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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Cruzada (47 page)

BOOK: Cruzada
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―Seré yo quien decida lo que haga ―aseguré agachándome para coger un extremo del cajón.

―No hay nada que decidir. Piensa por un momento en lo que dijo Salderis. Si utilizas las tormentas como armas, el tiempo podría deteriorarse todavía más rápidamente. ¿Por qué crees que sucedería eso?

Me era más cómodo responder a esa pregunta.

―Estaríamos interfiriendo en algo que todavía no comprendemos como es debido. ¿Quién sabe cuáles serían los efectos secundarios?

―Si ahora dices que no puedes comprenderlo, ¿cuándo crees que lo harías? ¿Dentro de décadas?, ¿quizá siglos?

―¿Cómo de bien entendemos actualmente los océanos? El Instituto Oceanográfico lleva doscientos años y sin embargo no podemos afirmar que sabemos todo lo que hay que saber.

―Espera a que transcurran otros doscientos años y las tormentas serán tan terribles que debilitar el poder del Dominio causará diez veces más destrucción. Si actuamos ahora, tendremos la posibilidad de descubrir sistemas de protección que no dependan de la buena voluntad de legiones de sacerdotes asesinos y sus dóciles fanáticos.

Se agachó para levantar el siguiente cajón y ninguno de los dos dijo nada hasta que lo subimos a cubierta y lo apilamos en la bodega.

―Y las tormentas en sí ―prosiguió Vespasia―, si las utilizas como arma, lo único que estarás haciendo es congregar el poder y la estructura de una tormenta preexistente. Nadie pretende que inventes una tormenta de la nada. Las tormentas son una fuente y una vía de poder que puedes concentrar en un lugar determinado. No estarías cambiando realmente el sistema climático.

―¿Lo sabemos con seguridad? ―repliqué.

¿Me habría advertido Salderis si no tuviese importancia? No quería olvidar que ella intentaba persuadirme de ocupar el condenado trono, pero, al mismo tiempo, nunca había dejado de mencionar lo peligroso que resultaba interferir en los designios del clima.

Me negué a comentar nada más durante varias cargas, hasta que guardamos la última, amarrándola en la bodega. No me sentía especialmente cansado, pero era doloroso forzar músculos que no ejercitaba desde los días en el canal.

―¿Por eso crees que me niego? ―pregunté apoyando la espalda contra la borda, a la sombra del toldo que cubría la entrada al almacén de la cubierta―, ¿para evitar daños climáticos?

―Supongo que es la principal razón, ¿no?

Negué con la cabeza.

―Traería demasiado odio. La cruzada no sería nada en comparación.

―¿Comparada con el odio que ya ha despertado el Dominio? La última cruzada fue hace treinta años, pero aún sufrimos sus efectos. ¿Y qué me dices de toda la gente eliminada, condenada a la hoguera o a terribles castigos? ¿Acaso alguien sabe cuántos penitentes hay? Nos criamos lejos de todo esto, no hemos tenido que vivir con ello. Nuestras vidas fueron apacibles hasta que nos vimos inmersos en esas horrendas situaciones. Pero cuando recordamos los maravillosos tiempos pasados vemos que en el Archipiélago no se vivía igual. Ellos no gozaron de la misma paz que nosotros.

Mientras ella decía esas cosas un único recuerdo ocupó mi mente: la última ocasión en que me había parecido que todo volvía realmente a la normalidad, aquella tarde en el palacio de Courtiéres con su hijo y los cambresianos, hacía unos seis años. Parecía haber ocurrido en otro milenio, un tiempo en el que yo no había sido nada más que vizconde de Lepidor e ignoraba todo sobre las herejías o el Archipiélago, cuando Sarhaddon era mi amigo y no un implacable enemigo.

Hubiese vendido mi alma por volver a vivir ese momento, por estar otra vez en un Lepidor en el que nada extraño hubiese ocurrido. Y no me culpaba por desearlo.

―¿Horrible, no es cierto? ―preguntó Vespasia, malinterpretando la expresión triste de mi cara.

―Si hiciese lo que pides, nada cambiaría en realidad. Pasarían a ser los continentales quienes buscarían vengar nuestras acciones.

―¿Y si les aterrorizara demasiado el daño que pudiésemos hacerles?

―Entonces habríamos dado inicio a una tiranía tan catastrófica como la impuesta por el Dominio, basada en el terror puro. Y a medida que pasase el tiempo emplearíamos las tormentas para repeler rebeliones cada vez más insignificantes. Nos habríamos vuelto diez veces más poderosos que cualquier emperador de la historia. ―Clavé los ojos en los suyos por un instante―. ¿No lo ves, Vespasia? ―continué―. No estamos hablando de ciencia, sino del monstruo que crearíamos. En cierto sentido, Ukmadorian tenía razón, pero también sus métodos son equivocados.

―Entonces ¿qué se supone que vamos a hacer? ―preguntó sonando enfadada.― Lo único que sacamos en claro durante la reunión del otro día fue confirmar que no podríamos vencer de un modo convencional. Pase lo que pase, habrá derramamiento de sangre.

―Pero si destruimos una tiranía para reemplazarla por otra, toda la sangre se habrá derramado en vano ―repuse.

Me puse de pie, bebí un poco más de agua y me apoyé en la barandilla. En la oficina del jefe portuario se movieron unas figuras y abrí bien los ojos para ver qué sucedía.

Había dos siluetas rojas de pie junto a la plataforma de madera sobre la que se colgaban anuncios con las noticias navales.

Sacris.

Mientras observaba, uno de ellos tiró al suelo con una mano enguantada los anuncios allí dispuestos. Sencillamente los arrancó y dejó que la brisa los alejara. Entonces el otro alzó un papel y lo apoyó contra el centro de la pizarra mientras el primero lo clavaba con un martillo.

Sólo les llevó un momento. Luego partieron en dirección a la ciudad, cubiertos totalmente con sus túnicas a pesar del calor.

Vespasia y yo nos miramos unos segundos.

―Ha de ser un decreto del avarca o del gobernador ―sostuvo ella olvidando nuestra discusión.

Asentí.

―Uno de nosotros debe custodiar las mercancías. Quédate en la nave y yo iré a ver qué pone.

Salté del barco antes de que pudiese protestar y caminé tan deprisa como me atreví, intentando no parecer demasiado ansioso por llegar a la oficina. Ya había allí tres o cuatro hombres leyendo el papel y otros venían en camino.

Estaba clavado en la pizarra a la altura de los ojos y coronaban la parte inferior dos grandes sellos, el del avarca y el del gobernador.

Con mucho recelo me acerqué tanto como pude y empecé a leer.

Mare Alastre, Ad 2 Id.

Jurinia 2779

De Hamílcar Barca a Oltan Canadrath,

CODIFICADA

He codificado esta carta pues tengo que advertirle de algo que está a punto de suceder y no deseo que nadie pueda leerla incluso si fuese interceptada. Existe un complot para asesinar al emperador, que se llevará a cabo cuando llegue aquí a realizar una inspección dentro de dos días. Hay involucrados disidentes de varios clanes, pero no son capaces de hacer algo de esa envergadura por sí solos. Sospecho que existe una fuerza mayor detrás, pero por ahora carece de líderes.

No estoy colaborando en este golpe, aunque goza de mi simpatía. Es más conveniente que los militares imperiales no perciban la conexión tanethana, pues eso podría generar una reacción, quizá incluso una alianza con los haletitas en contra de nosotros.

Por cuanto sé, el plan tiene grandes posibilidades de éxito, por lo que sería un duro golpe para el Dominio. Espero que esta advertencia te permita aprovecharte de las noticias cuando el suceso se produzca, preparando alguna confusión para la familia Foryth y sus aliados.

Me marcharé de Qalathar tan pronto como sepa qué ha ocurrido, y espero llegar allí anticipándome a los correos oficiales. Mi buque Aegeta
está quedando muy bien y ha demostrado hasta ahora buenos cambios de velocidad. Confío en que podrá superar cualquier nave hostil, incluso si la llevo llena de carga.

Con urgencia,

HAMÍLCAR BARCA

CAPITULO XXIII

Qué tacto y moderación! ―subrayó el jefe portuario repasando las líneas del decreto. Luego intercambió una mirada con ¿otro de los hombres―. No hacen las cosas a medias.

Me asomé sobre el hombro del jefe de cargas, quien gentilmente se movió un poco hacia la izquierda para permitirme leer mejor.

―No os afectará demasiado en las islas exteriores ―afirmó―. Si es que eres de las islas exteriores.

Estábamos en Ilthys, de manera que nadie hizo el menor comentario sobre mis evidentes rasgos thetianos. Allí la gente era sólo a medias del Archipiélago.

Volví al decreto, pasando por alto de forma automática las pomposas frases iniciales a las que ya estaba tan habituado y deslizando los ojos hasta el párrafo central.

«Se nos ha hecho saber que Su Alteza Imperial... Primero, que el traidor y hereje Ithien Cerolis Eirillia... Todos los bienes, activos y propiedades quedan confiscados por nuestra corte.»

Noté que Eshar había adquirido la costumbre de hablar en plural, propia de la realeza, aunque no todos los emperadores thetianos lo habían utilizado.

«Lo que es más... el antedicho traidor y hereje es condenado a muerte por decreto de las Cortes seculares y de las Cortes religiosas y deberá ser entregado a nuestros oficiales o a los de nuestro santo Dominio universal para proceder a su ejecución.»

No parecían hacer otra cosa últimamente que condenar a muerte. Era un dogma de la ley thetiana y de la paz imperial que nadie, con excepción de los oficiales imperiales, tenía autoridad para castigar con la pena de muerte. Eshar no había cambiado eso; encajaba demasiado bien con su naturaleza autocrática. Sólo había añadido «y el Dominio».

«Tenemos la convicción de que el mencionado traidor se oculta en el territorio de Ilthys... Si es entregado a los representantes de los poderes seculares o religiosos en el lapso de cuatro días... se pagará una recompensa de mil coronas... Para impedir que se despliegue la herejía por todo el territorio de Ilthys... será penada la desobediencia a las leyes de Ranthas... Doscientos ciudadanos serán castigados por el bien de la ciudad. Si estas condiciones permaneciesen incumplidas, entonces la autoridad del interdicto de nuestro santo Dominio universal caerá sobre la ciudad, que deberá ser limpiada por el fuego sagrado de Ranthas... Así sea.

«Almirante Vanari, marina imperial. Avarca interino Abisamar, ordo inquisitori.»

Abisamar... Recordaba a Abisamar y no con gran cariño. Era el avarca cuya caza de herejes en Qalathar había dañado el
Lodestar
de Mauriz haciendo que acabásemos en Ilthys. Típico haletita fanático, en ningún sentido un asceta, pero que había demostrado un peligroso e inusual conocimiento sobre el modo de vida del Archipiélago.

No se trataba de buenas noticias y nadie entre la creciente multitud que me rodeaba parecía pensar otra cosa.

―¿Quiénes se creen que somos? ―protestó el jefe de cargas―. Persiguen sombras. Rumores, eso es todo lo que precisan para ponerse en acción.

―No necesitan hechos, amigo ―comentó el jefe portuario, un individuo delgado de pelo rizado, cuya minuciosidad por poco no había hecho perder la paciencia al capitán del
Manatí―.
Lo más insoportable es que, pase lo que pase, serán problemas.

―Problemas para todos nosotros ―asintió un operario de los muelles con quien me había cruzado el día anterior en el puerto submarino. Sus palabras despertaron una discusión entre los marinos y yo me marché de regreso al
Manatí
para contarle a Vespasia lo que decía el decreto.

Ella alzó la mirada en dirección a la ciudad, un conjunto de casas y columnatas en lo alto del acantilado.

―Oailos pensó que venir aquí nos traería más dificultades que ventajas ―comentó― y estoy empezando a creer que tenía razón. Ahora, cuando nos vayamos, Ilthys empezará a sufrir.

―Podríamos difundir rumores para que piensen que Ithien se ha marchado.

―Mala idea. Nos perseguirían a nosotros en su lugar.

Alejé la mirada de la ciudad y vi surgir una carretilla entre dos almacenes. Detrás venían otras dos. Las llevaban tres o cuatro hombres y mujeres, que avanzaban hacia nosotros.

―¿Todo listo? ―preguntó Palatina mientras se aproximaba, adelantándose a los demás.

Asentí.

―Dejamos tanto espacio libre como pudimos.

―Echadnos una mano con este cargamento y luego podremos irnos. Supongo que habréis oído lo del decreto...

―Dos sacri acaban de clavarlo en la pizarra del jefe portuario.

―Nos los cruzamos al bajar y nos imaginamos a qué venían ―dijo mientras corría por la plataforma para unirse a nosotros en cubierta―. Habrá problemas. La gente de la ciudad no está contenta. A algunas personas no les gusta que Ithien haya vuelto, mientras que otras... supongo que son propicias a la rebelión. Cosas similares han sucedido en otros lugares y la población siempre sufre las consecuencias.

―¿Realmente veneran tanto a Ithien? ―preguntó Vespasia.

―No es tanto por Ithien ―respondió uno de los hombres―. Han sido embarcadas muchas personas como penitentes, y después de cada purga no pocos se han percatado de que algunas de las que se habían llevado no podían ser herejes. No les parecía del todo mal que se llevasen a unos cuantos herejes auténticos si eso impedía una cruzada. Pero que se equivocasen con tanta gente... resultaba sospechoso.

―Me alegraría que todos los inquisidores desapareciesen bajo las olas ―dijo el capitán del
Manatí
regresando a la plataforma―. Llevemos esto a bordo.

 

 

 

Con la ayuda de siete personas tardamos menos de una hora y, al acabar, el resto de la tripulación del
Manatí
apareció con objetos más pequeños pero más valiosos, como un diminuto conservador de leños que había conseguido uno de ellos, un individuo que a todas luces era el principal trapichero de la tripulación.

―Mejor esconde eso ―recomendó el capitán―, Fíjate si tenemos un recipiente hermético y guárdalo en la sentina. Si alguien lo descubriese, arderíamos en el infierno. ―Se volvió hacia nosotros―: Imagino que no nos acompañaréis.

―No. Por ahora nos necesitan aquí ―señalé evitando mencionar el nombre de Ithien.

―Le iría mucho mejor alejándose de aquí, pero no atenderá a razones ―añadió el capitán cuidando también sus palabras, una precaución adecuada dada la recompensa ofrecida―. Probablemente os vea en unos días. Muchas gracias por vuestra ayuda.

Nos despedimos y abandonamos la nave para permitir que zarpara. Cuando empezamos a subir por la calle que conducía a la ciudad, el
Manatí
ya había desplegado la vela y estaba más allá de las fragatas.

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