—Tal vez sí —concedí—. Pero no la mató él.
—No. La mató Ronnie Joe Waddell. Echémosle una mirada.
Abrí la carpeta de Waddell y le pasé a Wesley las fotografías del reo ejecutado al que yo había hecho la autopsia la noche del trece de diciembre.
—¿Es éste el hombre al que entrevistaste hace seis años?
Wesley examinó las fotografías con expresión imperturbable, una por una. Contempló los primeros planos de la cara y la nuca y miró brevemente las fotos del torso y las manos. Luego cogió el protocolo de evaluación de Waddell, desprendió la foto de su ficha y empezó a compararla mientras yo lo miraba.
—Veo un parecido —observé.
—Y eso es lo máximo que podemos decir —añadió Wesley—. La foto de la ficha tiene diez años. Waddell llevaba barba y bigote, y era muy musculoso pero delgado. Tenía el rostro enjuto —Hizo una pausa y señaló una de las fotografías de la morgue—. Este tipo está afeitado y es mucho más grueso. La cara es mucho más rolliza. Basándome sólo en estas fotos, no puedo asegurar que se trate del mismo hombre.
Yo tampoco podía confirmarlo. De hecho, yo misma tenía fotos antiguas en las que no me reconocería nadie.
—¿Qué se te ocurre que podemos hacer para resolver este problema? —le pregunté.
—Te diré lo que pienso —respondió, mientras recogía las fotografías e igualaba los cantos con unos golpecitos sobre la mesa—. Tu viejo amigo Nick Grueman tiene algún papel en todo esto, y he estado pensando en la mejor manera de abordarlo sin descubrir nuestras cartas. Si Marino o yo hablamos con él, comprenderá al instante que ocurre algo extraño.
Vi adónde conducía todo esto e intenté interrumpirle, pero Wesley no me dejó.
—Marino me ha hablado de tus dificultades con Grueman, que telefonea y, en general, te hace ir de cabeza. Y está también el pasado, naturalmente, los años que pasaste en Georgetown. Quizá tendrías que hablarle tú.
—No quiero hablar con él, Benton.
—Puede ser que tenga fotos de Waddell, cartas u otros documentos. Algo que conserve huellas de Waddell. También cabe la posibilidad de que en el curso de la conversación diga algo revelador. La cuestión es que, si lo deseas, puedes acceder a él en el desempeño de tus actividades normales, mientras que los demás no podemos. Y de todos modos has de ir a Washington para ver a Downey.
—No —repetí.
—Sólo es una idea —Se giró hacia la camarera y le pidió la cuenta con un ademán—. ¿Cuánto tiempo va a quedarse Lucy contigo? —preguntó.
—No tiene que volver a clase hasta el siete de enero.
—Recuerdo que era bastante hábil con los ordenadores.
—Es más que bastante hábil.
Wesley esbozó una ligera sonrisa.
—Eso me ha contado Marino. Según dice, Lucy cree que podría ayudarnos en lo de AFIS.
—Estoy segura de que le gustaría intentarlo —De pronto volví a sentirme protectora, y desgarrada. Quería mandarla de vuelta a Miami, pero al mismo tiempo la quería a mi lado.
—No sé si lo recuerdas, pero Michelle trabaja para el Departamento de Servicios de justicia Criminal, que ayuda a la policía del Estado en el manejo de AFIS.
—Yo diría que, en estos momentos, eso debería tenerte un poco preocupado —Apuré el coñac.
—No hay ni un día de mi vida en el que no esté preocupado —replicó.
A la mañana siguiente empezó a caer una ligera nevada mientras Lucy y yo nos vestíamos con unas prendas de esquí que podían divisarse desde ahí hasta el Eiger.
—Parezco un cono de tráfico —comentó Lucy, al verse reflejada de naranja chillón en el espejo.
—De eso se trata. Si te pierdes en la nieve, no será difícil dar contigo —Engullí una cápsula de vitaminas y dos aspirinas con un agua mineral del minibar.
Mi sobrina examinó mi atuendo, casi tan eléctrico como el de ella, y meneó a la cabeza.
—Para lo conservadora que sueles ser, a la hora de hacer deporte te vistes como un pavo real de neón.
—Intento no quedar siempre como una chapada a la antigua. ¿Tienes hambre?
—Me estoy muriendo.
—He quedado con Benton a las ocho y media en el comedor. Pero podemos bajar ahora mismo, si no quieres esperar.
—Estoy lista. ¿Connie no desayuna con nosotros?
—Nos encontraremos con ella en las pistas. Benton quiere hablar conmigo antes.
—¿Y no le molesta verse excluida? —preguntó Lucy—. Por lo visto, cada vez que habla con alguien, ella se queda al margen.
Cerré con llave la habitación y echamos a andar por el corredor silencioso.
—Sospecho que Connie prefiere no saber nada —respondí en voz baja—. Conocer todos los detalles del trabajo de su marido sería una carga para ella.
—Y entonces él los comenta contigo.
—Hablamos de los casos, sí.
—Del trabajo. Y el trabajo es lo que más os importa a los dos.
—Parece que el trabajo' domina nuestras vidas, ciertamente.
—¿Vais a tener una aventura el señor Wesley y tú?
—Vamos a desayunar juntos —dije sonriendo.
Como era de esperar, el Homestead ofrecía un bufé apabullante. Las largas mesas cubiertas de manteles de hilo estaban repletas de tocino y jamón de Virginia curado, huevos preparados de todas las maneras imaginables, bollería, panecillos y pasteles. Lucy, sin inmutarse ante aquellas tentaciones, se encaminó directamente hacia los cereales y la fruta del tiempo. Avergonzada por su ejemplo y por el reciente sermón que le había endilgado a Marino a propósito de su salud, decidí portarme bien y renuncié a todo lo que me apetecía, incluso al café.
—Todos te miran, tía Kay —observó Lucy en un susurro.
Supuse que esta atención se debía a nuestro vibrante atavío, hasta que abrí el Washington Post de la mañana y me llevé un sobresalto al verme en primera plana. Los titulares rezaban: «ASESINATO EN LA MORGUE», y el artículo consistía en una prolija relación del homicidio de Susan complementada con una fotografía, situada en un lugar destacado, en la que se me veía llegar a la escena del crimen con una expresión muy tensa. Resultaba evidente que la principal fuente de información del periodista había sido el angustiado esposo, Jason, cuyas declaraciones daban a entender que su esposa se había despedido del trabajo en circunstancias peculiares, si no sospechosas, menos de una semana antes de sufrir una muerte violenta.
Se afirmaba, por ejemplo, que Susan había tenido recientemente un enfrentamiento conmigo cuando intenté incluirla como testigo en el caso de un chico asesinado a pesar de que ella no había estado presente en la autopsia. Cuando Susan enfermó y dejó de ir a trabajar «después de un derrame de formalina», yo la llamaba a casa con tanta frecuencia que no se atrevía a descolgar el teléfono, y luego hice «acto de presencia ante su puerta la noche antes de que muriera asesinada» para llevarle una flor de la Pascua y vagas promesas de favores.
«Salí a hacer unas compras de Navidad y al volver a casa me encontré a la jefa de Medicina Forense en la salita de estar —decía el esposo de Susan en el artículo—. Se fue inmediatamente [la doctora Scarpetta], y nada más cerrarse la puerta Susan se echó a llorar. Estaba muy asustada por algo, pero no quiso decirme por qué.»
Por más que me disgustó verme públicamente desacreditada por Jason Story, aún fue peor la revelación de las últimas transacciones económicas de Susan. Al parecer, dos semanas antes de morir había pagado facturas de sus tarjetas de crédito por valor de más de tres mil dólares, después de ingresar tres mil quinientos dólares en su cuenta corriente. Esta repentina prosperidad era inexplicable. Su marido había perdido su empleo como vendedor durante el otoño, y Susan ganaba menos de veinte mil dólares al año.
—Está aquí el señor Wesley —me anunció Lucy, y me quitó el periódico.
Wesley vestía unos pantalones de esquí negros y un jersey de cuello de cisne, con un anorak de un rojo brillante sujeto bajo el brazo. Por la expresión de su cara, la firmeza de la mandíbula, me di cuenta de que había leído la prensa.
—¿Intentó hablar contigo el periodista del Post? —Apartó una silla—. No puedo creer que hayan publicado ese condenado artículo sin darte una posibilidad de exponer tu punto de vista.
—Ayer llamó alguien del Post cuando me iba de la oficina —respondí—. Quería entrevistarme acerca del homicidio de Susan, y preferí no hablar con él. Supongo que ésa fue mi posibilidad.
—O sea que no sabías nada, no te imaginabas el cariz que iban a darle.
—Estaba a oscuras hasta que he abierto el periódico.
—Es la noticia del día, Kay —Me miró a los ojos—. Lo he oído esta mañana en la televisión. Me ha llamado Marino. Todos los medios de comunicación de Richmond están lanzados. La idea es que el asesinato de Susan puede estar relacionado con la Oficina de Medicina Forense, que tú puedes estar implicada y por eso te has marchado repentinamente de la ciudad.
—Es una locura.
—¿Qué hay de verdad en ese artículo?
—Los hechos están completamente distorsionados. Es cierto que llamé varias veces a casa de Susan cuando dejó de acudir al trabajo. Quería asegurarme de que se encontraba bien, y luego surgió la necesidad de averiguar si le había tomado las huellas a Waddell en la morgue. Fui a verla la víspera de Navidad para llevarle un regalo y la flor. Supongo que lo de la promesa de favores se refiere a cuando me anunció que no volvería al trabajo y le dije que me llamara si necesitaba referencias o cualquier cosa que pudiera hacer por ella.
—¿Es cierto que no quisiste incluirla como testigo en el caso de Eddie Heath?
—Eso sucedió la tarde en que rompió varios frascos de formalina y subió a mi despacho a reponerse. Normalmente anotamos como testigos a todos los técnicos y ayudantes que colaboran en una autopsia. En esta ocasión, Susan sólo estuvo presente durante el examen externo, y se negó en redondo a que su nombre apareciera en el informe de la autopsia de Eddie Heath. Su actitud y su petición me parecieron insólitas, pero no hubo ningún enfrentamiento.
Tal como lo presenta este artículo, se diría que le pagaste para que se fuera del trabajo —intervino Lucy—. Es lo que pensaría yo si leyera el artículo y no supiera nada más.
—Yo no le pagué para que dejara el trabajo, ciertamente, pero da la impresión de que alguien lo hizo —respondí.
—Todo empieza a cobrar un poco de sentido —dijo Wesley—. Si lo que dice el periódico de su situación económica es cierto, Susan acababa de recibir una considerable suma de dinero, lo cual significa que debió prestarle un servicio a alguien. Hacia esas mismas fechas, alguien se infiltró en tu ordenador y la personalidad de Susan sufrió un cambio. Se volvió nerviosa y poco digna de confianza. Te evitaba siempre que podía. Creo que no podía enfrentarse a ti, Kay, porque sabía que te estaba traicionando.
Asentí en silencio, esforzándome por no perder la compostura. Susan se había metido en algo de lo que no sabía cómo salir, y se me ocurrió que quizás ésta fuese la verdadera explicación de por qué había evitado participar en la autopsia de Eddie Heath y luego en la de Jennifer Deighton. Sus arrebatos emocionales no tenían nada que ver con la brujería ni con el mareo producido por los vapores de formalina. La dominaba el pánico. No quería figurar como testigo en ninguno de los dos casos.
—Interesante —opinó Wesley cuando expuse mi teoría—. Si nos preguntamos qué cosa de valor podía tener Susan para vender, la respuesta es información. Si no participaba en las autopsias no tenía información. Y la persona que le compraba esta información es probablemente la persona con que iba a reunirse el día de Navidad.
—¿Qué información puede ser tan importante que alguien esté dispuesto a pagar miles de dólares por ella y luego asesine a una mujer embarazada? preguntó Lucy con brusquedad.
No lo sabíamos, pero podíamos conjeturarlo. Una vez más, el denominador común parecía ser Ronnie Joe Waddell.
—Susan no se olvidó de tomarle las huellas a Waddell o a quienquiera que fuese ejecutado en su lugar —afirmé—. Se abstuvo deliberadamente de tomárselas.
—Eso parece —asintió Wesley—. Alguien le pidió que se olvidara de tomarle las huellas. O que perdiera las tarjetas si tú o algún otro miembro de tu personal se las tomaba.
Pensé en Ben Stevens. El muy cabrón.
—Y esto nos lleva otra vez a lo que estuvimos hablando ayer, Kay —prosiguió Wesley—. Hemos de volver a la noche en que se supone que Waddell fue ejecutado y determinar con toda certeza quién se sentó en la silla. Y una manera de empezar es con el AFIS. Lo que necesitamos saber es si se han manipulado los datos y, en caso afirmativo, cuáles —Ahora se dirigía a Lucy—. He tomado medidas para que puedas examinar las cintas de diario, si estás dispuesta.
—Estoy dispuesta —respondió Lucy—. ¿Cuándo quieres que empiece?
—Puedes empezar cuando gustes, porque el primer paso puede hacerse por teléfono. Tienes que llamar a Michelle. Es analista de sistemas para el Departamento de Servicios de justicia Criminal, y trabaja en la sede central de la policía del Estado. Su tarea tiene que ver con AFIS, y ella misma te explicará en detalle cómo funciona todo. Luego empezará a montar las cintas de diario para que puedas acceder a ellas.
—¿No le importa que me ocupe yo de esto? —preguntó Lucy cautelosamente.
—Al contrario. Está entusiasmada. Las cintas de diario no son más que registros de verificación, una lista de los cambios efectuados en la base de datos de AFIS. Dicho de otro modo, no son legibles. Creo que Michelle dijo que eran un «enredo hex», si eso significa algo para ti.
—Hexadecimal, o en base dieciséis. Es decir, que son unos jeroglíficos —explicó Lucy—. Significa que tendré que descifrar los datos y escribir un programa que busque cualquier cosa que no cuadre con los números de identificación de los registros en que estéis interesados.
—¿Puedes hacerlo? —quiso saber Wesley.
—En cuanto averigüe el código y la disposición de los registros. ¿Por qué no lo hace esa analista que conoces?
—Queremos que todo se haga de la manera más discreta posible. Llamaría mucho la atención que Michelle abandonara de pronto sus tareas habituales y empezara a revisar esas cintas durante diez horas al día. Tú puedes trabajar en casa de tu tía sin que te vea nadie, comunicándote por una línea de diagnóstico.
—Siempre y cuando las llamadas de Lucy no puedan rastrearse hasta mi residencia—objeté.
—No lo serán —me aseguró Wesley.