ojos y escuché.

—La herida de la sien derecha mide cuarenta y ocho milímetros y contiene un centímetro y cuarto de humo; una marca incompleta. Hay algún graneado y un poco de pólvora, pero la mayor parte se habrá repartido por el cabello. Algo de pólvora en el músculo temporal. Casi nada en el hueso y la dura.

—¿Trayectoria? —pregunté.

—La bala atraviesa el aspecto posterior del lóbulo frontal derecho, cruza el anterior hasta los ganglios básales, choca con el hueso temporal izquierdo y queda atascada en el músculo, debajo de la piel. Estamos hablando de una bala de plomo sencilla, ah, forrada de cobre pero no blindada.

—¿Y no se fragmentó?

—No. Luego tenemos una segunda herida en la nuca. Márgenes negros, quemados y con abrasiones, con la marca de la boca del cañón. Una pequeña laceración como de un milímetro y medio en los bordes. Mucha pólvora en los músculos occipitales.

—¿Contacto total?

—Sí. A mí me da la impresión de que le clavó el cañón con fuerza en el cuello. La bala entra por la juntura entre el foramen mágnum y la primera cervical, y atraviesa la juntura cervicalmedular. Luego sube directamente hacia el puente de Varolio.

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