Cuando éramos honrados mercenarios (45 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

BOOK: Cuando éramos honrados mercenarios
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Siete años, señoras y caballeros. La criatura. Y no en el País Vasconi en Cataluña, ni en Galicia. En la Manga del Mar Menor, provincia de Murcia. Casualmente, y sólo una semana después de que me contaran esa edificante historia infantil, otro amigo, Carlos, gerente de un importante club náutico de la zona, me confiaba que ya no encarga polos deportivos para sus regatistas con el tradicional filetillo de la bandera española en las mangas y en el cuello. «En las competiciones con clubs de otras autonomías –explicó– están mal vistos.»

Dirán algunos que, tal y como anda el asunto, podríamos mandar a tomar por saco ese viejo trapo y hacer uno distinto. Al fin y al cabo sólo existe desde hace dos siglos y medio. Podríamos encargarle una bandera nueva, más actual, a Mariscal, a Alberto Corazón, a Victorio o a Lucchino. O a todos juntos. Pero es que iba a dar igual. Tendríamos las mismas aunque pusiéramos una de color rosa con un mechero Bic, un arpa y la niña de los Simpson en el centro; y en las carreteras, el borreguito de Norit en vez del toro de Osborne. El problema no es la bandera, ni el toro, sino la puta que nos parió. A todos nosotros. A los ciudadanos de este país de mierda.

El Semanal, 06 Julio 2008

Nuestros aliados ingleses

Esta semana que viene toca de nuevo conmemorar batallita. Y no se trata de una cualquiera: en Bailén, el 19 de julio de 1808, dos meses y medio después del 2 de Mayo, a las águilas de Bonaparte les hicieron cagar las plumas. Por primera vez en la historia de Europa, un ejército napoleónico tuvo que rendirse después de un partido de infarto, en el que nuestra selección nacional –tropas regulares, paisanos armados y guerrilleros– aguantó admirablemente los dos tiempos y la prórroga. También es verdad que fue la única vez que ganamos la copa, pues luego los franceses nos dieron siempre las del pulpo; o ganamos, cuando lo hicimos, con ayuda de las tropas inglesas que operaban en la Península. Si algo demostramos los españoles durante toda la campaña fue que para la insurrección y el dar por saco éramos unos superdotados, pero que a la hora de ponernos de acuerdo y combatir organizados no había quien nos conciliara. Paradojas de la guerra: por eso los gabachos nunca pudieron ganar. Acostumbrados a que alemanes o austriacos, por ejemplo, después de derrotados en el campo de batalla, se pusieran a sus órdenes con la policía y todo, preguntando muy serios a quién había que meter en la cárcel por antifrancés, no comprendían que los españoles, derrotados un día sí y otro también, no terminaran de rendirse nunca; y encima, en los ratos de calma, se incordiaran y mataran entre ellos mismos.

Al hilo de todo esto, un historiador británico se lamentaba hace poco de que aquí conmemoremos el bicentenario de aquella guerra con poco agradecimiento al papel que las tropas inglesas tuvieron en ella; ya que fueron éstas las que proporcionaron ejércitos disciplinados y coordinaron, con Wellington, las más decisivas operaciones. Y tiene razón ese historiador. En batallas y asedios, Bailén y los sitios aparte, la contribución británica fue decisiva. Lo que pasa es que de ahí a que los españoles deban agradecerlo, media un trecho. En primer lugar, los ingleses no desembarcaron para ayudarnos a sacudir el yugo francés, sino para establecer aquí una zona de continuo desgaste militar para su enemigo continental. Además, y salvo ilustres excepciones, su desprecio y arrogancia ante el pueblo español que se sacrificaba en la lucha fueron constantes, compartidos por la mayor parte de los historiadores británicos de entonces y de ahora. Por último, las tropas inglesas en suelo español se comportaron, a menudo, más como enemigas que como aliadas, cebándose en la población civil. Eso, manifestado ya durante la desastrosa retirada del general Moore en La Coruña, se evidenció en los saqueos de Ciudad Rodrigo, Badajoz y San Sebastián.

Y no hablo de trincar unas monedas y un par de candelabros. Historiadores españoles contemporáneos como Toreno y Muñoz Maldonado, por aquello de la delicadeza entre aliados, pasan por el asunto de puntillas; pero los mismos ingleses –Napier, Hamilton, Southey– lo cuentan con detalle. Sin olvidar la memoria local de los lugares afectados, donde todavía recuerdan los tristes días de la liberación británica. En Ciudad Rodrigo, por ejemplo, la toma de la ciudad a los franceses fue seguida de una borrachera colectiva –extraño, tratándose de ingleses–, asesinatos, saqueo de las casas de quienes salían a recibir alborozados a los libertadores, y violación de todas las señoras disponibles. Wellington atribuyó los excesos a que era la primera vez que sus tropas liberaban una ciudad española, y estaban poco acostumbradas; pero la cosa se repitió, aún peor, en la toma de Badajoz, donde 10.000 ingleses borrachos saquearon, violaron y mataron españoles durante dos días y dos noches, y culminó en San Sebastián, donde al retirarse los franceses y salir los vecinos a recibir a los libertadores, éstos se entregaron a una orgía de violencia, saqueos y violaciones masivas que no respetó a nadie. Luego vino el incendio de la ciudad: de 600 casas, de las que sólo 60 habían sido destruidas durante el asedio, quedaron 40 en pie. Habría sido ahí muy útil la feroz disciplina que, más tarde, Wellington impuso a las tropas que lo acompañaron en la invasión de Francia, cuando fusilaba sin contemplaciones a todo español que cometía algún exceso como revancha contra los franceses.

Puestos a eso, la verdad, simpatizo un pelín más con los gabachos. Al menos ellos saqueaban, mataban y violaban porque eran enemigos, tomando al asalto ciudades donde hasta los niños te endiñaban un navajazo. Los súbditos de Su Graciosa son harina de otro costal: iban a lo suyo y los españoles les importaban un carajo. Así que, en lo que a mí se refiere, que a Wellington y las tropas inglesas los homenajee en Londres su puta madre.

El Semanal, 13 Julio 2008

Putimadrid la nuit

En una ciudad normal –según tengo entendido–, cuando uno quiere intercambios carnales de tipo mercenario, o sea, pagando, y es forastero o no conoce el percal, sube a un taxi y dice: «Al barrio de las putas, hágame usted el favor». Y de camino, si el taxista es un tío enrollado, te ilustra sobre las mejores esquinas, los antros adecuados para tomar algo, e incluso recomienda que una vez metido en faena preguntes por Greta, por Ivonne, por Makarova o por la casa de madame Lumumba, que son limpias y de confianza. Detalles útiles y cosas así. Luego, al llegar a la zona de lanzamiento, le das una propina al taxista, te buscas la vida, y al que Dios se la dé, que san Pedro se la bendiga. Lo de siempre.

En Madrid, capital de las Españas, es distinto. Una ventaja de esta ciudad es que te ahorras el taxi. Quien desee irse de putas las encuentra con facilidad en el centro mismo, a cualquier hora. Incluso quien no tiene la menor intención de tocar ese registro, se las tropieza con una frecuencia pasmosa. Basta dar una vuelta por el corazón turístico y comercial de la urbe para observar un surtido panorama. Eso no ocurre en otras capitales de Europa, donde, por el qué dirán o por lo que sea, el puterío se limita a calles tradicionales y discretas, alejadas de las grandes vías de tránsito peatonal. No ya porque el comercio venéreo tenga un punto vergonzoso y bajuno –que lo tiene– ni porque la gentuza que suele pulular en torno sea todo menos ejemplar, sino por razones de pura estética urbana. No recuerdo, salvo error u omisión, haber visto nunca las aceras del bulevar Saint Germain, el Chiado lisboeta o las inmediaciones de la plaza Navona, por ejemplo, llenas de lumis. En Madrid, sin embargo, sus equivalentes están hasta los topes. Y la verdad: queda feo. Cada cosa es cada cosa. Como dicen en Culiacán, Sinaloa, cada chango en su mecate.

No tengo nada contra las lumis, ojo. Alguien tiene que parir a ciertos políticos de los que mojan en nuestras diecisiete salsas y nos animan el telediario. Lo que pasa es que, a veces, la situación puede ser incómoda. La otra noche paseaba, después de cenar, con unos amigos guiris camino de su hotel en la Gran Vía. Y subiendo de la puerta del Sol junto a los cines de la calle principal del centro de Madrid, entre la basura y suciedad acumulada por todas partes, pasamos revista a un variopinto surtido puteril –todo de importación– comparado con el cual, aquellas busconas nacionales de antaño, tan arregladas ellas, con su bolso y su cigarrillo en los labios fríos como la Lirio, apoyadas en el quicio de la mancebía, parecían condesas de Romanones, o por ahí. Las señoras que venían en el grupo de mis amigos, que al principio miraban el paisaje entre curiosas y sorprendidas, terminaron por acojonarse, sobre todo a causa del ganado masculino que circulaba cerca, incluidos los fulanos que se empeñaban en darnos a todos tarjetitas sobre pornotiendas y puticlubs ad hoc situados, supongo, en las cercanías.

El caso es que, a medio paseo, una de las guiris, Silvie, que es gabacha, me preguntó: «¿Siempre es esto así, tan elegante?». Y no tuve más remedio que confirmarle que sí, y que no sólo de noche. Que también de día, la vieja prostitución antes limitada a la cercana calle de la Ballesta hace tiempo desbordó los límites para desparramarse por las cercanías de la puerta del Sol, sin que el Ayuntamiento pueda o quiera impedirlo, aunque a los vecinos y comerciantes se los llevan los diablos. «¿Y no hay normas que regulen esto?», preguntó Silvie, toda ingenua. Entonces tuve que emplear unos diez minutos de paseo –a razón de una puta presente cada quince segundos– para explicarle que esto es España, niña. La democracia más avanzada y puntera de Europa. ¿Lo captas? El pasmo del mundo y de Triana, o sea. ¿Nunca oíste hablar de la Alianza de Putilizaciones? Cualquiera que estorbe a una extranjera, por ejemplo, el libre ejercicio de su chichi en donde le apetezca a ella y a su chulo, es un xenófobo y un fascista. Es algo parecido –añadí– a lo de aquel mendigo español que antes tuvimos que esquivar porque estaba tirado en el suelo, cortándonos el paso en la acera. Si un guardia le pide que circule, la gente increpará al guardia, y con razón, por abuso de autoridad. Y lo mismo hasta le dan de hostias. Al guardia.

Después de escuchar aquello, Silvie no volvió a abrir la boca. Yo adivinaba sus pensamientos: una ciudad donde nadie puede controlar el lugar donde cualquiera campa por sus respetos es una auténtica mierda; pero cada cual tiene las ciudades que se merece. Advertí que eso era lo que estaba pensando. Aunque, por suerte, no lo dijo. Silvie es una chica educada. Me habría puesto en un compromiso.

El Semanal, 20 Julio 2008

El psicólogo de la mutua

Lo bueno –divertido, al menos– de vivir, como vivimos, en pleno disparate, es que el esperpento resulta inagotable, y cada día hay nuevas sorpresas. Unas sorpresas que, por frecuentes, terminan formando parte del paisaje, y al final acabamos todos aceptándolas como la cosa más natural del mundo. Así, al final, los únicos que terminan pareciendo marcianos despistados en la tomatina de San Apapucio del Canto, o de donde sea, son los que no tragan. Los que se extrañan o se descojonan del invento. Y a ésos se les mira con recelo, claro. De qué van estos listos, oiga. A ver qué se creen. Los marginales.

La última me la acaban de endiñar por teléfono. Ring, ring, buenos días, señor Pérez. Le habla Olga. ¿Es usted el titular, señor Pérez?… Ya saben. Una de esas listas de clientes que algún hijo de puta de Telefónica vendió hace tiempo al mejor postor, y a causa de la cual, periódicamente, me llaman para darme la murga con ofertas tentadoras como la que nos ocupa. Hoy es un fastuoso seguro de vida, señor Pérez. Para que su familia no pase agobios si usted fallece, etcétera. El non plus ultra del asunto, señor Pérez. Lo incluye todo, fíjese. Incluso, y ahí está nuestra innovación revolucionaria, señor Pérez, un psicólogo o psicóloga. Al llegar a ese punto, a lo del psicólogo o psicóloga, al señor Pérez se le escapa, algo malintencionada tal vez, la inevitable pregunta: ¿Psicólogo para qué, oiga? No capto la relación. Y es entonces cuando llega la deliciosa respuesta: «Para ayudar a la familia a sobrellevar el trance».

Y, bueno. La verdad es que de psicólogos no ando mal provisto. Sin ir más lejos, una de mis cuñadas –lectora fiel, por cierto, de esta página– es profesora de Psicología en la universidad de Alicante, y de eso sabe algo. Si enviudo, por ejemplo, siempre puedo llamarla para que me consuele, si se deja. Y si enviuda mi legítima, imagino la terapia: «Te libraste de ese pelmazo, etcétera». Como ven, lo tengo más o menos controlado. Aun así, de no ser porque llego muy justo a fin de mes, les juro que me habría apuntado al seguro que me proponía la tal Olga, sólo por el gustazo de imaginarme de cuerpo presente, entre cuatro cirios y con mis deudos y deudas enlutados y enlutadas llorando alrededor y alrededora –mediterráneo como soy, siempre soñé con un velatorio clásico, a la siciliana–, diciendo qué bueno era y siempre se van los mejores, ya saben, lo que se dice en esos casos; y mi viuda y mis vástagos y vástagas alrededor del féretro con su orfandad recién estrenada, espantándome las moscas; y yo allí, tieso como la mojama, con mi traje de los domingos, mi camisa blanca, mi corbata y mi insignia de académico en la solapa, que sólo me faltan dos puros en el bolsillo y una entrada de los toros para parecer camino de la Maestranza, en feria de abril, a ver torear a Curro Romero. Y en eso, justo cuando el cura empieza a dar hisopazos y largarme el gorigori, suena el timbre de la puerta, ding-dong, y alguien dice hola, buenas. Soy el psicólogo o psicóloga del seguro de vida y vengo a hacerme cargo del asunto. Ya saben ustedes. La terapia.

Claro que también puede ser al revés. Que quien palme sea mi legítima, y estemos allí todos llorando a lágrima viva y yo mesándome el cepillo del pelo que me queda, tirado como un perro en la alcoba o en el suelo del tanatorio, que tanto da. Y en ésas, mis niños y niñas, acompañados de vecinos y vecinas y parientes y parientas, entran y me dicen: «Papi, que está aquí el psicólogo del seguro». Y yo, destrozado por el dolor, exclamo: «Al fin, al fin», mientras me levanto como puedo, dejo a la muerta y, tambaleante, voy a caer en los brazos del psicólogo –o de la psicóloga– y le confío espontáneamente, como a un hermano o hermana putativo o putativa, mi soledad, y mi viudez, y mi angustia vital; y luego reúno a mis pobres cachorrillos y cachorrillas y todos juntos, abrazados y con lágrimas en los ojos, nos agrupamos con el psicólogo o psicóloga como ovejitas y ovejitos obedientes en torno al pastor, igual que si acabáramos de bajarnos de un cayuco subsahariano o de una patera magrebí, mientras el antedicho o la antedicha nos aconseja sabiamente sobre cómo encajar el trauma, señor Pérez, y de paso nos comunica cuánta pasta trincaremos por el óbito reciente. Que eso ayuda mucho. Y cuando, utilizando su hábil psicología –adviertan el inteligente juego de palabras–, acaba de convencernos, y mis criaturas, aliviadas al fin, gritan gozosas: «¡Mamá está en el cielo, pero la vida sigue, yupi, yupi, yupi, a la bim, bom, ba!», yo miro al psicólogo o psicóloga a los ojos o a las ojas y le digo: «Verdaderamente, sin el seguro de vida de la Sepulvedana Acme, nunca habría podido sobreponerme a todo esto».

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