Authors: James Lowder
Al otro lado del pabellón, el Señor de Hierro se desperezó. Dejó el estrado y fue a paso lento hasta la entrada para mirar al exterior. Los primeros rayos del sol asomaban por encima de las colinas, iluminando el campamento con una luz débil. Torg movió la cabeza para aliviar el dolor del cuello.
—Estaba seguro de que los malditos orcos atacarían más temprano —rezongó—. Quizás el sol les dé un poco más de coraje.
Como si fuera una respuesta a los deseos del rey enano, un mensajero irrumpió en la tienda.
—¡Señor de Hierro! —jadeó, mientras se arrodillaba—. Los orcos se han dejado ver. Están en el lado este del campamento.
—¡Ja! ¡Ahora pagarán por el asesinato de la escolta! —gritó con tanto ánimo que despertó a Vangerdahast y asustó a los pájaros.
Alusair, que ya llevaba puesta la coraza, se apresuró a ponerse los guardabrazos.
—¿Han atacado? —le preguntó al mensajero.
—Todavía no —contestó el enano, enjugándose el sudor de la frente—. Están formados para el combate en el campo por el este.
—Señor de Hierro, quizá sería conveniente para todos evitar este conflicto —intervino Azoun—. Tal vez los orcos atiendan a razones y se marchen.
—¿Razones? —se burló Torg—. ¿Los orcos atendiendo a razones? No os quiero ofender, Azoun, pero no sabéis nada de orcos. Han venido a combatir.
—¿Qué pasará con la cruzada? —inquirió Vangerdahast con una voz cargada de sueño—. Las tropas que mueran, si esto acaba en batalla, harán falta después en la Alianza. Además —añadió el hechicero decidido a apelar al honor de Torg—, prometisteis que dos mil enanos de Tierra Rápida nos ayudarían contra los tuiganos.
—Está bien —aceptó Torg después de murmurar algo vil sobre los magos—. Veremos qué puede hacer la diplomacia. Es tu funeral, mago. Y recuerda: el primer orco que levante una espada o un arco acabará con un dardo entre ceja y ceja.
Vangerdahast se arregló un poco la barba y escoltó a los dos reyes y a la princesa. A la comitiva de Torg se unió de inmediato una compañía de guardias de elite. Como era habitual, los guardaespaldas no pronunciaron palabra mientras marchaban hacia el límite este del campamento. Por su parte, Vangerdahast tampoco soltaba palabra; repasaba los hechizos que eran útiles en un ataque. Azoun conversaba en voz baja con Alusair, pero la charla acabó bruscamente en cuanto el soberano cormyta vio a las tropas enanas.
El ejército de Tierra Rápida estaba formado en perfecto orden. A lo largo de centenares de metros a izquierda y derecha de Azoun, la línea de combate de tres en fondo se extendía recta como una flecha. Las armaduras plateadas reflejaban los rayos del sol, y dos mil manos empuñaban ballestas y espadas. Los cornetas y tamborileros se mezclaban con las tropas, listos para dar la señal de ataque. Los estandartes de los clanes se elevaban por encima de los yelmos. Estos símbolos —martillos, yunques y armas diversas— eran puntos de reunión para los soldados.
La impresionante formación enana miraba en silencio hacia el este, donde el sol asomaba por encima de las colinas. Allí, recortado contra el sol, se encontraba el ejército orco.
Los dos ejércitos era un ejemplo de contraste. A diferencia de los enanos, vestidos con armaduras, los orcos sólo llevaban corazas de cuero negro. Unos pocos usaban cotas de malla o alguna pieza suelta de armadura, pero la mayoría de las encorvadas criaturas se protegían con aquellos cueros agrietados por el tiempo y los elementos. Sin embargo, todos ponían un toque personal con trozos de tela de colores vivos arrebatadas a algún enemigo muerto, o huesos y pieles de alguna bestia. Las tropas enanas permanecían inmóviles en la formación, mientras que los orcos formaban grupos e incluso estaban acostados en la hierba, a la espera de las órdenes. Algunos iban armados con espadas mal cuidadas y el resto iba provisto con todas las armas imaginables: mayales, mazas, hachas, lanzas, incluso alabardas. Los estandartes eran calaveras auténticas o burdas reproducciones de ojos reventados y dedos rotos.
Alusair vio los tambores entre las tropas orcas y se los señaló al rey. Torg asintió al tiempo que mandaba orden a los arqueros para que dirigieran el primer disparo contra ellos. El Señor de Hierro cogió el yelmo de manos del escudero y lo sujetó bajo el brazo. Señaló hacia el centro de la línea enemiga, donde sobresalía un cráneo enorme, quizás el de un gigante, clavado en la punta de una lanza.
—Allí debe de estar el jefe, si es que estos salvajes saben lo que es un jefe.
A una señal de Azoun, Vangerdahast recitó un hechizo. En cuanto acabó, se llevó las manos a la boca a modo de bocina, y gritó: «Jefe de los orcos, queremos parlamentar». Las palabras, aumentada la potencia gracias a la magia, se escucharon con toda claridad en el campo.
—Espero que entiendan el Común —comentó Vangerdahast después de transmitir el mensaje.
Se produjo una conmoción alrededor del estandarte del cráneo gigante. A través de los cincuenta metros que separaban a los ejércitos, Azoun vio a varios orcos provistos de espadas que señalaban frenéticos a un soldado muy alto. Este orco, a su vez, cogió a un compañero por el cuello y lo empujó hacia las líneas enemigas. El soldado avanzó de mala gana, insultó a los camaradas por encima del hombro y después dio un par de pasos más en dirección a los enanos.
—No matar —gritó en un pésimo Común—. Yo hablar por Vrakk.
Azoun conferenció en voz baja con Torg y Vangerdahast. Los tres avanzaron para situarse delante de las tropas. El hechicero preparó un hechizo para proteger a Azoun, que siguió caminando con las manos levantadas.
—Soy el rey Azoun de Cormyr —gritó en Común, pronunciando cada palabra con toda claridad—. No queremos pelea pero lucharemos si es necesario.
Las palabras del rey tuvieron un efecto asombroso entre las tropas orcas. El soldado que hacía de portavoz regresó corriendo junto al gigante orco, que debía de ser Vrakk. Los orcos comenzaron a discutir entre ellos. Unos pocos amenazaron al rey con sus armas y otros continuaron acostados en la hierba, pero la mayoría participó en el debate.
Por fin el gigante apartó de un puñetazo a un soldado que se interponía en su camino, avanzó una docena de pasos en tierra de nadie y descargó una palmada sobre los muslos.
—Tú Ak-soon —gritó en un Común horroroso. Se golpeó el pecho y añadió—: Yo Vrakk de Zhentil Keep, estar aquí para luchar contigo contra hombres a caballo.
Los enanos se agrupaban a un lado del pabellón; los orcos en el otro. En la mesa el rey Azoun, la princesa Alusair y Vangerdahast formaban un tercer grupo entre Torg y Vrakk, que intercambiaban miradas de odio mientras bebían cerveza. Hasta el momento, sólo se escuchaba el murmullo de los orcos; los demás permanecían en silencio.
Vrakk, el líder de los orcos, levantó la jarra de plata y bebió con fruición un buen trago de cerveza. El líquido marrón le chorreó por las mejillas verde gris y del labio inferior, que sobresalía empujado por los enormes colmillos.
—Nosotros pelear por Ak-soon —afirmó, en cuanto acabó de beber—. Amo del Keep no decir pelear por los
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. —El jefe orco levantó el morro en un gesto despectivo.
Los orcos presentes manifestaron su aprobación con gritos y gruñidos. Muchos de ellos, sucios y con las babas chorreando, repitieron la palabra
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con un tono de asco. Los enanos ya tenían las manos puestas sobre las empuñaduras de las armas, así que los orcos no advirtieron que todos apretaban las manos, dispuestos a sacarlas.
Azoun miró a Vangerdahast, que encogió los hombros. El hechicero se valía de un encantamiento que le permitía entender las palabras de los enanos y los orcos, pero el término que había empleado el líder orco no parecía tener traducción.
—¿Luchar con quién? —le preguntó Vangerdahast a Vrakk en Común.
—Los
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—replicó el orco con un brillo malévolo en los ojos, que eran como cuentas rojas. Hizo un gesto que abarcaba al rey enano y a las tropas—. Todos ser
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. —El tono dejaba bien claro que se trataba del peor de los insultos.
—No estoy dispuesto a soportarlo, Azoun —declaró Torg, que cerró la mano en un puño y la sostuvo delante de la boca—. No me quedaré aquí tan tranquilo mientras esa bestia me insulta.
—¿Y si os ordeno que luchéis junto a los enanos? —le preguntó Azoun al líder orco.
—Si Ak-soon ordenarlo —contestó Vrakk—, nosotros obedecer. —Apoyó el codo sobre la mesa y se inclinó un poco para rascarse el peludo antebrazo—. Esa ser ley de Zhentil Keep.
—¿Incluso si os ordeno que debéis combatir al lado de los… —Hizo una pausa con la mirada puesta en Torg—…
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?.
—Seguir a Ak-soon —respondió Vrakk, que al escuchar la pregunta había hecho una mueca tan exagerada que los colmillos casi le tocaron el hocico.
—Que él os siga si quiere —exclamó Torg, que se levantó indignado—. Yo no. Prefiero que todos los engendros del reino de los muertos ataquen Faerun antes que luchar junto a esa escoria. —Con un ademán indicó a los guardias que salieran, y después se marchó él. Los gritos de burla de los orcos acompañaron la salida de los enanos.
Azoun escuchó las órdenes que gritaba el Señor de Hierro. Alusair se las tradujo.
—Acaba de ordenar a los guardias que maten a cualquier orco que no se haya marchado del campamento dentro de una hora.
—Los enanos no ser buenos guerreros, ¿eh, Ak-soon? —gritó el líder orco, y descargó un puñetazo sobre la mesa que hizo saltar todo lo que había encima mientras soltaba una risotada. El resto de sus compañeros secundó las risas.
—Hablaré con el Señor de Hierro a ver qué puedo conseguir, padre —ofreció Alusair con una mano sobre la empuñadura de la espada. Observó a los orcos con una expresión de desprecio—. Si no quieres que estalle una batalla en el campamento, dile a estos… soldados que regresen inmediatamente al lugar donde los encontramos, en el campo al este de aquí. Las tropas de Torg cumplirán con las órdenes a rajatabla.
—¿Qué decir, muchacha? —preguntó Vrakk, con un tono feroz—. ¿Tú crees que los
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asustarnos? —Golpeó la jarra de plata contra la mesa con tanta fuerza que la abolló—. Nosotros marchar cuando estar preparados.
Alusair desenvainó la espada, una acción que imitaron la docena de orcos presentes. Azoun y Vangerdahast se levantaron sin hacer movimientos bruscos; el hechicero preparó un encantamiento para sacar a los humanos de allí si las cosas iban a mayores. Por unos instantes, sólo se oyó la respiración pesada de los orcos. Para sorpresa de todos, Vrakk no se movió. Permaneció sentado, con la jarra entre las manos, mirando a la princesa.
—Tú distinta de Ak-soon, muchacha. Gustarte los
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, malos soldados.
—Mira la jarra, cerdo —siseó Alusair—. ¿Ves los cráneos que apilan los enanos? Son cráneos de orcos. —Señaló a Vrakk con la espada—. Torg añadirá el tuyo a la pila y yo estoy dispuesta a ayudarlo.
—¡Basta! —gritó Azoun, que apartó de un manotazo la espada de la princesa—. Sal de aquí, Allie. Nos veremos en el pabellón de Torg en un minuto.
—No me iré hasta que no te vea lejos de estos animales —replicó Alusair, sin apartar la mirada de Vrakk.
—Te digo que te vayas, Alusair —repitió Azoun. Cogió a la muchacha por los hombros y la obligó a volverse—. Ahora mismo.
La princesa comprendió por la mirada del rey que de nada serviría discutir. Calmó la preocupación por la seguridad del padre pensando que Vangerdahast se ocuparía de protegerlo. Con una última mirada de amenaza a Vrakk salió de la tienda.
Azoun advirtió cómo se relajaba la tensión en cuanto Alusair salió del pabellón. Sólo Vangerdahast mantuvo la concentración necesaria para realizar el encantamiento, aunque los orcos habían envainado las armas. Vrakk continuó mirando los grabados en la jarra enana.
—Nosotros seguir a Ak-soon —afirmó el jefe orco—, pero no dejar a Torg nuestros cráneos. —Vrakk apartó la mirada de la jarra para mirar al monarca cormyta—. ¿Cuáles ser órdenes para los orcos?
—Creo que lo mejor es atender a la petición de los enanos. Llevaos a vuestras tropas al campo del este.
Vrakk se levantó en el acto y dio una orden en su lengua. Los soldados zhentarim murmuraron una protesta, pero salieron del pabellón para dirigirse al este, donde permanecía la mayor parte del ejército orco; sólo unos cuantos se habían aventurado a entrar en el campamento enano. Cada vez que veía alguno, Vrakk le ordenaba que se marchara, y si el orco se demoraba no vacilaba en darle un puñetazo para recordarle cuál era su obligación.
En cuanto Vrakk y sus soldados salieron del campamento, Azoun y Vangerdahast fueron a toda prisa al pabellón de Torg. Mientras cruzaban el campamento, el rey y el mago vieron que los enanos desmontaban las tiendas. Como todo lo que hacían, las tropas de Tierra Rápida se preparaban para la retirada en silencio y con una concentración absoluta.
—Creo que prefiero a los orcos —señaló Vangerdahast con la mirada puesta en un par de enanos de barba gris que plegaban una tienda.
—Necesitamos a Torg y a sus tropas, Vangy. No sé si podríamos derrotar a los tuiganos sin ellos.
Los centinelas abrieron la puerta del pabellón de Torg en cuanto vieron que Azoun y Vangerdahast se acercaban. El monarca cormyta observó que la guardia de elite del Señor de Hierro, vestida con la sobreveste negra, había reforzado la vigilancia alrededor del cuartel general. Las armaduras relucientes y la impecable formación que mantenían en sus recorridos le dieron a Azoun una idea.
—Me habéis desilusionado, Señor de Hierro —afirmó Azoun en cuanto entró en el pabellón—. Creía que vuestra palabra valía mucho más. —Vangerdahast miró asombrado a su amigo; no esperaba que Azoun pasara a la ofensiva en este tema con tanta rapidez.
Torg, que vigilaba a los que recogían sus escasas pertenencias, frunció el entrecejo. La barba negra del Señor de Hierro ocultaba su expresión, pero Azoun y Vangerdahast tenían suficiente con ver la ira en los ojos del enano.
—Es inútil, Azoun. Regresamos a Tierra Rápida. Mis hombres no lucharán junto a los orcos.
El rey cormyta miró a su hija. Estaba en un rincón de la tienda sin decir palabra y con la espada desenvainada sobre los muslos.
—Vuestros soldados combatirán a mi lado si vos se lo ordenáis —dijo el rey con voz áspera, mirando a Torg—, si vos dais el permiso.