Cruzada (66 page)

Read Cruzada Online

Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Cruzada
3.08Mb size Format: txt, pdf, ePub

Entonces le tocó el turno al armario: alguien abrió sus puertas de par en par y sentí una ráfaga de aire. Siguió cierto alboroto mientras sacaban de allí los equipos que había dentro.

―Nada ―sostuvo una voz tras un instante―. Supongo que el viejo nos dijo la verdad o quizá les haya dicho que se marchen. ¿Estás seguro de que ésta era la casa a la que los habían seguido?

Hubo una pausa y el ruido de papel arrugado.

―No cabe la menor duda.

―Aquí hay una puerta trasera ―dijo alguien más―. No tiene cerradura. Ha de ser el sitio por donde han escapado.

―¡Maldición! ―exclamó el otro―, ¿Muy bien. Haremos tocio a la vieja usanza.

Entonces debió de volverse, pues tuve que esforzarme para entender sus siguientes palabras:

―Informad a los tehamanos de que los necesitaremos a pesar de todo.

Supuse que finalmente nos habían encontrado, pues sus voces fueron de pronto mucho más claras. Sólo un momento después me percaté de que Tamanes había encontrado y abierto un conducto de ventilación para oír lo que sucedía en el piso superior.

―¿Crees que es una buena idea traer a los jaguares, señor? ―preguntó quien parecía ser el segundo al mando―. No están acostumbrados a las ciudades.

―No nos queda otra alternativa ―aseguró su superior―. Nos han ordenado encontrar a esa gente. Los tehamanos saben lo que hacen o no habrían traído consigo los animales. ―Hizo entonces una pausa y oí el sonido de gente caminando―. En cuanto a esos dos...

Oh, no.
Cerré los ojos pero aun así pude oír la conversación de arriba.

―Estaban ayudando a traidores ―comentó el lugarteniente.

―No debemos matarlos aquí mismo ―advirtió el comandante―. Nadie creería que fue el Dominio.

―;Puedo sugerir algo? ―señaló una voz de mujer.

―Por supuesto, Illuminatus.

―Hemos realizado preparativos para que algunas personas sencillamente desaparezcan, tras ser interrogadas, claro está. Nos haremos cargo de ellas y no tendrás que volver a preocuparte.

―Suena bien ―dijo el comandante―. ¿Adonde vais a llevarlas?

―Por el momento estamos utilizando la estación oceanográfica; no cumplirá ninguna otra función mientras esté bajo nuestro control.

―Excelente.

Envió entonces a dos de sus hombres como escoltas y un momento después se oyeron más refriegas y un golpe en la puerta. Después, el silencio. Ninguna nueva señal de protesta. Cleombrotus y Alciana debían de haber sido amordazados.

―Ya no tenemos nada que hacer aquí ―afirmó el lugarteniente.

―Los tehamanos encontrarán por nosotros a esos traidores ―asintió el comandante―. Nos quedan en la lista cinco casas más.

Oí pasos alejándose y las voces se apagaron. Esperamos un rato más, pero arriba no hubo ningún otro ruido. Por fin salimos de allí, pues además ya no podíamos resistir dentro más tiempo. En la casa no había ninguna luz encendida y todo estaba oscuro.

Podía sentir todavía la congoja de Tamanes, aunque no podía ver su rostro. Habíamos sido responsables de lo sucedido.

―Lo lamento ―dijo Palatina.

―No podéis hacer nada ―señaló Tamanes amargamente―. Durante todos estos años tomamos precauciones para asegurarnos de que el Dominio nunca nos capturase, y entonces habéis venido, echándonos encima a esos buitres del consejo. Alciana tenía razón. ¿No es cierto?

Por un instante nadie respondió.

―Si ―admitió Ravenna rompiendo el silencio.

―Ahora ya no puedo hacer nada por ellos ―añadió―. Excepto unirme a ellos. Vosotros tres me habéis arruinado la vida del mismo modo que habéis destruido al Instituto Oceanográfico y al Archipiélago. Ahora comprendo por qué el consejo quiere librarse de vosotros. Y os quiero fuera de la casa de Cleombrotus en este mismo momento. ¡Marchaos!

Empujó a Palatina, que era la que estaba más cerca de él y repitió:

―¡Marchaos! ¡Adiós!

―Tamanes ―empezó ella, pero él gritó algo que no pude comprender. Me volví, abrí la puerta y bajé los escalones. Los demás me siguieron y luego Tamanes dio un portazo detrás de nosotros, dejándonos sin rumbo en las sombrías calles de la ciudad.

―Somos como una plaga ―advirtió Ravenna, mirando la casa en penumbras―. Llevamos la desgracia a cada sitio que vamos.

Nadie dijo nada. Yo había pensado que era imposible sentirse peor que durante las últimas horas a bordo del
Cruzada,
pero lo que acababa de suceder allí era mucho más grave que el rechazo de Ravenna. Ella tenía razón, por supuesto. Daba la impresión de que habíamos desplegado la violencia y la muerte sobre el Archipiélago y que nuestra mera presencia había bastado para hacer asesinar a Alci y Cleombrotus.

Di unos pasos tambaleantes subiendo la callejuela. Luego me detuve y esperé a que los otros me siguieran.

Entonces, cuando me alcanzaron, oí el rugido de un jaguar que venía de una calle lateral, arriba, a nuestra derecha.

CAPITULO XXXIII

A
hí están! ―gritó alguien y nos lanzamos a la carrera, subiendo, enloquecidos, por la estrecha calle y metiéndonos en la primera travesía que encontramos, intentando no tropezar con los adoquines sueltos. Habían estado vigilando la casa. O lo que era peor: nos había seguido allí desde el principio.

No tuve tiempo para maldecir mi propia estupidez. Los gritos tronaban furiosos detrás de nosotros y resonaban en los muros:

―¡Capturad a los traidores!

No había allí mucha gente. ¿Por qué se molestaban si podían utilizar a los jaguares?

Los jaguares. Sólo pensar en ellos me hacía acelerar el paso y por poco no me caí cuando tropecé con una piedra. No podríamos superarlos en velocidad por mucho tiempo, ni siquiera en un ambiente tan poco conocido para ellos como aquél. Estaban detrás de nosotros, pero no muy cerca.

Ni siquiera podía determinar hacia dónde nos dirigíamos. Había una barricada en la calle que conducía al Aerolito, de modo que no podíamos cogerla, y prácticamente toda la ciudad estaba en manos del consejo. Por Thetis, ¿adonde podíamos ir?

En seguida se agotó mi impulso inicial y oí el ruido de los felinos viniendo a por nosotros, rasgando las rocas con las garras. Me volví otra vez, descubriéndome en medio de una amplio pasaje principal lleno de gente, incluyendo a un grupo con armaduras y capuchas dispersando a los que tenían enfrente.

Palatina dio la voz de alarma y se volvió bruscamente hacia Ravenna, y las dos tropezaron cayendo sobre los adoquines. Un segundo después fue mi turno: algo me golpeó desde atrás y no pude mantener el equilibrio. Apenas conseguí extender una mano para amortiguar la caída. Algo se cruzó ante mí, una borrosa figura felina que en seguida dio media vuelta para encararme, con sus ojos dorados brillando a la luz de las lámparas de leños de la calle.

Entonces las fauces se cerraron sobre mi tobillo, lo bastante apretadas para inmovilizarme sin derramar sangre. Luché por dentro para evitar el pánico. No podía escaparme estando apresado de ese modo.

―Por fin ―dijo uno de los perseguidores, pero su voz se confundió con las del grupo de hombres que subían la cuesta. Con los rostros cubiertos y las curvadas espadas extendidas, al menos diez sacri rodeaban a otros dos sujetos. Estos llevaban túnicas del Dominio (una negra y blanca, otra roja y blanca) y tenían la típica expresión de los ascetas, totalmente desprovista de temor ante los cuatro o cinco jaguares que nos acosaban.

―Creía que vuestra gente era aliada del Dominio ―comentó Amonis con tono muy suave, hablando sobre mi cabeza y dirigiéndose al líder del grupo de cazadores―. Y sin embargo aquí os encuentro, colaborando con herejes. Incluso si estáis persiguiendo a otros herejes, vuestra falta de lealtad me sorprende.

Respondió otra voz, esta vez la de Memnón.

―No somos leales a ti ―afirmó―. Sólo pretendimos hacerte creer que lo éramos porque convenía a nuestros objetivos. Tehama escoge a sus propios amigos.

―Y al parecer también a sus propios enemigos ―replicó Amonis. Noté que desviaba la mirada hacia mí, a un par de metros del jaguar más cercano―. Al menos has elegido con sensatez.

Volvió a alzar los ojos para observar a los tehamanos. Me percaté entonces de lo numerosos que eran.

―Vuestra mera presencia aquí ensucia el Archipiélago ―afirmó Memnón―. Regresad a casa antes de que sea demasiado tarde para vosotros.

―Palabras valientes en boca de personas cobardes ―repuso Amonis―. Ahora que te has quitado el disfraz te conocemos por lo que eres en realidad. Vuestra mancomunidad impía no nos sobrevivirá.

Hizo una señal con la mano y los sacri avanzaron. Uno de los jaguares gruñó, mostrándole los dientes a los guerreros sagrados.

―¿Qué estáis haciendo? ―dijo Memnón. Oí el ruido de ropa desgarrada detrás de mí, pero las lances y garras del jaguar me mantenían inmóvil, presionado contra las polvorientas piedras de la calle. Amonis no su movió.

―Esos herejes pertenecen a nuestra jurisdicción ―replicó el otro hombre, el venático. Era mucho más viejo que Amonis. Quizá era uno de los que habían estado con Sarhaddon el primer día en el ágora.

―¿Qué importa quién los mate? ―objetó Memnón―. Tal vez seamos enemigos, pero en esto, como tú has dicho, estamos de acuerdo.

―Así es ―reconoció Amonis con un breve asentimiento―. Por desgracia, el dómine Sarhaddon no desea que los maten todavía y no puedo desobedecerlo.

―Debes obedecerlo ―corrigió el venático.

―No lo creo ―opinó Memnón y, dirigiéndose a sus compañeros, ordenó―: Matadlos.

Los jaguares se precipitaron pero los sacri fueron más veloces. Al mero brillo de sus espadas, los felinos huyeron a toda prisa, liberando mi tobillo. Un pequeño hilo de sangre me brotó de un pie, pero lo ignoré y me incorporé. El sacrus más cercano me levantó a la fuerza mientras los demás formaban un círculo rodeándonos y dejando fuera a los tehamanos.

―Vivirás ―le dijo Amonis a Memnón―, pues se me ha ordenado no matar. Pero me encargaré de que aproveches tus últimas horas. Pídele a Ranthas que se apiade de ti y de tu gente.

El mago mental le lanzó una mirada de odio, pero sólo pude verlo un instante antes de que el sacrus más cercano me cogiese de la espalda y los demás se incorporasen rodeándonos a los tres.

¿Para qué se molestarían? ¿Qué deseaba Sarhaddon para enviar a Amonis con la orden de rescatarnos? A Amonis, precisamente.

Los tehamanos se marcharon, llevando tras de sí a sus jaguares, y se perdieron entre las sombras de la calle lateral.

Amonis se volvió hacia nosotros con una expresión en el rostro no mucho más gentil que la de Memnón, y sentí que añoraba en mí el viejo temor al recordar mi indefensión en el Refugio y en la presa. Títeres otra vez, tras todas esas fugaces semanas de decidir nuestro propio destino.

Cerré los ojos un segundo.
Nunca más.
Ya no tendría miedo. Contra todos los pronósticos, seguíamos vivos.

Amonis debió de interpretar mi gesto como miedo.

―Haces bien en temernos ―dijo despectivamente―. Contemplo con placer la perspectiva de verte en el potro.

Era imposible escoger a uno entre ellos, Amonis y Memnón, Midian y Ukmadorian, Drances y Sarhaddon; eran mucho más parecidos entre sí de lo que mi hermano y yo jamás lo habíamos sido. No tenía disculpa por no haberme dado cuenta de la verdadera naturaleza de los miembros del consejo, sólo mi propia torpeza.

Fue Ravenna quien respondió, sin mostrar en la voz ni un rastro de miedo:

―¿Sólo piensas en eso? Nunca en la gloria de Ranthas, ¿o es que la consideras irrelevante? ¿Temerte a ti? Sólo puedo despreciarte.

Amonis se puso rojo de furia, pero el venático cogió su brazo antes de que pudiese golpearla.

―Recuerda tus votos, dómine Amonis.

Apenas capaz de contener la ira, el inquisidor apretó los dientes y dirigió su enfado al venático y a nosotros. No era normal que los inquisidores estuviesen bajo la autoridad de ninguna otra orden, pero por entonces la situación era cualquier cosa menos normal. Mi mente trabajaba a toda prisa, pero no conseguía imaginarme qué esperaban de nosotros o por qué habían pospuesto lo inevitable.

―Nos acompañaréis al templo según ha ordenado dómine Sarhaddon ―dijo finalmente Amonis―. Vuestro destino se decidirá allí. Centurión, átales las manos.

Uno de los sacri, cuya única marca distintiva era una llama dorada en su túnica, dio un paso adelante en dirección a sus hombres. Más allá del círculo de guerreros sagrados, la gente del Archipiélago observaba todo con incomodidad (estaba seguro de que eran más numerosos que antes). Ahora la única luz provenía de las lámparas de leños situadas a intervalos en distintos edificios de la calle.

Cuando uno de los sacri trajo unas sogas, Ravenna juntó las muñecas y las extendió ante él, casi sin mirar a Amonis. No se resistió lo más mínimo mientras el sacrus la ataba. Palatina la observó con sorpresa antes de hacer lo mismo. Yo ignoraba el enorme esfuerzo que requería ese gesto hasta que las imité, todavía asustado pese a mi decisión de evitarlo. Ravenna siempre había sido más valiente que yo.

Cuando acabaron, Amonis ordenó al sacrus atar las cuerdas entre sí para conducirnos a los tres por la calle como a animales con correa.

―La mayoría de los cazadores teme a sus presas, no a sus animales de caza ―dijo Ravenna―. Al menos, los que van tras presas de su propio tamaño.

―Y la mayoría de la gente sacrifica a su ganado cerca de su hogar, para no tener que transportar la carne un trayecto muy largo. Las vacas caminan decididas hacia el matadero ―replicó Amonis. No esperaba de él tanto autocontrol, sólo otra amenaza.

―Veo que eres un experto en las cosas del campo ―sostuvo Ravenna con desprecio―. Quizá deberías regresar a tu río de barro haletita.

―Mantén la boca cerrada ―regañó el venático avanzando de prisa hacia el centurión. Mientras los otros se alineaban, el hombre que estaba delante de nosotros estiró de la cuerda y avanzamos siguiendo sus pasos, detrás de los dos sacerdotes y subiendo la cuesta bastante rápidamente. A ambos lados de la calle se congregaba gente para ver qué sucedía, y sentí su hostilidad. No sabía si estaba dirigida hacia nosotros o hacia los sacri.

―Creo que deberíamos coger la entrada lateral ―sugirió el venático cuando llegamos arriba de la calle y doblamos hacia un estrecho pasaje que conducía a una esquina del ágora.

―No estoy de acuerdo ―objetó Amonis―. Tenemos que demostrarle al populacho que no le tenemos miedo.

Other books

Mirror of Shadows by T. Lynne Tolles
Infinite Day by Chris Walley
Only Pretend by Nora Flite
Stone of Destiny by Ian Hamilton
One Weekend by Sasha White
The Palace Guard by Charlotte MacLeod
Emily and the Stranger by Beverly Barton
Harald by David Friedman