Cruzada (63 page)

Read Cruzada Online

Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Cruzada
12.77Mb size Format: txt, pdf, ePub

Nadie más nos cerró el paso durante los siguientes veinticinco kilómetros en el casi invisible canal de aguas moteadas por el sol entre el coral y los acantilados. A veces, el espacio era tan estreche) que temíamos que chocasen nuestras aletas. El mar estaba pleno de vida, poblado de peces y criaturas ocultas en los arrecifes. Había de todo, desde pequeños bancos de peces plateados hasta tiburones y jóvenes de leviatanes.

La mayor bendición fue que, estando a apenas seis o siete metros de la superficie, había luz, la primera que veía en una semana, y era maravilloso observar el reflejo de las olas en el fondo arenoso a través del azul claro de las aguas.

El
Estrella Sombría
se había perdido de vista, por la ruta más directa posible desde allí hasta el cabo, con la certeza de que en ese punto nos mantendríamos tan cerca de la costa como pudiésemos. Tenían razón, por cierto, ya que no podíamos permitirnos nada más. Así fue que, después de que el
Estrella Sombría
desapareció de nuestros sensores, volvió a aparecer poco más tarde en las traicioneras aguas más allá del cabo.

―No me gusta nada ―señaló Palatina entonces. Ya había regresado al control de la nave para asumir la parte más difícil del viaje―.
¿
Armas de fuego?

Debían de estar atacando otra vez al
Cruzada
y sentí de nuevo el temor de no volver a ver con vida a nadie de la tripulación.

―Debí haberme quedado con ellos ―murmuró Oailos.

―Necesitamos tu ayuda ―sentenció Ravenna―. Tan simple como eso.

Me puse en los controles de éter, extendiendo los sensores tanto como pude para tener una idea de lo que sucedía. Aquéllos eran sin duda destellos de armas de fuego. Y el
Estrella Sombría
los estaba respondiendo... volviéndose, según pude comprobar, para disparar contra un atacante que yo no alcanzaba a ver.

Intenté imaginar el curso del
Cruzada
en paralelo a la costa, para ver si podía ser que le estuviese disparando al
Estrella Sombría,
pero parecía improbable, salvo que Sagantha se las hubiese compuesto para enlazar el tercer motor reemplazando el que estaba dañado a babor. No era una idea muy buena, ya que tendría la oportunidad de volver a emplear el arma de fuego.

Mi frustración creció junto a mi angustia a medida que nos acercábamos al final del arrecife, cada vez más cerca de mar abierto. Por fin llegamos a un punto que nos permitió ver un amplio panorama del océano de ese lado del cabo.

―¡Por Thetis! ―exclamó Palatina―. ¿De dónde han salido?

Había a la vista al menos siete mantas combatiendo y, a juzgar por los disparos que podíamos distinguir en el extremo derecho de nuestros sensores, debía de haber al menos otras dos fuera de nuestro campo visual. Casi podía sentir los ruidos a través del casco de la raya, y Palatina mantuvo la
Apóstata
casi inmóvil mientras observábamos, atónitos, la batalla.

El
Estrella Sombría
estaba en aquel momento muy cerca del cabo, avanzando hacia aguas peligrosamente poco profundas para adelantarse a su oponente.

―¿Puedes identificar alguna nave? ―preguntó Palatina.

Agrandé la imagen tanto como pude, tratando de observar el color de los emblemas. El oponente del
Estrella Sombría
era una manta de tamaño normal. Se alejó entonces de nosotros por un momento. Esperé a que volviese a aparecer en la pantalla. Allí estaba: anaranjado.

Constaté el color de los otros tres con la esperanza de haber visto anaranjado donde había rojo o dorado, pero no. Al menos otros dos barcos eran anaranjados.

―Son mantas del Dominio ―dije.

―¡Ya era hora! ―declaró Oailos espiando por encima de mi hombro para ver mejor el panel de éter―. Si se matan entre ellos, mucho mejor para nosotros.

―Pero es probable que dejen de combatir entre sí cuando llegue el
Cruzada
y decidan encargarse primero de nuestros amigos ―objetó Ravenna―. El consejo está todavía sediento de nuestra sangre y el Dominio sabe que la nave les ha sido robada.

―Contaremos con unos pocos minutos de gracia si el
Estrella Sombría
se encuentra lo bastante lejos ―intervino Palatina―. Tenemos que aprovechar el momento justo.

De modo que esperamos dentro del arrecife, con el mar abriéndose ante nosotros, mientras cada flota decidía la destrucción de la otra. Esperamos intentando frenéticamente obtener algún tipo de ventaja estratégica en aguas tan poco profundas. Era un combate naval en su aspecto más brutal y menos sofisticado, confinado en apenas dos dimensiones y reducido a poco más que un intercambio de fuego. Los contendientes parecían tener fuerzas similares y, a juzgar por los mensajes que se enviaban y que conseguí interceptar en parte, ninguno parecía subestimar al otro.

Ithien, Khalia y yo habíamos llegado allí con la esperanza de evitar una masacre, pero al parecer el consejo y el Dominio nos lo habían quitado de las manos. Volvieron a acosarme mis viejos temores: ¿Qué sucedería si el buque correo acabase topándose con alguna de esas flotas?

¡Dios santo! ¡Era preciso que llegásemos a Tandaris para acabar con ese espantoso suspense y poner punto final a tanto caos!

―¡En marcha! ―anunció Palatina y nuestra raya tomó velocidad de pronto, separándose del arrecife. En aquel sector, el fondo marino se hacía hondo nuevamente y, aunque podría haber aprovechado la poca profundidad para acercarse a la costa, no lo hizo y siguió avanzando a toda máquina antes de entrar en las corrientes que rodeaban el cabo.

―Cathan, los campos de éter; por si acaso.

Esperé sentir otra vez los estremecimientos ya habituales tan pronto como cogiera los controles, pero ahora ya no estábamos bajo el fuego, todavía no. El
Estrella Sombría
se encontraba a bastante distancia, emergiendo a la superficie mientras su oponente (en esta ocasión una nave bastante grande y sin duda distinta a la anterior) rozaba el fondo, levantando una nube de arena que oscureció el agua y los sensores del
Estrella Sombría.
Igual que en Kavatang.

La batalla parecía seguir igualada. Participaban en total unas diez mantas, sin que fuera perceptible una cantidad de restos demasiado abundante vagando por las aguas. Parecía que sólo una de las naves había sido dañada de veras, pero no podía afirmar a quién pertenecía.

Entonces apareció otra manta, bastante más atrás... ¡Por los cielos! Era el
Cruzada.
Me imaginé que no decidirían atravesar semejante avispero. De todas maneras, traté de alertarlos, pero la arena bloqueaba ahora la línea del intercomunicador y la distorsión me impidió captar la señal.

Ahora que el
Estrella Sombría
nos había visto era demasiado tarde para retroceder.

Sería una persecución ajustada y sentí que se me crispaban los nervios a medida que nos acercábamos al cabo, intentando calcular si lo rodearíamos a tiempo o conseguirían obstaculizarnos.

―¡Retirada! ―gritó Palatina e inclinó la raya violentamente hacia un lado y hacia abajo. Poco después vi el rastro de los torpedos pasando por encima de nosotros y estrellándose inofensivos, contra el acantilado. Había sido un disparo a mucha distancia y de escalofriante puntería. Rogué que le quedase poca munición. Su reserva no podía ser infinita.

Como en todas las ocasiones en que el tiempo es tan importante, aquellos últimos instantes hasta alcanzar el cabo parecieron durar una eternidad. Metro a metro, la manta de combate y su artillería parecían acortar distancias.

El
Estrella Sombría
abrió fuego menos de un minuto antes de que hubiésemos rodeado el cabo y Palatina viró la
Apóstata
con violencia a estribor, una maniobra tan inesperada que sentí que el estómago se desprendía de mi cuerpo.

Entonces dieron contra el campo de éter las primeras burbujas de pulsaciones anaranjadas. Quise gritar y sacar las manos de los controles. ¡Qué doloroso era, por Thetis! Sentí como si mis manos estuviesen en carne viva y me las frotasen con un estropajo metálico, y la sensación empeoraba tras cada golpe.

De algún modo conseguí mantenerme firme mientras pasaban los siguientes minutos y la raya se debatía en violentas convulsiones. El
Estrella Marina
no cesó el combate al ver aproximarse la enorme manta del Dominio, llamada al parecer
Redentor.
Por lo menos, los últimos mensajes que habíamos interceptado con el intercomunicador se dirigían a ese nombre, y dicha manta había estado siempre entre nosotros y el resto del escuadrón del Dominio.

Tuvimos un breve momento de respiro cuando Palatina nos condujo tras un saliente rocoso lo bastante extenso para servirnos de escudo por un momento. Luego distinguimos un manta del Dominio todavía más grande abriéndose paso por debajo de la dañada manta del consejo, avanzando directamente en nuestra dirección.

―¡Es el
Teocracia!, ―
alerté cuando volvimos a emerger en medio del torrente de fuego, más intenso ahora que el
Estrella Sombría
estaba tan cerca de nosotros como podía, quizá a unos ciento cincuenta metros.

―¡Cathan, aléjate de los controles! ―ordenó Palatina cuando los campos de éter se encendieron en llamas y el volumen de fuego alcanzaba niveles críticos. Se produjo un terrible sonido, como de metal chocando contra metal y saqué las manos de los controles apenas a tiempo de evitar la primera oleada.

Durante unos segundos me envolvió el dolor y perdí la conciencia de todo salvo del estruendo de los disparos de pulsaciones sobre la coraza exterior y los gritos de alarma de Palatina y Ravenna. Luego, gracias al cielo, el dolor se atenuó y me desplomé hacia atrás en el asiento. Era como si alguien me introdujese agujas en la piel, inyectándome algo a mucha profundidad y en varios lugares a la vez pero sin extraer sangre. Me resultaba agotador incluso abrir los ojos.

―No duraremos mucho ―señaló Palatina con cierta desesperación en la voz―. No tenemos adonde huir.

El
Apóstata
descendía a los tumbos, escapando del fuego por unos segundos hasta que los artilleros del
Estrella Sombría
restablecían su posición. Regresé a los controles de éter, preguntándome por qué gran parte del panel se había ennegrecido tan súbitamente.

―¡Por los Elementos! ―aulló Palatina. Algo había caído sobre nuestro techo impulsándonos hacia abajo y había cesado el fuego. Incluso dejamos de ver las luces procedentes de la superficie.

Todo había acabado, pensé entonces, y me pregunté por qué habría sido en ese momento, sin haber tenido siquiera ocasión de volver a hablar con Ravenna.

Por un instante creí que el techo se desplomaría sobre nosotros con todo el peso del agua que teníamos encima. Pero en seguida la sombra desapareció y vi la silueta de una manta en un ángulo increíble contra el azul plateado de la superficie, con su base blanca pendiendo encima de nosotros como una cúpula.

Permaneció allí unos segundos, entre nosotros y el
Estrella Sombría,
y luego dio media vuelta enderezándose y viró hacia la batalla mientras nosotros avanzábamos a toda prisa por el lado más alejado del cabo, aventajando levemente al
Estrella Sombría.

Pero al brindarnos esa ventaja, el
Cruzada
había sellado su propio destino, pues mantas de los dos bandos comenzaron a dispararle, interrumpiendo su combate para pulverizar a una nave que todos querían ver destruida.

Ravenna y los otros se acercaron para ver el panel de éter y contemplaron cómo Sagantha efectuaba un último giro condenado al fracaso hacia el punto más alejado de las tropas enemigas, disparando mientras tanto. Ahora casi todas las mantas le apuntaban, lanzándole toda la artillería que tenían.

Finalmente, los cañones del
Cruzada
quedaron en silencio y cesó el fuego. Ya no podía responder al torrente de torpedos y fuego de pulsaciones que se le echaba encima. El
Apóstata
ya navegaba en agua dulce, perseguida sólo por el
Estrella Sombría,
pero nuestros ojos estaban clavados en la escena que se representaba detrás de nosotros. Volví a intentar contactar con el
Cruzada
para tener un panorama más detallado de la situación y saber si, por milagro, alguien había conseguido sobrevivir.

Pero era demasiado tarde. Una masa de llamas blancas escapó del conducto de ventilación del motor, seguida poco después de. otras que se precipitaron desde las ventanillas de ambos lados del
Cruzada.
Su silueta pareció distorsionarse, escondida tras las aletas de una manta del Dominio intentando alcanzar a su presa.

Durante un segundo pudimos verlos, pero luego se transformó en una masa amorfa consumida por una esfera de fuego incandescente ardiendo hacia afuera que lo partió en dos. Y antes de que esa bola se extinguiese se produjo una segunda explosión, más pequeña, originada en el reactor de artillería del
Cruzada.
El fuego se expandió al disiparse y se tragó consigo la desafortunada manta del Dominio, que sin embargo no se partió. Después las llamas desaparecieron, reemplazadas sólo por una tormenta de burbujas y una onda expansiva de deshechos. Fue todo demasiado repentino, demasiado apabullante para sentir pena siquiera. Me impresionó la destrucción de la inmensa nave, cómo su hermosura se había visto reducida a un montón de escombros donde sólo una aleta seguía intacta, como un miembro amputado a un cadáver. No pensaba aún en la gente. Esa idea me obsesionaría más tarde.

―Son auténticos mártires ―dijo Amadeo.

Pero no teníamos tiempo para pararnos a llorar. Las mantas del consejo debían de haber alertado a sus compañeras (e incluso a sus enemigos del Dominio) diciéndoles que pertenecíamos a la tripulación del
Cruzada,
pues en seguida las dos flotas viraron en dirección a la ciudad. La única que quedó en su sitio fue la manta dañada por la explosión.

Ahora era nuestro turno, y ni siquiera el poco tiempo que nos había concedido Sagantha bastaría para recorrer los ocho kilómetros que nos separaban de Tandaris. Veía en los sensores de éter el borde de un puerto submarino, tan cerca pero tan lejos.

―Los acantilados desaparecerán en unos dos kilómetros ―dijo Ravenna―. Deberíamos aproximarnos a la costa y abandonar la raya. Sólo tendremos que recorrer dos o tres kilómetros hasta la ciudad.

―Creo que esta vez estoy de acuerdo contigo ―admitió Palatina―. Aunque podría ser que nos atacasen desde abajo.

Other books

Camino al futuro by Peter Rinearson Bill Gates
Shakespeare's Scribe by Gary Blackwood
The Mermaid's Knight by Myles, Jill
Sex Tips for Straight Women From a Gay Man by Anderson, Dan, Berman, Maggie
the mortis by Miller, Jonathan R.
The Burning Hand by Jodi Meadows
IntimateEnemy by Jocelyn Modo
If He Hollers Let Him Go by Himes, Chester