Cuando cae la noche (20 page)

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Authors: Michael Cunningham

BOOK: Cuando cae la noche
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Dizzy morirá de una sobredosis. Eso es en esencia lo que le ha dicho no solo a Peter, sino al agua y al cielo. Está disponible para las fuerzas de la mortalidad. No puede y no encontrará nada que lo ligue lo suficiente a la vida.

Peter ha esperado en la orilla y ha estado junto a tiburones con gente herida de muerte. Esta vez se quita los zapatos y los calcetines, se arremanga los pantalones, se mete en el agua para llegar a donde se encuentra Dizzy, que está llorando en voz baja y mirando hacia el horizonte.

Peter se detiene en silencio al lado de Dizzy, que se vuelve y le dedica una sonrisa llorosa.

Y de pronto parece que se están besando.

En sueños

E
l beso no ha durado mucho. Ha sido apasionado, bastante apasionado, pero no exacta ni enteramente sexual. ¿Será posible que dos hombres se besen como camaradas? Eso es lo que le ha parecido a Peter. No ha habido lengua ni toqueteos. Solo se han besado, no ha sido breve, pero… El aliento de Dizzy era fresco y un poco dulzón, y Peter no se ha perdido tanto en él como para olvidar la preocupación de tener el aliento áspero de un tipo de mediana edad.

Han separado sus labios a la vez —ninguno se apartó el primero— y ambos se han sonreído, sencillamente han sonreído.

Peter no se siente mal, ni siquiera se siente como si hubiese cometido alguna transgresión, aunque sería difícil convencer a cualquiera que estuviese viéndolos (una mirada rápida…, no había nadie) de que no había sido lascivo. Está atontado, exultante y nada avergonzado.

Después del beso le ha pasado los dedos por la cabeza a Dizzy, como si fuese una broma inocente. Luego han vuelto chapoteando a la playa.

Es Dizzy quien habla mientras vuelven descalzos al césped.

Por una vez, Peter habría preferido el silencio.

—Bueno —pregunta Dizzy—. ¿Soy el primero?

—¡Hum, sí! Apuesto a que yo no lo soy para ti, ¿a que no?

—He besado a otros tres tipos. Así que eres el cuarto.

Dizzy se detiene. Peter sigue avanzando unos pasos, se da cuenta y retrocede. Dizzy lo mira con esos ojos profundos y húmedos.

—Me gustas desde que era pequeño —dice.

No digas eso.

—No es verdad —responde Peter.

—La primera vez que viniste a casa. Me senté en tu regazo y me leíste Babar. ¿Acaso pensaste que era del todo inocente?

—Pues claro. Por el amor de Dios, tenías cuatro años.

—Y una sensación cálida y profunda que no acababa de entender.

—O sea, que eres gay.

Dizzy suelta un suspiro.

—Creo que soy gay para ti —dice.

—Vamos, hombre.

—Es muy fuerte, ¿verdad?

—Un poco, sí.

—Solo quiero decírtelo. Luego podemos, no sé…, no volver a hablarlo nunca, si no quieres. —Peter espera. Habla de lo que quieras, aunque tenga que fingir reticencias—. Cuando estaba con esos otros hombres, pensaba en ti —continúa Dizzy.

—Será algo de la figura paterna —dice Peter, aunque le duela.

—¿Quieres decir que entonces no significa nada?

—Significa que es, no sé…, lo que es.

—Si no quieres no volveré a besarte nunca.

¿Qué es lo que quiero? Dios, ojalá lo supiera.

—No podemos. Probablemente sea el único hombre del mundo con quien no puedes montártelo. Bueno, yo y tu padre.

¿Será por eso por lo que a Dizzy le resulta tan irresistible? ¿Es su deseo algo personal?

Dizzy asiente. Imposible decir si está de acuerdo o dándole la razón.

¿Qué clase de hombre se enamoraría del marido de su hermana?

Un hombre desesperado.

¿Qué clase de hombre le habría permitido llegar tan lejos? ¿Qué clase de hombre le habría besado tanto tiempo como Peter?

Un hombre desesperado.

Dizzy y él van hasta la casa en silencio.

Carole les saluda en el jardín con un entusiasmo tan ávido y nervioso que, por un momento, Peter piensa que debe de haberles estado observando. No lo estaba. Es su manera de saludar a todo el mundo, siempre con mucho entusiasmo.

—Creo que me lo quedo —dice.

—Estupendo —responde Peter. Luego añade—: Sabes que de momento es un préstamo, ¿verdad? Para la visita de los Chen. Groff querrá venir a ver dónde lo has puesto.

Carole le escucha asintiendo. No es una neófita: sabe que, con ciertos artistas, el coleccionista tiene que pasar un examen.

—Espero aprobar —dice.

—Puedo garantizarte que lo harás.

Ella se vuelve hacia la urna.

Es tan hermosa y tan desagradable —observa.

Dizzy ha vuelto a irse a deambular por el jardín, como un niño que no se cree obligado a asistir a las conversaciones de los adultos. Coge una ramita de lavanda y se la lleva a la nariz.

Carole insiste en que Gus los lleve de vuelta a la ciudad y Peter acepta agradecido después de una breve negativa. Peter el Cobarde se alegra de no tener que volver en tren con Dizzy. ¿De qué hablarían?

La presencia de Gus les obligará a guardar un silencio que sería muy incómodo en el tren. Gracias, Carole y Gus.

Así que Dizzy y él se sientan en el asiento trasero del BMW y viajan por la tranquilizadora uniformidad de la I-95, rodeados de otras personas en otros coches, la mayoría de las cuales con toda probabilidad no han besado nunca a sus cuñados.

¿Les envidia Peter o les compadece?

Ambas cosas en realidad.

Siente una furia tan rápida como el pánico, una furia por su hija de tobillos anchos, por su mujer siempre tan fraternal y distante, por Uta, por el coñazo de Carole Potter y por todo y por todos, incluido el peinado de punta de Gus y sus diminutas orejas de irlandés; por todo y por todos excepto por el chico extraviado que tiene a su lado. La única persona con quien, de verdad, debería estar enfadado, el chico que le invitó a darle un beso imposible (porque le invitó, ¿no?) y le animó con halagos inverosímiles (eso hizo, ¿verdad?). Quién sabe hasta qué punto le habrá engañado, se habrá dejado engañar o (que Dios te ayude, Peter Harris) habrá sido sincero. Porque, sí, él quiere que lo sea, y hasta es posible que lo haya sido, que Dizzy haya estado fantaseando con él desde que le leyó Babar cuando tenía cuatro años. Peter no se considera una persona con la que nadie pueda fantasear. Sí, es seductor y no tiene mala pinta, pero siempre ha sido el tipo que contemplaba el balcón desde el jardín de abajo. Es el siervo de la belleza, no la belleza, eso es cosa de Dizzy, como antes lo fue de Rebecca.

Como antes lo fue de Rebecca.

Su rabia se aplaca tan deprisa como apareció, y en su lugar se instala una oleada de pesar, mientras mira de reojo (sin que él se dé cuenta, o eso espera) el solemne perfil de Dizzy, su nariz ganchuda y aristocrática, el mechón de cabello negro que tiembla sobre su pálida frente.

Eso es lo que busca Peter en el arte. ¿No? Esa congoja del alma, esa sensación de estar en presencia de algo sublime y evanescente, algo (o alguien) que brilla a través de la fragilidad de la carne, sí, como la diosa-puta de Manet, una belleza desprovista de sentimentalismo, porque Dizzy es (¿o no?) un dios-puto a su modo y sería mucho menos incitante si fuese la entidad benigna, brillante y espiritual que dice querer ser.

La belleza —la belleza que ansía Peter— es entonces esta: una combinación casual de gracia, perdición y esperanza. Seguro que Dizzy debe de tener esperanza si estuviese verdaderamente desesperado no brillaría de este modo, y por supuesto es joven. Los viejos tienden a olvidar que nadie se desespera de forma más exquisita que los jóvenes. Helo ahí, Ethan, más conocido por el Desliz, descarado, disipado, adicto, incapaz de desear lo que más le conviene. Ahora sería el momento de vaciarlo en bronce, de intentar capturar esos nervios a flor de piel, la insoportable etapa final de la juventud, cuando empieza a comprender que su estado, igual que el de todo el mundo, es grave, pero antes de que empiece a dar los pasos necesarios para vivir medio en paz en el mundo real.

Entretanto, necesita no morir.

Gus les deja justo enfrente del
loft
. Gracias y adioses. Gus se marcha. Peter y Dizzy se quedan juntos en la acera.

—Bueno —dice Peter.

Dizzy sonríe, ahora parece un sátiro. ¿Qué ha sido de la otra versión de ojos llorosos?

—Haz como si no hubiera pasado nada —dice.

—¿Qué ha pasado?

—Dímelo tú.

Puto niñato.

—No podemos liarnos.

—Lo sé. Eres el marido de mi hermana.

¿Y cuándo exactamente te has convertido en la imagen de la rectitud, Dizzy?

—Me gustas —dice Peter. Torpe, torpe.

—Tú a mí también. Es evidente.

—¿Te importaría decirme qué quieres? Haz un esfuerzo.

—Quiero haberte besado en una playa. No te pongas tan dramático.

¿Dramático? ¿Quién es el que se pone siempre dramático?

—No creo que pueda fingir que no ha pasado nada —dice Peter.

—Bueno, pero tampoco tienes que casarte conmigo.

La juventud. Cruel, cínica, desesperada. Siempre sale victoriosa, ¿verdad? Reverenciamos a Manet, pero no es a él a quien vemos desnudo en un cuadro. Él es el barbudo que hay detrás del caballete rindiendo homenaje.

—Bueno, entremos.

—Después de ti.

¿Cómo ha podido ocurrir? ¿Cómo es posible que Peter esté a la puerta de su casa deseando con todas sus fuerzas que Dizzy vuelva a declararle su amor, al menos una vez, para poder reñirle. ¿Acaso fue demasiado brusco en el jardín de los Potter? ¿Pasó por alto una oportunidad crucial?

Una oportunidad ¿para qué exactamente?

Estúpidos humanos. Aporreando un barreño para hacer bailar a los osos cuando quisiéramos conmover a las estrellas.

Entran. Ninguno de los dos dice nada.

Rebecca ya está en casa, en la cocina, preparando la cena. Peter tiene la convicción de que lo sabe, de que ha vuelto a casa pronto para reprochárselo. Lo cual, claro, no puede ser más ridículo. Sale a la puerta, limpiándose la mano en los vaqueros, besa a Dizzy en la mejilla y a Peter en los labios.

—Estoy preparando un poco de pasta —dice. Luego añade, dirigiéndose a su hermano—: Recuerda que no soy mamá. Tengo cualidades domésticas.

—Ni siquiera mamá era exactamente mamá —responde Dizzy.

—Servíos una copa de vino —dice Rebecca volviendo a la cocina—. Estará en unos veinte minutos.

Es una mujer vital e inteligente cuyo marido y hermano se han besado en una playa. Peter no lo ha olvidado. Pero al verla hay algo que…

—Yo me ocupo del vino —exclama Dizzy. Normal, normal, normal.

—¿Qué tal os ha ido en Greenwich? —pregunta Rebecca.

No te imaginas cómo nos ha ido en Greenwich.

—Perfecto —dice Peter. ¿Perfecto? ¿Qué pasa? ¿Es que se ha convertido de pronto en Dean Martin?, luego añade—: Seguro que la compra. Ahora solo tengo que llevar a Groff para que dé su aprobación.

—Genial.

Dizzy le alcanza una copa de vino a Peter. Al dársela, cuando sus manos se rozan, ¿le mira de reojo? No. Lo terrible es que no lo hace.

Rebecca coge su copa vacía de la encimera.

—Por el arte que vende —dice. Y por un momento Peter cree que está siendo irónica.

Levanta su copa.

—Por que podamos pagar el plazo de la matrícula del siguiente semestre —dice.

—Si es que vuelve a la facultad —corrige Rebecca.

—Pues claro que volverá. Confía en mí. No hay como servir copas a los borrachos para que la facultad vuelva a parecer un buen sitio.

Normal, normal, normal.

Rebecca ha planeado una velada en casa. No solo ha preparado la cena, sino que ha alquilado una copia de
Ocho y medio
. Es un gesto muy sencillo, pero Peter comprende que está en plena campaña para convencer a Dizzy de los placeres cotidianos de la vida. Sabe también que se siente culpable porque, con lo de la venta de la revista, cree haberlo tenido un poco olvidado los últimos dos días.

Los tres llevan a cabo lo que Peter no puede sino considerar una perfecta imitación de la normalidad. En la cena charlan de las cosas que se venden (el arte, las revistas). Dizzy improvisa (un nuevo talento inesperado) una imitación de Carole Potter; imita sus movimientos de cabeza neumáticos, la avidez líquida de los ojos, incluso el leve sonido
mmm
que hace cuando escucha, o finge estar escuchando. Para Peter es una revelación: Dizzy no está tan ensimismado como podría pensarse. Parece (¿una ilusión romántica?) indicar cierta capacidad suya para decir la verdad, así que cuando dice, por ejemplo, que ha querido a Peter toda su vida, es posible que hable en serio. Presuntuoso Peter, siempre has sido el perseguidor, qué extraño y maravilloso sería que, por una vez en la vida, fueses el perseguido. Luego Rebecca especula sobre el gran acontecimiento artístico que podrían crear en Billings, Montana, a lo que Dizzy y Peter, convertidos de pronto en un par de amigotes, responden con sugerencias burlonas: alimentar a los osos con poetas en el estadio de rugby o encargar estatuas de hielo no son ocurrencias demasiado graciosas, pero tampoco se trata de eso, son los chicos contra las chicas, y Rebecca se lo toma a risa, sabiendo como sabe, que puede arreglar cuentas con Peter cuando estén en la cama.

Ven
Ocho y medio
, que sigue siendo tan buena como siempre, y terminan una tercera botella de vino. Mientras dura la película parecen una familia sacada de un anuncio televisivo, tres personas en un sofá, que observan extasiados cómo la joya viviente de la pantalla de la televisión les saca de sus vidas y les hace vivir otras. Marcello Mastroianni se aleja en una moto con Claudia Cardinale abrazada a su espalda, Marcello Mastroianni dirige una línea de conga a los pies de un cohete espacial con todas las personas a quienes ha conocido en su vida.

Cuando acaba la película, Rebecca va a la cocina a buscar el postre. Peter y Dizzy se quedan juntos en el sofá. Dizzy le pasa con camaradería el brazo a Peter por encima del hombro.

—¡Eh! —dice.

—Me encanta esta película —observa Peter.

—¿Me quieres?

—Chist.

—Pues responde con la cabeza.

Peter asiente.

—Eres un colega muy guapo —susurra Dizzy.

¿Un
colega
muy guapo? ¿Qué palabra es esa para que la use un chico como Dizzy?

Respuesta: es una palabra joven, propia de jóvenes, y, por un momento, Peter imagina cómo podrían ser: cómplices y burlones, siempre peleándose (por lo general) en broma: un par de brutos resabiados sacados de una antigua Grecia nada verosímil. A Dizzy le trae sin cuidado, no le avergüenza declararle su amor en el sofá de su hermana. ¿Podrían ser felices juntos? No es descartable.

—No soy un colega —dice Peter en voz baja.

—Bueno, pues solo guapo.

Aunque le avergüence, a Peter le encanta que le digan que es guapo. En ese momento aparece Rebecca con los postres. Café y helado de chocolate.

Terminan el helado, conversan un rato y se van a la cama. Bueno, eso Peter y Rebecca. Dizzy afirma que va a ir a su habitación y a quedarse levantado un rato más leyendo
La montaña mágica
, con un leve y desganado buenas noches se va con su grueso volumen, como si fuese el viejo Thomas Mann en persona, el santo patrón de los amores imposibles.

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