—Mirad, no pretendía dar un discurso. Lo único que quiero decir es que debemos andarnos con cuidado. Si corremos de acá para allá, vamos a siete casas diferentes. Bueno, tal vez no sea muy inteligente por nuestra parte. Eso es todo. Deberíamos tomar ciertas decisiones, como si seguir juntos o dividirnos en grupos, como Kevin y Corrie plantean hacer. O si es buena idea utilizar los vehículos. O si deberíamos evitar hacer cualquier movimiento a plena luz del día. Ya casi ha anochecido. Para empezar, propongo que nadie salga de aquí hasta que caiga la noche, y que cuando alguien quiera hacerlo no lleve ninguna linterna.
—¿Qué crees que está pasando? —pregunté—. ¿Coincides con Lee?
—Bueno —contestó Robyn—. No parece que la gente se esté marchando a toda prisa de aquí, como sucede cuando hay una situación de emergencia. Se fueron hace unos días. Y esperaban regresar poco después. Ahora bien, ¿por qué motivo se marcharía la gente de casa con la idea de regresar al cabo de unos días? Todos conocemos la respuesta.
—El Día de la Conmemoración —dijo Corrie—. La feria.
—Exacto.
—Homer —intervine—. ¿Hay algún modo de saber si tus padres volvieron de la feria? No se me ocurrió antes, pero yo podría haber comprobado si están o no un par de toros que papá iba a presentar pero que jamás hubiese vendido a ningún precio. No habría regresado de la feria sin ellos. Si mi madre lo permitiese, los toros dormirían en la habitación con ellos.
Homer reflexionó durante un minuto.
—Pues sí —contestó—. Mi madre hace bordados. Cada año presenta una pieza y, después, ya gane, pierda, o empate, se la trae a casa y la cuelga en su pared de trofeos. Se emociona mucho colocándola ahí arriba. Esperad un segundo.
Salió corriendo y los demás aguardamos en silencio. Regresó un momento más tarde.
—Nada —dijo—. Ahí no hay nada.
—Está bien —prosiguió Robyn—. Supongamos que un montón de gente fue a la feria y no regresó. Y supongamos también que desde el Día de la Conmemoración no hay ni corriente ni línea telefónica, ninguna emisora que emita y varios focos de incendio. Y, además, que algo impidió a los que fueron a la feria regresar a sus casas. ¿Adónde nos lleva eso?
—Y además está lo otro —añadió Lee. Robyn se volvió hacia él.
—Sí —dijo.
—La noche de la feria, cientos de aviones, puede que miles, llegaron del mar volando muy bajo y a gran velocidad —explicó Lee.
—Y sin luces —recordé yo, dándome cuenta de ese importante detalle por primera vez.
—¿Sin luces? —preguntó Kevin—. No mencionaste nada de eso.
—En aquel momento no caí en ello —admití—. Sabes, es como cuando ves algo pero no lo registras conscientemente. Eso fue lo que sucedió.
—Supongamos otra cosa —dijo Fi con un tono y una expresión que denotaban enfado—. Supongamos que lo que estáis diciendo es absolutamente ridículo.
Me recordó a mí misma, minutos antes, en aquella misma habitación. ¿No había empleado yo la misma palabra? Y sin embargo, empezaba a aceptar la hipótesis de Lee y Robyn. Aquel pequeño detalle sobre las luces de vuelo me hizo cambiar de opinión. Ningún avión en una misión reglamentaria habría volado sin ellas. Debí notarlo en su momento y me sentí enfadada conmigo misma.
—Hay decenas de teorías mucho más plausibles —prosiguió Fi—. ¡Decenas! No sé por qué no os las planteáis siquiera.
—Venga, Fi. Dispara —dijo Kevin—. Pero rápido… —La tensión se le leía en el rostro.
—De acuerdo —dijo Fi—. Número uno: están enfermos. Fueron a la feria, comieron algo en mal estado y están ingresados en el hospital.
—En ese caso los vecinos andarían por aquí, vigilando la casa —rebatió Homer.
—Ellos también han caído enfermos.
—Eso no explica por qué no hay emisoras de radio —dijo Corrie.
—Pues entonces todos están enfermos —sentenció Fi—. Es una epidemia nacional, como un virus o una enfermedad.
—Eso no explica lo de los aviones —repuso Robyn.
—Solo regresaban del Día de la Conmemoración, como ya dijimos.
—¿Sin luces? ¿Y tantos aviones? Fi, no sé si el país dispone de tantos aviones. Dudo que nuestras Fuerzas Aéreas estén tan dotadas.
—Está bien —prosiguió Fi—. Ha habido una situación de alarma nacional, y todos han acudido a prestar ayuda.
—¿Y los aviones?
—Las Fuerzas Aéreas, que acuden en auxilio y a las que quizá se unieron los Ejércitos del aire de otros países.
—¿Y por qué volaban sin luces? —Robyn había levantado la voz. Estaba perdiendo los estribos, como le sucedía en la cancha de baloncesto.
—Eso no lo sabemos a ciencia cierta —gritó Fi a su vez. No podía creer que estuviese gritando. Bueno, siempre hay una primera vez para todo, pensé—. Puede que Ellie se equivoque —prosiguió—. Ocurrió en mitad de la noche. Estaba medio dormida. Pero si no lo ha dicho hasta ahora. No puede estar segura del todo.
—Los vi, Fi —reafirmé—. Estoy segura. En ese momento no le di importancia. No estoy ciega, solo es que mi cerebro no me funcionaba del todo. Sea como sea. Robyn los vio. Y también Lee. Pregúntales.
—Nosotros no vimos nada —espetó Robyn—. Solo los oímos.
—Tranquilizaos, chicos —interrumpió Homer—. Mantengamos la calma o no iremos a ninguna parte. Vamos, Fi. ¿Qué más?
—No lo sé —reconoció—. Yo creo que han tenido que salir deprisa y corriendo para acudir a echar una mano en alguna parte. Puede que haya algunas ballenas varadas.
—Entonces, ¿dos familias se han marchado sin dejar siquiera una nota? —preguntó Kevin.
—Si no contamos los aviones, no parece tan extraño —dijo Fi—. Quizá solo sea algún tipo de emergencia a nivel local.
—No olvides las emisoras de radio —insistió Robyn.
—Fi, todas tus teorías son igual de válidas —intervino Lee—. Y no digo que estés equivocada. Lo más probable es que tengas razón, que lo de los aviones no sea más que una coincidencia, y que el tema de la radio también tenga una explicación. Pero lo que me pone los pelos de punta es que sí existe una teoría que lo explica todo, y que encaja a la perfección. ¿Recuerdas nuestra conversación de la otra mañana, en el Infierno? ¿Aquello de que el Día de la Conmemoración era el momento perfecto para llevarlo a cabo?
Fi asintió en silencio y dejó que las lágrimas le corrieran por las mejillas. Todos nos echamos a llorar, incluso Lee, que prosiguió entre sollozos:
—Chicos, puede que las historias de mi madre me hayan hecho pensar en eso antes que vosotros. Y tal como dijo Robyn antes, si nos equivocamos. —Le costaba pronunciar cada una de sus palabras, y su cara se crispaba como la de alguien en pleno infarto—. Si nos equivocamos, podremos reírnos todo lo que queramos. Pero por ahora, en este instante, digamos que es cierto. Digamos que el país ha sido invadido. Creo que estamos en guerra.
Fue un suplicio esperar a que oscureciese. Siempre había alguien que se impacientaba: «De acuerdo, ya es suficiente, vamos», antes de que otra persona le parara los pies: «No, espera, todavía hay demasiada luz».
Ese es el inconveniente del verano: los días son larguísimos. Habíamos tomado la decisión de no correr riesgo alguno y nos atendríamos a ella.
La luna tardó en salir. Su contorno era tan fino que cuando salimos a la calle, apenas se veía nada. Llevábamos un par de linternas que Homer había encontrado, pero acordamos no utilizarlas si no era absolutamente necesario. Dejamos a
Millie
en la cocina de Homer, sobre una manta. Estaba demasiado débil para ir a ninguna otra parte. Caminamos un kilómetro y medio por la carretera y, después, viramos hacia el último prado de los Yannos, donde tomaríamos un atajo para alcanzar el sendero que conducía a casa de Kevin. Yo avanzaba junto a Homer. Apenas hablamos, excepto cuando de repente recordé que no le había preguntado acerca de sus perros.
—Solo nos quedaban dos —contestó—. Y no estaban allí. No estoy seguro de adónde pueden haber ido. Padecían un grave problema de eccema y creo recordar que mi padre habló de llevarlos al veterinario. No sabría decir si realmente lo dijo o si lo he soñado.
En cuanto alcanzamos el sendero, Kevin empezó a correr. Todavía faltaban dos kilómetros para llegar pero, sin mediar palabra, todos salimos tras él. Kevin es un tipo grandote; no tiene la constitución de un esprínter. Avanzaba con pesadez, como un percherón al trote aunque, por una vez, no pudimos seguirle el ritmo, a excepción de Robyn, que siempre estaba en forma. Al cabo de un rato los perdí de vista, pero me llegaban los jadeos de Kevin a través de la oscuridad. Conforme nos acercábamos a la casa, Lee advirtió:
—Ándate con ojo cuando llegues, Kevin. —Pero no obtuvo respuesta.
Supuse que Robyn y Kevin nos llevaban dos o tres minutos de ventaja. Aunque de nada sirvió. La casa presentaba el mismo escenario que la de Homer y la mía: tres perros pastores que, todavía encadenados, no sobrevivieron; una cacatúa muerta en una jaula de la baranda y, en los escalones de esta, dos corderos huérfanos adoptados por la familia que corrieron la misma suerte. Sin embargo, su vieja corgi estaba encerrada en el interior de la casa, y disponía de un cuenco de comida y otro de agua en el lavadero. La perra estaba viva, pero como había empleado una de las habitaciones a modo de retrete, el hedor era insoportable. Al ver a Kevin, se puso contentísima; cuando llegamos aún seguía lamiéndole la cara, emitiendo lastimosos quejidos y realizando alegres acrobacias. Era tal su emoción que la perra se hizo pis encima.
Corrie, con semblante grave, apareció con una fregona y un puñado de trapos. La conocía lo suficiente para saber que siempre que las cosas se ponían demasiado sentimentales, le daba por limpiar. Qué manía tan útil.
Celebramos otra breve asamblea. Por lo visto, nos sobraban tanto los problemas como las opciones. Robyn tuvo la brillante idea de recurrir a las bicicletas: veloces y silenciosas, eran el modo de transporte perfecto. Kevin tenía dos hermanitos, de modo que nos hicimos con las tres bicis aparcadas en el cobertizo. Homer preguntó si sabíamos de alguna persona que no pensaba asistir a la feria; se le ocurrió que dar con alguien que se hubiese quedado en casa aquel día podría ayudarnos a resolver el misterio. Lee dijo que dudaba que sus padres hubiesen asistido: sus hermanas y hermanos solían acudir, pero no sus padres. Kevin insistió en llevarse a la corgi,
Flip
, con nosotros. Se negaba a dejarla allí después de lo mal que lo abría pasado.
Nos vimos enfrentados a un dilema. Todos sentimos pena por la perra, que seguía a Kevin como a una sombra, como si la llevara atada a una correa invisible de un metro. Pero empezábamos a estar cada vez más preocupados por nuestra propia seguridad. Finalmente, acordamos llevarla con nosotros hasta casa de Corrie y, según lo que encontrásemos allí, tomar una decisión u otra.
—Kevin —le advirtió Lee—. Es posible que nos veamos obligados a tomar decisiones difíciles.
Él se limitó a asentir. Era consciente de ello.
Robyn, a quien se le había ocurrido la idea de las bicicletas, recorrió al trote la mayor parte del camino a casa de Corrie. Solo podían ir dos personas en cada bicicleta y ella insistió que no le vendría mal hacer algo de ejercicio. Homer llevaba a Kevin, quien a su vez cargaba con
Flip
. En un éxtasis de amor y gratitud, la perrita pasó todo el trayecto lamiéndole la cara. Habría sido una escena muy graciosa si nos hubiesen quedado fuerzas emocionales para reírnos.
En la imagen que siempre recordaré de nuestra llegada a casa de Corrie, ella estaba deshecha en lágrimas, sola en medio del salón. Y tras comprobar el resto de las habitaciones, aparecía Kevin, la veía y se apresuraba hacia su lado para estrecharla en sus brazos y sujetarla con fuerza. Permanecieron así durante varios minutos. Aprecié mucho aquel gesto de Kevin.
Dada la insistencia de Robyn, accedimos a comer algo antes de hacer nada más. Mantuvo la cabeza fría toda la tarde, y seguía con pleno dominio de sus facultades, pese a saber que la próxima etapa nos llevaría a su casa. Homer, ella y yo hicimos unos bocadillos con pan duro y salami, y unas lechugas y tomates que recogimos del reputado huerto de la señora Mackenzie. También encontramos un cartón de leche, así que preparamos café y té en un hornillo portátil. Entre la boca seca y el nudo en la garganta, nos costó probar bocado. Sin embargo, no daríamos la cena por concluida hasta que cada uno comiera al menos un bocadillo. Nuestros estómagos lo agradecieron, y nuestra moral también.
Durante la comida, resolvimos que iríamos a casa de Robyn aun a sabiendas de que aquello suponía enfrentarse a una nueva serie de dificultades. En medio del campo, donde prácticamente vivíamos todos, donde el aire era puro y los prados extensos y desiertos, nos movíamos con relativa tranquilidad. El peligro no se nos antojaba real. Sabíamos que de haber peligro, nos estarían aguardando en el pueblo.
Robyn detalló, para los que no habían estado allí, la distribución de su casa, así como la zona de Wirrawee donde se situaba su propiedad. Pensamos que sería más seguro ir por Coachman Lane, un camino de tierra que desembocaba en un terreno de unas cuatro hectáreas, al final del cual se encontraban algunas casas, entre ellas la de Robyn. Desde la colina que se alzaba tras su casa, podríamos abarcar el pueblo y hacernos una idea de la situación.
Había llegado el momento de marcharse. Corrie esperaba en la entrada a que yo saliese del baño. Se me olvidó que los Mackenzie no disponían del suministro de agua urbano y su inodoro se accionaba mediante una bomba de presión que funcionaba con electricidad. Así que tuve que bajar a la tina del huerto, llenar un cubo de agua, regresar al baño para llenar la cisterna y por fin tirar de la cadena. Corrie empezaba a impacientarse, y yo la hice esperar más de lo previsto. Y a en el pasillo, pasé junto al teléfono y reparé que había un mensaje en el fax.
—Corrie —grité—. ¿Quieres ver esto? —Lo sostuve en alto y cuando la vi encaminarse hacia mí, añadí—. Probablemente sea viejo, pero nunca se sabe.
Ella lo cogió. A medida que avanzaba en su lectura, vi que se quedaba boquiabierta. Una expresión de espanto pareció deformar su rostro, estrechándolo, alargándolo. Me miró con ojos como platos antes de devolverme el papel. Mientras yo lo leía, permaneció allí plantada, temblando.
Leí las siguientes palabras, bruscos garabatos escritos del puño del señor Mackenzie.
Corrie, estoy en la secretaría de la feria. Algo va mal. La gente dice que no son más que unas maniobras del Ejército, pero prefiero enviarte esto, por si acaso. Después me marcharé a casa para romper este mensaje en pedacitos y así nadie sabrá nunca lo idiota que he sido. Pero, Corrie, si lees esto, vete al monte. Ten muchísimo cuidado. No salgas de allí hasta que sepas que no hay peligro. Te quiero mucho, cariño, Papá.